Para regalar en Navidad: el último libro de Leila Guerriero, «La dificultad del fantasma»
Justo después de terminar La llamada, Leila Guerriero se dirigió hacia la Costa Brava tras los pasos de Truman Capote. El resultado es La dificultad del fantasma, su último libro.
La dificultad del fantasma es una obra de agudeza, estructura, estilo y ritmo soberbio. Mezcla investigación sobre el terreno, reportaje sobre la manipulación de la memoria, diario de escritura y reflexión sobre el ejercicio de un género literario que, justamente con A sangre fría, Capote pretendió fundar.
Leila Guerriero es una periodista argentina. Su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y España. Tiene textos publicados en La Nación, Rolling Stone, El País, Gatopardo, El Mercurio, entre otros.
Publicó los libros Los suicidas del fin del mundo, Frutos extraños, Una historia sencilla, Zona de obras, Plano americano, Opus Gelber. Retrato de un pianista, La otra guerra,La llamada y La dificultad del fantasma.
Algunos de sus libros han sido traducidos al inglés, el francés, el italiano, el alemán, el portugués, el sueco y el polaco.
De qué trata «La dificultad del fantasma» de Leila Guerriero:
El comienzo del libro es el siguiente:
Por intentar un comienzo, podría ser este.
Jueves 13 de abril de 2023, cementerio de Palamós, un pueblo de dieciocho mil habitantes en la Costa Brava, España. Tres sujetos –dos hombres, una mujer– buscan una tumba. Hay panteones, largas filas de nichos y algunas lápidas. No tienen pistas, pero el sentido común les hace pensar que lo que buscan no es un panteón –demasiado fastuoso–, ni un nicho –demasiado popular–, sino una lápida. Pero, aunque el cementerio es pequeño, la lápida no aparece. La mujer hace una búsqueda rápida en Google, encuentra un nombre asociado a una imagen y les dice a los hombres:
–La lápida es esta. Hay que buscar esto.
Recorren los pasillos que ya recorrieron, infructuosamente. De pronto, uno de ellos se detiene.
–Acá está. Es esta.
Lo dice parcamente, como si reprimiera el entusiasmo, como si temiera equivocarse o acertar. La lápida es grande, de granito oscuro. Al pie hay flores de plástico que parecen nuevas. En una placa de bronce se lee: «Robert Ruark. Escritor. Nació en Carolina del Norte el 29 de diciembre de 1915. Falleció en Londres el 1 de julio de 1965. Gran amigo de España. EPD». Allí yacen los restos del hombre que, se supone, hizo que el fantasma que la mujer busca llegara a este pueblo.
Es solo una manera de comenzar una historia. Durante algunos días parecerá adecuada.
Todas las historias tienen un comienzo. Por ejemplo, este: «El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman “allá”».
La pertinencia de aquel comienzo se desvanece con el paso de los días: el hombre que está enterrado en el cementerio de Palamós no fue quien hizo que el fantasma que la mujer busca llegara a este pueblo. O, mejor: buena parte de lo que se ha escrito acerca de eso –y de tantas otras cosas– no es más que una repetición de versiones cuyo dudoso y resbaladizo origen es, precisamente, dudoso, resbaladizo.
¿Qué siento cuando la veo por primera vez el miércoles 12 de abril de 2023? Es una casona de dos pisos bastante sencilla que no impone su belleza, un animal manso y blanco alzándose entre el cielo y el mar. ¿Qué siento cuando la veo, cuando el auto que conduce Juan Pablo Martín Ruiu y en el que él y Nicolás Gaviria fueron a buscarme al aeropuerto de Barcelona, al que llegué desde Buenos Aires, atraviesa el portón verde sobre el cual unas letras artificiosas dicen SANIÀ, bajo, me salta encima la perra Pluma, un braco de ocho meses, y me saludan Ari, una de las tres cocineras de la casa –los otros no están, pero son Mike, británico, delgadísimo, con una mirada de ironía muda que funciona como opinión sobre la raza humana, e Inma, una española que también se ocupa de cocinar en un convento de monjas–, y Marisa, una argentina encargada de la limpieza y el orden, joven, rubia, con ojos claros que parecen siempre a punto de desarmarse en lágrimas? No me deja transida la majestuosidad de la cala de cristal, de las rocas cayendo a pico, de los árboles aferrados como garras al tórax de una montaña, sino la evidencia de que, si bien cuando el hombre que ahora es un fantasma estuvo aquí todo era distinto –la casa era distinta, el bosque era distinto–, estoy viendo lo que él vio: ese paisaje de belleza dramática que será todos los días igual y todos los días tan distinto.
La casa fue construida por Nicolás Woevodsky, un ruso descendiente del zar Nicolás casado en segundas nupcias con la inglesa Dorothy Webster. Woevodsky llegó a la Costa Brava a fines de los años veinte del siglo pasado, compró diecisiete hectáreas costeras (que debió conseguir por muy poco dinero, puesto que estos terrenos repletos de pinos y rocas, incultivables, eran menos valiosos que los del interior, más fértil) y construyó varias residencias como el castillo de Cap Roig; la vivienda monumental de la actriz británica Madeleine Carroll –protagonista de Los 39 escalones, de Hitchcock– cerca de aquí, en Sant Antoni de Calonge; y esta casa sobre la cala Sanià para un lord inglés, que pasó a manos de Luis de Urquijo, marqués de Amurrio, y luego a la familia española Ferrer-Salat, dueña de la farmacéutica Ferrer. Desde 2023 su propietario actual, Sergi FerrerSalat, la transformó en una residencia literaria, un sitio al que muchos –de a tres o cuatro por vez– vienen a hacer lo que hizo aquí un escritor norteamericano a lo largo de varios meses del año 1962: encerrarse y escribir.
Me asignan un cuarto en el primer piso. El techo tiene cabreadas y vigas de madera. Una de las ventanas da a la montaña, la otra al mar. Un balcón corrido se tiende sobre la terraza de prolijidad ascética: canteros, árboles, macetas con malvones y cactus. Todo está pintado de blanco, incluso las puertas de los armarios. Hay banquetas con asientos de paja, almohadones, mantas de lana, un estilo rústico sin ostentaciones. Junto al cuarto está el estudio: un escritorio, una cama pequeña, estantes aún vacíos. Lo primero que hago es salir al balcón. El horizonte parece un tajo, una orden: «Es hasta aquí». Abajo, en la cala, veo piedras sumergidas en el murmullo onírico del agua. No se escucha otro sonido que el de las olas y los alaridos desgarradores de las gaviotas. Todo es salvaje y limpio, duro, casi sin domar. Me asignaron este cuarto porque, aunque es incomprobable, se supone que es el que ocupó el escritor norteamericano cuando estuvo aquí. Me atropella un pensamiento: «Este es un sitio para desaparecer completamente».
Desde la primavera y hasta después del verano de 1962, el escritor norteamericano Truman Capote permaneció en esta casa escribiendo el último tercio de A sangre fría, el libro que definió como una «novela de no ficción», un género del que se adjudicó el invento. Su estadía en la Costa Brava excedió con mucho su paso por Sanià. Comenzó el 26 de abril de 1960 cuando llegó en auto, desde Francia, al hotel Trias, de Palamós, la pequeña ciudad a diez minutos de aquí, con dos perros, una gata, su pareja, el escritor Jack Dunphy –un hombre serio y callado, en las antípodas del aleteo jacarandoso de Capote–, cuatro mil folios con notas, documentos y transcripciones de una investigación que había comenzado en Kansas a fines del año 1959, y el objetivo de transformarla en un libro que esperaba terminar rápido. No había por qué pensar que no iba a ser así: solo necesitaba que dos personas fueran ejecutadas en Estados Unidos y todo parecía indicar que eso iba a suceder muy pronto.
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