Del folclore a la literatura: añoranza y fragilidad
Ahora que estamos encerrados, ahora que añoramos hasta la menor partícula de libertad, ahora que determinados gestos cotidianos como los besos y abrazos han quedado en el arcón del tiempo, ahora que las rutinas que nos agobiaban o no (ir a trabajar, salir con amigas, viajar, asistir a clases) pasaron a ser parte de los paraísos perdidos; ahora, te digo, surge en nosotros, en forma velada o no, la añoranza.
Añorar significa “Recordar con pena a alguien o algo ausente, lejano, perdido o del que se ha sido privado”. En esa definición lo distintivo es la palabra “pena”. Echamos de menos lo que hasta dos meses atrás suponíamos como partes intocables de nuestras vidas. Y aparece otro concepto que nos da en la cara y nos serrucha nuestra soberbia humana, el de la fragilidad. Todo se ha vuelto demasiado frágil; lo que creíamos normal ya no lo es y se vuela como estas penúltimas hojas del otoño.
Un conjuro para la añoranza suele ser la escritura, de hecho, hay una vieja chacarera en nuestro folklore que se titula “Añoranzas” y es el lamento de una persona por una tierra que dejó. Muchos escritores se alejaron de su terruño por decisión propia y esa lejanía y la añoranza que sienten, ya no del regreso, sino de determinadas situaciones vividas, hace que escriban sobre ese mundo que dejaron, así Paul Bowles, el autor de “El cielo protector”, y Juan Goytisolo, el novelista español, ambos en Marruecos; o Vargas Llosa en Madrid o Londres; Guillermo Cabrera Infante, el autor de “Tres tristes tigres” en Inglaterra. En otros casos la añoranza es
paralizadora como le pasó a Daniel Moyano, el gran narrador riojano, que llegado a España y durante muchos años apenas podía escribir algunas palabras; algo similar le ocurrió al jujeño Héctor Tizón, también a Ovidio y tantos más.
Añoranza y fragilidad, tiempos de zozobra para el bicho humano. La escritura como conjuro, quizás te reencontraste con la escritura como una forma de entender este momento. Pero también la lectura como conjuro, como una manera de restaurar desde el laberinto hogareño cierta normalidad que perdimos y añoramos.
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