Desconcierto en la Unión Europea

El «no» irlandés ha sembrado el desconcierto entre los líderes de la Unión Europea. Un resultado inesperado que impide la aprobación del Tratado de Lisboa, el diseño institucional light que sustituyó a la Constitución Europea, rechazada en los plebiscitos de Francia y Holanda en el 2005. Aunque el resultado irlandés está teñido de egoísmos nacionales, en el fondo expresa un malestar de los ciudadanos europeos con el rumbo que está tomando la Unión.

El Tratado de Lisboa es un mamotreto de casi 400 páginas que ningún ciudadano medio estaría en condiciones de leer. Es un refrito de viejos tratados internacionales con una jerga técnica apta sólo para entendidos. Pero a pesar de esos defectos, este texto renueva el andamiaje institucional de la Unión Europea. Necesitaba el sí de los 27 países miembros de la UE para entrar en vigor. En todos los Estados venía siendo aprobado por los parlamentos, como corresponde a un tratado internacional, pero en Irlanda la Constitución obligaba a someterlo a referéndum.

Éste es un país pequeño que tiene 4 millones de habitantes y donde son 3 millones los ciudadanos inscritos en el censo. Participaron 1.600.000 votantes (53,4% del total), de los cuales unos 862.000 (53%) se inclinaron por el no, otros 752.000 (46,6%) lo hicieron por el sí. En consecuencia, tan solo 110.000 votos sobre casi 500 millones de ciudadanos europeos decidieron el destino de todos. Esta situación absurda, en la que un 1% paraliza a un colectivo de 500 millones, es la prueba más evidente de que estamos ante un grueso error de partida.

Como señala el catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid, Santiago Petschen, el problema es que los líderes europeos han renunciado a construir una comunidad de ciudadanos, optando por una asociación de Estados. La dinámica ciudadana ha sido sustituida por la estatal. Se han puesto los textos institucionales en las manos previas de los parlamentos estatales en vez de someterlos a la aprobación de los ciudadanos europeos, convocados en referéndum todos en un mismo día para dar su veredicto.

Además de las dificultades de orden institucional, existe un desencanto creciente de los ciudadanos que los líderes de la Unión Europea no hacen más que alimentar. El triunfo de los partidos conservadores en Francia, Alemania e Italia, más el alineamiento de los laboristas británicos de la Tercera Vía con los postulados neoliberales, han llevado a que imperen directivas indigeribles para los ciudadanos. La última supone la destrucción del derecho del trabajo creado en el siglo XX.

Una propuesta británica de suprimir el tope de 48 horas semanales estaba bloqueada por España, Francia e Italia desde hace años. Con la llegada de Sarkozy y Berlusconi ha desaparecido esa minoría de bloqueo y se acaba de elevar al Parlamento la decisión del Consejo de Europa de llevar la jornada semanal a 60 horas. Por otro lado, el Reino Unido eleva hasta 42 días el período de detención sin cargo para los acusados de terrorismo, e Italia criminaliza la inmigración ilegal. El barco de la Unión Europea aparece cada vez más escorado a la derecha.

Por su parte, el Banco Central Europeo mantiene inalterable los tipos de interés situados en el 4%, complaciendo la manía alemana por hacer del combate contra la inflación el único objetivo de las autoridades monetarias. Es la receta de manual para enfriar la economía. El problema es que con la que está cayendo (aumento del petróleo y de los alimentos), la economía se enfría sola. Mientras tanto los ciudadanos, endeudados con préstamos hipotecarios vinculados con el Euríbor -tasa interbancaria que ya está en el 5,4 %- comprueban que cada mes pagan más por el servicio de sus créditos.

Desde su inicio, son dos las visiones predominantes acerca del destino final de la Unión Europea. Para unos es una comunidad política que marcha hacia la constitución de una nación europea. Para otros, fundamentalmente los británicos, es un simple mercado común. Estos diferentes objetivos condicionan los caminos que llevan a la institucionalización. Es posible que la única solución viable sea una Europa de dos velocidades, en la que los aspirantes a consolidar estructuras institucionales fuertes tomen la delantera y dejen atrás a los retardatarios que sólo buscan en la Unión oportunidades de comercio.

 

ALEARDO F. LARÍA (*)

Especial para «Río Negro»

 

(*) Abogado y periodista. Madrid


El "no" irlandés ha sembrado el desconcierto entre los líderes de la Unión Europea. Un resultado inesperado que impide la aprobación del Tratado de Lisboa, el diseño institucional light que sustituyó a la Constitución Europea, rechazada en los plebiscitos de Francia y Holanda en el 2005. Aunque el resultado irlandés está teñido de egoísmos nacionales, en el fondo expresa un malestar de los ciudadanos europeos con el rumbo que está tomando la Unión.

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