El mito mapuche
La idea de que esta etnia es una nación originaria de la Patagonia es una construcción sociológica que la historiografía regional va acotando de modo irrefutable.
Con alguna lentitud pero de modo irrefutable, la historiografía local va acotando la expansión del mito mapuche, una construcción sociológica y política muy activa en los últimos cincuenta años. El mito, en su expresión más cruda, afirma que desde tiempos inmemoriales existió un pueblo llamado “mapuche” cuyos integrantes, por su condición de pobladores originarios, son los propietarios de las tierras patagónicas desde la cordillera hasta la meseta y la región magallánica. A este pueblo se le atribuyen cualidades ecológicas, culturales, cosmológicas y otras de gran valor. Se identifica a sí mismo con una bandera, un idioma y cierta homogeneidad cultural. Para sus reivindicaciones territoriales cuenta con el apoyo de organizaciones no gubernamentales europeas y nacionales y el soporte político de organismos del Estado. No existe, en cambio, un solo documento histórico anterior al siglo XIX que registre la existencia del pretendido pueblo mapuche. Un visitante tan notable como tardío como Charles Darwin llegó a Carmen de Patagones, donde se entrevistó con Juan Manuel de Rosas en febrero de 1833, y no registró la existencia de ningún pueblo “mapuche”, mientras detalló minuciosamente sus encuentros con diversas tribus de la región. Por esos tiempos ni el comandante Luis Piedra Buena ni el perito Francisco P. Moreno, ambos profundos conocedores de la Patagonia y de las tribus indígenas, mencionaban a los indios mapuches, aunque nombraban una docena de otras tribus diferentes. Viajeros europeos que exploraron esas tierras, como el marino inglés George Charworth Mustars, que cruzó con los tehuelches toda la Patagonia de sur a norte, no mencionaron a los mapuches. Tampoco Santiago Avendaño, quien fue rehén de los ranqueles, otra tribu araucanizada, vecina de los pretendidos mapuches, durante siete años desde 1842. Aún más, ni los caciques Pincén, Sayhueque, Calfucurá, Painé y Namuncurá, en sus entrevistas, han citado o mencionado a una tribu “mapuche”. La palabra “mapuche” no está registrada en los vocabularios de los misioneros jesuitas ni salesianos, ni en el del teniente coronel Federico Barberá, autor del “Manual de lengua pampa”. No son nombrados los mapuches en los partes militares del Ejército Argentino por Rosas, Lucio V. Mansilla ni Conrado Villegas ni por el historiador Estanislao Zeballos; los cronistas militares que participaron en la Campaña de la Conquista del Desierto y que detallaron las tribus contra las que lucharon y aquellas que eran aliadas del Ejército tampoco los han mencionado. La palabra “mapuche” y su compañera “mapudungun”, lengua mapuche, según los entusiastas, fue compuesta después del final de la Conquista del Desierto, casi en el siglo XX. Ambas son palabras híbridas, creadas por sociólogos o historiadores, construidas a partir de vocablos araucanos con mayor o menor acierto. Esto es común en medicina, por ejemplo, donde se habla de “quimioterapia”, “fonoaudiólogo” o “psicología”. Aristóteles no habría entendido el significado de esos términos pretendidamente griegos. Cutralcó, comahue, mapudungun, mapuche, son voces que no podría haber sido entendidas por Calfucurá o Sayhueque. Ni autoservicio, peatón o turbohélice por Cervantes. “Pueblos originarios” es una envoltura sociológica. La Gran Marcha del Hombre se inició en África, según los mejores conocimientos actuales de antropología, y en larga peregrinación humana se expandió por toda la Tierra. A nuestra América ingresó presumiblemente por el estrecho de Bering y descendió por la espina dorsal de los Andes, quedando a su paso pueblos afincados en distintos lugares. En la Patagonia no hay pueblos originarios stricto sensu. No hubo pueblos originarios, como sí hay flora y fauna autóctonas. Los humanos llegaron a la Patagonia desde otros lados. Tampoco son ancestrales. Calfucurá se afincó en Carhué en casi el mismo momento que Darwin conversaba con Rosas. Es decir, unos 250 años después de que los españoles fundaran Tucumán. Unos 100 más tarde de que los gallegos abrieran sus tiendas abarrotes en Buenos Aires y asturianos y catalanes sus tiendas de moda. Nunca hubo una “nación” indígena. Ni mapuche ni de ninguna otra denominación, por la sencilla razón de que los indios no tenía el concepto de “nación”; en el mejor de los casos llegaron a ser tribus. No existía una hermandad entre las etnias indígenas. Se exterminaban entre sí los araucanos y los tehuelches, por ejemplo, y hubo tribus enteras que fueron masacradas por otras. A pesar de la ferocidad de la guerra entre colonizadores y araucanos, como resultado de ese proceso dialéctico los araucanos recibieron estímulos que aceleraron miles de años su desarrollo cultural. Antes de la llegada de los conquistadores los araucanos se hallaban inmersos en un estadio cultural neolítico y habían llegado a la alfarería, pero probablemente desconocían la rueda. Gracias al contacto con los españoles los araucanos accedieron al caballo, que fue como nuestro acceso al automóvil. Cambiaron su régimen alimenticio e incorporaron el tomate, los cítricos, la manzana, el olivo, la vid, los cereales, las legumbres, etcétera. Conocieron los porcinos, las mulas, los bovinos, los ovinos y los perros, que les ayudaron en los trabajos de caza. La lengua araucana obtuvo una grafía confiable, que no poseía. Tomaron conocimientos de otro idioma que se hallaba en el Siglo de Oro de su perfección cultural. Conocieron los metales y su forja. “Sufrieron”, en suma, un avance cultural al que hubieran tardado muchísimos siglos en llegar. No eran propietarios de sus tierras. No tenían un concepto de propiedad. La transmisión del usufructo de la tierra se efectuaba a manu militari. Los araucanos en la Argentina ocupaban la tierra que les habían quitado a otras etnias a las que habían derrotado. Calfucurá se instaló en la provincia de Buenos Aires asesinando a unas 1.000 personas, hombres, mujeres, niños y ancianos, todos los integrantes de la tribu del cacique Rondeau que ocupaba ese lugar, en las proximidades de Carhué. En una carta de 1862, Calfucurá se identificaba como chileno y agregaba “no estoy por mi gusto en esta tierra, sino que vine de Chile llamado por Juan Manuel de Rosas”. Existe actualmente en el país una comunidad mestiza con algunos integrantes araucanos, que residualmente conserva la lengua originaria, y se dice descendiente directa de los araucanos chilenos. Se autodenomina mapuche, de igual forma que podría haber adoptado cualquier otro nombre. Si se reconocen ciudadanos argentinos respetuosos del ordenamiento social y político del país tienen el legítimo derecho a defender sus derechos y aun los que pretenden. Tienen exactamente los mismos derechos que pueden reclamar los integrantes de las sociedades españolas de Socorros Mutuos o los de la Sociedad Italiana, Vasca o Danesa, todas ellas con similar antigüedad en el país y acreditados servicios prestados a la Argentina. (*) Periodista
Hugo Martínez Viademonte (*) hugomv@gmail.com
Con alguna lentitud pero de modo irrefutable, la historiografía local va acotando la expansión del mito mapuche, una construcción sociológica y política muy activa en los últimos cincuenta años. El mito, en su expresión más cruda, afirma que desde tiempos inmemoriales existió un pueblo llamado “mapuche” cuyos integrantes, por su condición de pobladores originarios, son los propietarios de las tierras patagónicas desde la cordillera hasta la meseta y la región magallánica. A este pueblo se le atribuyen cualidades ecológicas, culturales, cosmológicas y otras de gran valor. Se identifica a sí mismo con una bandera, un idioma y cierta homogeneidad cultural. Para sus reivindicaciones territoriales cuenta con el apoyo de organizaciones no gubernamentales europeas y nacionales y el soporte político de organismos del Estado. No existe, en cambio, un solo documento histórico anterior al siglo XIX que registre la existencia del pretendido pueblo mapuche. Un visitante tan notable como tardío como Charles Darwin llegó a Carmen de Patagones, donde se entrevistó con Juan Manuel de Rosas en febrero de 1833, y no registró la existencia de ningún pueblo “mapuche”, mientras detalló minuciosamente sus encuentros con diversas tribus de la región. Por esos tiempos ni el comandante Luis Piedra Buena ni el perito Francisco P. Moreno, ambos profundos conocedores de la Patagonia y de las tribus indígenas, mencionaban a los indios mapuches, aunque nombraban una docena de otras tribus diferentes. Viajeros europeos que exploraron esas tierras, como el marino inglés George Charworth Mustars, que cruzó con los tehuelches toda la Patagonia de sur a norte, no mencionaron a los mapuches. Tampoco Santiago Avendaño, quien fue rehén de los ranqueles, otra tribu araucanizada, vecina de los pretendidos mapuches, durante siete años desde 1842. Aún más, ni los caciques Pincén, Sayhueque, Calfucurá, Painé y Namuncurá, en sus entrevistas, han citado o mencionado a una tribu “mapuche”. La palabra “mapuche” no está registrada en los vocabularios de los misioneros jesuitas ni salesianos, ni en el del teniente coronel Federico Barberá, autor del “Manual de lengua pampa”. No son nombrados los mapuches en los partes militares del Ejército Argentino por Rosas, Lucio V. Mansilla ni Conrado Villegas ni por el historiador Estanislao Zeballos; los cronistas militares que participaron en la Campaña de la Conquista del Desierto y que detallaron las tribus contra las que lucharon y aquellas que eran aliadas del Ejército tampoco los han mencionado. La palabra “mapuche” y su compañera “mapudungun”, lengua mapuche, según los entusiastas, fue compuesta después del final de la Conquista del Desierto, casi en el siglo XX. Ambas son palabras híbridas, creadas por sociólogos o historiadores, construidas a partir de vocablos araucanos con mayor o menor acierto. Esto es común en medicina, por ejemplo, donde se habla de “quimioterapia”, “fonoaudiólogo” o “psicología”. Aristóteles no habría entendido el significado de esos términos pretendidamente griegos. Cutralcó, comahue, mapudungun, mapuche, son voces que no podría haber sido entendidas por Calfucurá o Sayhueque. Ni autoservicio, peatón o turbohélice por Cervantes. “Pueblos originarios” es una envoltura sociológica. La Gran Marcha del Hombre se inició en África, según los mejores conocimientos actuales de antropología, y en larga peregrinación humana se expandió por toda la Tierra. A nuestra América ingresó presumiblemente por el estrecho de Bering y descendió por la espina dorsal de los Andes, quedando a su paso pueblos afincados en distintos lugares. En la Patagonia no hay pueblos originarios stricto sensu. No hubo pueblos originarios, como sí hay flora y fauna autóctonas. Los humanos llegaron a la Patagonia desde otros lados. Tampoco son ancestrales. Calfucurá se afincó en Carhué en casi el mismo momento que Darwin conversaba con Rosas. Es decir, unos 250 años después de que los españoles fundaran Tucumán. Unos 100 más tarde de que los gallegos abrieran sus tiendas abarrotes en Buenos Aires y asturianos y catalanes sus tiendas de moda. Nunca hubo una “nación” indígena. Ni mapuche ni de ninguna otra denominación, por la sencilla razón de que los indios no tenía el concepto de “nación”; en el mejor de los casos llegaron a ser tribus. No existía una hermandad entre las etnias indígenas. Se exterminaban entre sí los araucanos y los tehuelches, por ejemplo, y hubo tribus enteras que fueron masacradas por otras. A pesar de la ferocidad de la guerra entre colonizadores y araucanos, como resultado de ese proceso dialéctico los araucanos recibieron estímulos que aceleraron miles de años su desarrollo cultural. Antes de la llegada de los conquistadores los araucanos se hallaban inmersos en un estadio cultural neolítico y habían llegado a la alfarería, pero probablemente desconocían la rueda. Gracias al contacto con los españoles los araucanos accedieron al caballo, que fue como nuestro acceso al automóvil. Cambiaron su régimen alimenticio e incorporaron el tomate, los cítricos, la manzana, el olivo, la vid, los cereales, las legumbres, etcétera. Conocieron los porcinos, las mulas, los bovinos, los ovinos y los perros, que les ayudaron en los trabajos de caza. La lengua araucana obtuvo una grafía confiable, que no poseía. Tomaron conocimientos de otro idioma que se hallaba en el Siglo de Oro de su perfección cultural. Conocieron los metales y su forja. “Sufrieron”, en suma, un avance cultural al que hubieran tardado muchísimos siglos en llegar. No eran propietarios de sus tierras. No tenían un concepto de propiedad. La transmisión del usufructo de la tierra se efectuaba a manu militari. Los araucanos en la Argentina ocupaban la tierra que les habían quitado a otras etnias a las que habían derrotado. Calfucurá se instaló en la provincia de Buenos Aires asesinando a unas 1.000 personas, hombres, mujeres, niños y ancianos, todos los integrantes de la tribu del cacique Rondeau que ocupaba ese lugar, en las proximidades de Carhué. En una carta de 1862, Calfucurá se identificaba como chileno y agregaba “no estoy por mi gusto en esta tierra, sino que vine de Chile llamado por Juan Manuel de Rosas”. Existe actualmente en el país una comunidad mestiza con algunos integrantes araucanos, que residualmente conserva la lengua originaria, y se dice descendiente directa de los araucanos chilenos. Se autodenomina mapuche, de igual forma que podría haber adoptado cualquier otro nombre. Si se reconocen ciudadanos argentinos respetuosos del ordenamiento social y político del país tienen el legítimo derecho a defender sus derechos y aun los que pretenden. Tienen exactamente los mismos derechos que pueden reclamar los integrantes de las sociedades españolas de Socorros Mutuos o los de la Sociedad Italiana, Vasca o Danesa, todas ellas con similar antigüedad en el país y acreditados servicios prestados a la Argentina. (*) Periodista
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