Desconectarse para conectar otra vez
Crónica de un adicto a la tecnología que un día decidió parar.
Un fin de semana reciente me tomé un verdadero día libre: computadoras desenchufadas, celular guardado en mi maletín y timbre del teléfono fijo apagado. Estuve totalmente desconectado durante 24 horas. El motivo de este cambio era natural y predecible. Cuando regresaba en avión de un viaje a Europa, pasé la tarjeta de crédito por la ranura del teléfono del asiento, leí el correo electrónico y me privé del santuario de la cabina», escribió Mark Bittman para el diario «El país». esa altura de mi vida, la única manera que tenía de escapar era mientras dormía. Sin embargo, había desarrollado el hábito de dejar la computadora portátil junto a la cama para poder revisar el correo electrónico. Había aprendido a convertir mi agenda electrónica en un módem para acceder mejor a la Red desde mi computadora cuando iba en tren.
En otras palabras: me llamo Mark y soy adicto a la tecnología. Pero decidí hacer algo al respecto. Así empezó mi sabbat laico -una expresión que descubrí en los blogs-, un día a la semana para liberarme de pantallas, timbres y pitidos. Un día como los de antes, no sólo de descanso, sino también de alivio.
Sin embargo, me preguntaba si romper mi hábito sería del todo beneficioso. Me preocupaban los compañeros, amigos, hijas, padres y otros que confiaban en mí, la gente que sabía que les respondería, si no al instante, al menos sí antes de que acabara el día. ¿Y si ocurría algo importante, algo que no podía esperar 24 horas?
En cuanto empecé a investigar descubrí a otras personas que sentían la necesidad de desconectar, de intentar volver a conectar con las cosas reales .
Pero descubrí que el sabbat laico no es tan fácil de respetar. En mi primer fin de semana, apagué todo deprisa y me fui a la cama a leer. Me desperté nervioso, anhelando mi computadora portátil. Como estaba prohibido, busqué el teléfono. No, eso tampoco. ¿Y enviar un mensaje de texto? No. Estaba nervioso.
Sobreviví. Leí el periódico de cabo a rabo, sin hipervínculos. Intenté no hacer nada, lo cual desembocó en un largo paseo sin MP3, una siesta y más lectura. Bebí té y miré por la ventana. Paulatinamente, me adapté.
Pero pronto llegó la recaída: había cosas importantes que hacer, plazos y comunicaciones urgentes. Ya saben cómo son esas cosas. Pero curiosamente, hay que trabajar para dejar de trabajar. Cada vez era más consciente de que existe un motivo por el que los sabbat no laicos -los días sagrados de cristianos, judíos y musulmanes-, siguen unas normas que requieren disciplina.
En su día, esas normas se imponían incluso a los no creyentes: no hace falta ser un anciano para recordar cuando los estadounidenses no tenían más opción que reducir su actividad en domingo. Las tiendas y las oficinas estaban cerrados.
Volví a no trabajar, siguiendo mis normas, que consistían en hacer menos cosas un día por semana. Los paseos, las cabezadas y la lectura se convirtieron en algo habitual y tan agradable como lo era antes de obligarme a hacerlo. Han pasado más de seis meses, y aunque no soy ni mucho menos un hombre nuevo, esta hazaña es distinta de todas los demás.
Creo que tiene que haber una manera de imponer reflexión. Una vez que superé el miedo a no estar disponible y lo que ello podía acarrear, experimenté lo que, de no ser tan escéptico, denominaría una levedad del ser. Me sentí conectado a mí mismo en lugar de a mi computadora. Tenía tiempo para pensar. Conseguí parar. (El País)
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