De Roca a Alemania, el viaje de la cantante y el violinista para sonar cada día mejor
La neuquina Fiorella Micozzi y el porteño Franco Griggio estudiaron en el IUPA en el Alto Valle y desde el 2018 lo hacen en el célebre Conservatorio Hoch en Frankfurt, ella canto lírico y él violín. Desde allá cuentan cómo es perfeccionarse en una de las grandes cunas de la música y cómo viven la pandemia en un país donde preocupa más la economía que el virus.
Después de aquellos tiempos en Roca en el Instituto Universitario Patagónico de las Artes (IUPA) que nunca olvidaron, a los 23 años aterrizaron en el aeropuerto de Frankfurt el 28 de mayo del 2018 para continuar con sus estudios en el célebre Conservatorio Hoch: canto lírico la neuquina Fiorella Micozzi, violín el porteño Franco Griggio, que ya sabía lo que era formarse en el Teatro Colón y fue después primer violinista de la Orquesta Sinfónica de Río Negro.
Aquellos primeros sonidos de ese instrumento que lo atrapó a los 12 años se transformaron en una pasión. Tenía a Alemania como objetivo desde que cursaba el secundario en Buenos Aires en el Instituto Schiller y un viaje de intercambio lo había llevado hasta allá: maravillado por la estructura y los métodos, supo entonces que había encontrado el lugar donde quería ser mejor.
Pero antes debía hacer una escala fundamental: el paso por las aulas del IUPA por consejo de la profesora del Hoch Ingrid Zur, quien le recomendó que se perfeccionara con la maestra armenia Nushik Petrosyan para después cruzar el Atlántico. Cuando llegó el momento, se lo propuso a Fiorella. Y ella dijo vamos.
Dejaron atrás la Ciudad de las Artes donde tantos otros sueños laten en el Alto Valle para un desembarco en Frankfurt que no resultó sencillo.
Les costó encontrar dónde vivir en la Manhattan alemana, como se conoce a la ciudad por la sucesión de rascacielos y bancos en el corazón financiero europeo atravesado por el río Main.
Después de una larga búsqueda, gracias al dato de una profesora que sabía que uno de sus alumnos se iba a Bruselas, dieron con un monoambiente de 16 m2 con un baño con forma de cabina de teléfono en el barrio Gallus, una antigua zona fabril a 15 minutos del centro donde ahora conviven oficinas y edificios de lujo con otros más austeros. Y aunque los becaron en el tramo pre universitario (ahorraron así 300 euros al mes entre los dos), debieron conseguir trabajo para costearse la vida.
El primer empleo fue en una sandwichería: él de mesero, a ella el primer día le dieron un delantal y lavó platos y cortó tomates y pepinos y el segundo la mandaron a la caja sin hablar una palabra de alemán. Todavía se ríe cuando recuerda cómo se las arreglaba con mímica y señas aunque con los meses comenzó a aprender el idioma y pasó a un restaurante de comida saludable mientras Franco vendía relojes en un shopping.
Y cuando estaban felices porque empezaban a generar ingresos por sus participaciones en conciertos en el castillo Maxlrain (ella en el coro, él en la orquesta) la pandemia lo cambió todo. “Era un buen trabajo, una pena que se frenó”, dice Fiorella.
En un país donde se recomendaba no salir pero no se prohibía hacerlo (menos en Baviera por la gran cantidad de casos) pasaron tres meses casi sin pisar la calle, excepto para comprar alimentos.
Pronto descubrieron que muchos arrasaron con las góndolas como si fuera una guerra y debieron convertirse en detectives de horarios de repositores para conseguir leche, harina, desinfectantes y otros productos esenciales, cambiar de supermercado, caminar 15 minutos cargando las bolsas hasta el departamento, subir los cuatro pisos por la escalera. Por una promoción que vieron en Internet compraron a seis euros barbijos de tela que costaban hasta 20 en los comercios.
En esos 16m2, con remodelaciones en el edificio como telón de fondo, se turnaron para estudiar on line, limpiar y cocinar, un ejercicio de paciencia y tolerancia para evitar un mínimo ruido cuando ella o él estaban en Zoom o Skype.
Franco también hizo audiciones para la maestría y ya puede ir a dar clases particulares a las casas de sus alumnos, aunque antes, cuando le llevó la partitura a una profesora se la recibió en la calle porque entrar al edificio era considerado una reunión.
Fiorella aun no pudo volver al restaurante porque la dueña licenció a sus tres empleadas y ahora se ocupa de todo ella sola. Su otro ingreso, cuidar niños, también se vio reducido.
Los dos regresaron a cursar al Conservatorio a partir del 15 de junio, con casi la mitad de asistentes en las aulas, distancia social y sin barbijo adentro, pero sí deben utilizarlos en las tiendas, los colectivos y los trenes y se los sacan al ingresar, aunque ya no se puede parar a conversar cerca de la puerta como antes.
Como hay rebeldes que no usan tapabocas donde corresponde en la ciudad, las autoridades dispusieron multas de al menos 50 euros. Y hay quienes los llevan en la mano, una escena que recuerda a los motociclistas argentinos con el casco en el codo. “En todos lados hay gente que respeta y gente que no”, dice Franco.
La primera que notaron en la pandemia respecto a la Argentina es que en Alemania no hubo cuarentena obligatoria pero sí sugerencia de evitar salir desde que la canciller Angela Merkel advirtió que el virus ya circulaba en el país. Como recuerda Fiorella, ella y Franco tomaron en serio esa recomendación y se cuidaron para cuidar a los demás aunque se asombraban al ver que otros jóvenes aprovechaban para comprar pasajes baratos y viajar.
La segunda surgió nítida con el paso de los días. “La idea predominante aquí fue no estancar la economía. Por eso muchos hablan más de la crisis que generó el virus y no de la pandemia, confiados en la estructura de salud, ya que incluso donaron equipos a Italia y España”, dice Franco.
Y describen que en un país donde la planificación es religión, el covid los desconcertó y complicó todos los planes educativos, laborales, económicos. “Tuvieron que tratar de adaptarse y cerraron un montón de comercios. Por eso muchos vieron la pandemia como un problema de los grupos de riesgo, como si para los que no estaban en esos grupos fuera una gran molestia”, agrega.
El país que conoció en aquel viaje de intercambio es otro 10 años después, con miles de refugiados (entre ellos sirios, turcos, iraníes e indios) y obreros polacos, italianos y ucranianos que envían parte de lo que ganan a sus familias. “En el tren, siete de cada 10 son extranjeros”, cuenta Franco. Fiorella no conocía y esa Alemania multicultural con sonidos y sabores africanos y asiáticos de regreso a casa la sigue sorprendiendo a cada paso.
Lo que también la sorprende es el nivel del Conservatorio: “Es increíble poder cantar y aprender con estos profesores”. Como Franco, valora llegar al resultado a partir de entender la lógica que lo produce.
“Nos encantaría llevar algún día lo que aprendimos al IUPA”, dice Franco, que no olvida a quienes le abrieron las puertas cuando llegó al Alto Valle sin conocer a nadie y se alojó en un monoambiente pintado de azul frente al Canal Grande. Habla, por ejemplo, de la generosidad de Leandro para hacerlo sentir como en casa en el hotel de la Fundación, de la familia de su novia, de Nushik Petrosyan que además de calidez y conocimientos le consiguió alojamiento.
Ahora, del otro lado del Atlántico y cerca del río Main, hay otro monoambiente en su vida, en el lugar justo para la apasionante aventura que comparte con Fiorella: la del sueño de ser cada día mejores en lo que aman hacer.
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