Elecciones en Brasil: una contienda global que ha puesto la democracia a prueba

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Carmen Beatriz Fernández, Universidad de Navarra

El sábado por la noche un gran cartel luminoso apoyaba a Lula en el corazón de Nueva York. En pleno edificio Chrysler se proyectaba en gigante “the world needs Lula”. Allí, en el epicentro financiero del mundo capitalista, precisamente, se certificaba que ésta no era una contienda como cualquier otra.

Ya lo había sugerido Donald Trump cuando incursionó en la dinámica de la segunda vuelta apoyando con vehemencia la opción de Bolsonaro. Igualmente, intentaron incidir en la contienda mandatarios como Pedro Sánchez y Petro, expresando su preferencia por Lula. Incluso la alcaldesa de Barcelona, cuyo grado de influencia en la elección brasileña es más que dudosa, manifestó su apoyo a la candidatura de Lula.

Es siempre seductor para un político tratar de incidir en las contiendas, pero en el concierto de las naciones lo idóneo para un mandatario es no fijar opinión antes de ellas y felicitar el resultado después, fuera cual fuere.

Quizás de forma subrepticia también estuvo la guerra de Rusia contra Ucrania involucrada en el carácter global de esta contienda, al haber expresado Bolsonaro sus simpatías por Putin. Aún así, fijar posición adelantada en una contienda tan ajustada es un gesto atrevido que pone en entredicho las relaciones bilaterales y un riesgo absurdo a correr por parte de un jefe de Estado.

Con mayor prudencia actuaron Joe Biden y Macron, quienes mandaron una felicitación institucional al presidente electo, aún cuando muy probablemente Lula siempre hubiera sido su favorito. No es nuevo esto de ambicionar ser un “gran elector” extraterritorial.

Fue Lula, precisamente, el pionero de este estilo cuando firmó spots de apoyo para Michelle Bachelet en Chile en 2012, para Nicolás Maduro en Venezuela en 2013, Ollanta Humala en Perú en 2011 y para Evo Morales en Bolivia.

Casi dos millones de diferencia

Que no nos despiste el 1,8 % de diferencia, pues implicó casi dos millones de separación entre los candidatos. Brasil es, después de la India y Estados Unidos, una de las democracias más grandes del mundo. Todo sucede en gigante en Brasil. Su proceso electoral adquiere dimensiones continentales: solo la ciudad de São Paulo, con 27 millones de electores, tiene un PIB más alto que casi cualquier otro país latinoamericano. Su alcalde, Ricardo Nunes, apoyó a Bolsonaro en la contienda, quizás a sabiendas de las preferencias de los paulistas (55 % a 45 % en contra de Lula).

Cada comando de campaña contrata decenas de encuestas y cientos de grupos focales para ir midiendo sus campañas. Más de 118 millones de votos fueron contados por el árbitro electoral en apenas tres horas y con un conteo completamente abierto a la vista del público. Con esa mínima diferencia de 1,8 puntos, y con votos nulos y en blanco triplicando esa cifra, el árbitro anunció el ganador inmediatamente después del recuento.

Las encuestas anticipaban un final de fotografía. Si bien todas predecían el triunfo de Lula, habían subestimado la votación de Bolsonaro durante la primera vuelta y había espacio para la duda. También en el ballotage las encuestas subestimaron a Bolsonaro, a quien situaban a unos 4 o 6 puntos de distancia de Lula, dependiendo de la encuestadora.

El “voto oculto” de Bolsonaro

Bolsonaro mantiene un importante “voto oculto” que no se está expresando en las encuestas y que puede explicarse teóricamente desde el velo de la espiral del silencio, según la cual una parte pequeña de la población calla sus verdaderas preferencias cuando teme estar en minoría o cuando la contraparte es más vociferante.

La campaña fue fea y artera. Ambos se acusaban de mentirosos y de fabricantes de noticias falsas. Lula posicionaba a Bolsonaro como antidemocrático, populista y misógino. Bolsonaro categorizaba a Lula como capo de la corrupción. La tragedia de esta elección brasileña es que, al menos en ese particular, ambos decían la verdad.

Durante el último debate, a horas de la elección y como ejemplo del rastrero nivel de la discusión, Lula puso énfasis en un asunto nimio cuantitativamente: por qué había el ejército adquirido cajas de Viagra. Bolsonaro zanjó el asunto preguntándole a Lula si él usaba la pastillita azul. El guitarrista norteamericano Tom Morello, famoso por su activismo radical de izquierdas, en un tuit en vísperas de la elección llamaba fascista a la mitad de la población del Brasil y Lula hizo retuit al disparate.

Mal clima electoral e información distorsionada

El clima político en Brasil de cara a la segunda ronda había sido aún peor que para la primera. La polarización ideológica, pero también la polarización afectiva, fueron usadas como medio de diferenciación y captación de atención, fomentando la radicalización y rivalidad entre los bandos a niveles inaceptables. En la polarización afectiva el voto en contra puede jugar un papel mucho más importante que el voto a favor.

La información estuvo distorsionada tanto en medios locales como internacionales, mentiras descaradas circulaban libremente por las redes sociales, la desconfianza puesta al máximo, la crispación fue azuzada y llevada al límite. Así estuvieron las cosas en Brasil electoral.

De alguna manera perversa el populismo antidemocrático de Bolsonaro y la corrupción de Lula pueden haberse dado el beso de la muerte. Existe una relación entre el apoyo a los políticos populistas que habitualmente en su retórica critican a las élites corruptas y el nivel de corrupción evaluado objetivamente en esa sociedad.

Cuanto mayor sea la conciencia de la corrupción, más personas estarán de acuerdo en que se necesita un líder fuerte que no tenga que preocuparse por el parlamento o las elecciones. El escándalo Lava-Jato de Odebrecht no fue un caso cualquiera de corrupción. Brasil es un país que comparte fronteras con casi toda la región. Diez países latinoamericanos limitan con él y los tentáculos corruptos han llegado a la mayoría de ellos. La constructora creó una unidad de subcontratación electoral que explotaba las debilidades del sistema de partidos latinoamericano para convertirse en un proveedor de servicios de comunicación política.

Las operaciones de Odebrecht relacionadas con la corrupción política se pueden dividir en tres tipos:

Discurso moderado de Lula

La campaña pudo ser muy ruda, pero llega el momento de la concordia. Estar en el gobierno es otra cosa. Lula ofreció un discurso moderado y conciliatorio tras conocerse la victoria. No son fascistas los 58 millones de electores que votaron por Bolsonaro, y Lula lo sabe. Está obligado a ser moderado para gobernar y evitar la polarización. Tiene un Parlamento en contra en el que está forzado a hacer alianzas con partidos de centro.

La democracia brasileña se fortalece al superar una complicada elección, pero como demócrata Lula desde el gobierno deberá definir su nivel de tolerancia hacia las dictaduras de Maduro y Ortega y diferenciar claramente su gobierno de izquierda democrática de las autocracias de izquierda.

El partido de Bolsonaro, por su parte, mantiene una importante fracción parlamentaria. La actuación de Bolsonaro en las próximas horas dirá si puede o no convertirse en líder principal de la oposición brasileña.

El ejercicio del poder es siempre una ventaja competitiva en la región. Controlar la economía y las instituciones, como hizo Bolsonaro en campaña y como ha hecho cualquier presidente latinoamericano aspirante a la reelección, hace las elecciones latinoamericanas desbalanceadas.

Es Bolsonaro el primer presidente en el poder que pierde la reelección en Brasil. Sin embargo, el triunfo de la alternancia en los más recientes procesos electorales de la subregión es una tendencia general y un signo positivo para la democracia latinoamericana. Más que girar a la izquierda, las democracias de la región están apostándole al cambio. En Brasil la democracia fue puesta a prueba con las mismas amenazas que atentan contra la democracia global: polarización, populismo, desinformación y corrupción. Sin embargo, y aún llevada al límite, la democracia brasileña aprobó el desafío.

Carmen Beatriz Fernández, Profesora de Comunicación Política en la UNAV, el IESA y Pforzheim, Universidad de Navarra

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.


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