“Okāsan”, el viaje de una madre a la adultez de su hijo

Libro primero, obra de teatro de ahora, es un diario de viaje sensible, gracioso y profundo sobre el descubrimiento y la transformación en la relación.

Fui al teatro con uno de mis hijos. Creí que le estaba haciendo un regalo a él. Pero fue, sobre todo, un regalo para mí.
La obra de teatro se llama “Okāsan” y es una pincelada austera y conmovedora sobre la maternidad, o más bien sobre la maternidad cuando los hijos se vuelven adultos y se van, con Carola Reyna, sola en la escena del teatro El Picadero de Buenos Aires, una preciosa sala ubicada en un pasaje peatonal, a un paso de la avenida Corrientes.


La obra es el primer unipersonal en la larga trayectoria de Carola Reyna, y está basada en un también hermoso libro que lleva el mismo nombre: “Okasan. Diario de viaje de una madre”, de Mori Ponsowy, editado por Reservoirs Dogs hace ya varios años.


En pocas palabras, el libro cuenta la primera visita de una madre a su hijo, Matías, su único hijo, que ella crio sola, y que decidió irse a estudiar a Japón. La distancia real -de Buenos Aires a Tokio- se acorta cuando ella viaja a verlo después de muchos meses de separación. Pero hay otra distancia que esa madre percibe en el encuentro: es la de una relación que dejó de ser la de los cuidados de la infancia para volverse adulta. El hijo, ese que aprendió todo ella, es ahora el que le enseña no sólo la nueva cultura y el idioma que ella desconoce, sino una nueva manera de estar juntos. Es un viaje de descubrimiento , de transformación.


No es triste, para nada; al contrario, hay momentos muy graciosos. El encuentro de la madre con su hijo, la sorpresa por el pelo largo, como un nido de carancho con el que la recibe; todos los momentos en los que ella saca un papelito en el que lleva anotados los temas que quería hablar con él y que nunca se dan, resultan tristemente risueños. Reales.


Carola Reyna está sola, vestida con una sencillez de entre casa, y en medio de una escenografía austera, de líneas netas. Apenas un árbol de cerezo, una pequeña plataforma con un mueble multiuso que se transforma en el lugar del alojamiento en las distintas ciudades que ambos recorren y atrás, una pared cuadriculada, con sus ventanas de papel de arroz, que a la vez hace las veces de pantalla donde se proyectan animaciones. Y pequeños objetos, dispuestos ahí por la escenógrafa Cecilia Zuvialde, que tienen roles protagónicos inesperados.

Carola Reyna transforma cada objeto -un paraguas, una camperita, una lampara pequeña, un montón de pétalos-, en escenas conmovedoras.


En primera persona, entonces, la obra narra la crónica de ese viaje a lo que parece otra galaxia: Japón y un hijo que por momentos será tan indescifrable como la cultura que no conoce. Es la narración de su viaje, en clave autobiográfico, y queda claro desde el primer momento, cuando, todavía con las luces de sala prendidas, la actriz sale a escena para anunciar lo que viene. Tras un brevísimo apagón, ya está con su valijita en el aeropuerto japonés, el mismo lugar donde terminará el relato.


Ponsowy, la autora del libro que Paula Herrera Nóbile dirige y adaptó para la escena junto con las productoras de la obra, Sandra Durán y la actriz Carola Reyna, no tenía planeado escribirlo. Pero cuando Matías, su único hijo, se fue a estudiar a Japón, se dio cuenta de que los textos íntimos, personales que fue anotando en su diario, podrían convertirse en un libro.

“Todo empezó cuando Matías, se fue a estudiar a Japón. Cuando tenemos hijos sabemos que algún día se van a ir, claro, pero yo nunca supuse que el mío se iría tan lejos, tan pronto. Lo curioso es que ya antes de cumplir seis años, Mati decía que cuando fuera grande iba a vivir en Japón. Nunca supe de dónde sacó esa idea. Dibujaba con detalle la casa que tendría y, al lado, un círculo. “Aquí vas a vivir tú”, decía. “En esta burbuja”, y se revolcaba de la risa. Él tendría la llave y cerraría la puerta de mi burbuja desde afuera para asegurarse de que yo no pudiera salir. “¿Por qué no voy a poder salir?”, preguntaba yo. “¡Porque vas a ser una viejita!” decía, riéndose otra vez. Nunca supuse, en aquella época, que a los veinte años se iría a vivir al otro lado del mundo”, dice el texto, y dice Reyna en la piel de esa madre sorprendida.


“La primera vez que lo fui a visitar a Japón, en 2016, yo estaba escribiendo una novela y tenía en mis planes seguir escribiendo todas las mañanas mientras estuviera allá para no perder el ritmo. Sin embargo, dos días después de haber llegado, me di cuenta de que no podía seguir con la novela: tenía que escribir lo que estaba viendo, lo que estaba sintiendo durante ese viaje. Ir a Japón no es sólo ir a las antípodas de la Tierra. Es ir a otro lugar del universo. A otra galaxia. La extrañeza que me producía ese país era tan grande como la de ver a mi propio hijo hablando un idioma que yo desconocía, moviéndose como en su casa en un territorio que a mí se me asemejaba a otro planeta. Escribí Okāsan desde ese estupor. Japón era el telón de fondo perfecto para contar la relación de una madre con un hijo que de pronto se hace adulto, con un hijo que tiene que explicarle todo a esa madre que no entiende nada. El hijo, de pronto, parece saber del mundo mucho más que ella”, escribe Ponsowy, dice Reyna, y escuchan las madres que ahí, en el teatro.

Ir a Japón no es sólo ir a las antípodas de la Tierra. Es ir a otro lugar del universo. A otra galaxia. La extrañeza que me producía ese país era tan grande como la de ver a mi propio hijo hablando un idioma que yo desconocía, moviéndose como en su casa en un territorio que a mí se me asemejaba a otro planeta.

Mori Ponsowy


Okāsanes entonces la crónica de una separación inevitable. El resultado es pura poesía y la mamá, un poco descorazonada, descubre esa poesía cuando escucha que su hijo habla de ella con los demás nombrándola como okāsan. La mujer googlea el término y descubre que significa “madre” pero como honorífico. No es lo mismo que haha, que refiere a la mamá nutricia, la que cría y abriga. Ella ya no es una haha; ahora es okāsan.


Es un cambio sutil, pero determinante. No hay lágrimas, no es necesario hablar de nido vacío, ni de soledad, ni del remanido “tus hijos no son tus hijos, son hijos de la vida”, como decía el también remanido y gastado póster de Khalil Gibran. La respuesta es pura y serena sabiduría: ahora la que aprende la madre, ahora el hijo es el que enseña.


La obra es de una belleza conmovedora. La gente aplaude de pie, le grita bravo.
Salimos del cine. Mi hijo me consigue un taxi ; él se va a otro lugar.


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