«La llamada. Un retrato», el nuevo libro de Leila Guerriero sobre la mujer torturada en la Esma y cuestionada por sobrevivir
El nuevo libro de la periodista argentina, editado por Anagrama, narra la vida de Silvia Labayru, una ex militante de Montoneros secuestrada por los militares, torturada, violada, obligada a acompañar a Astiz en su infiltración en Madres de Plaza de Mayo y después de liberada, repudiada por los suyos.
“Secuestrada. Torturada. Encerrada. Puesta a parir sobre una mesa. Violada. Forzada a fingir. Al fin liberada. Y, entonces, repudiada, rechazada, sospechosa.”
La vida de Silvia Labayru, que hoy tiene 65 años, puede apretarse en esa serie de palabras que la definen y que narran también parte de la violenta historia del país. Pero el libro “La llamada. Un retrato”, de Leila Guerriero, que acaba de publicar la editorial Anagrama, desgrana esa frase compacta y lacerante para transformarla en eso que anuncia: un retrato, que fluye con todas sus oscuridades, sus matices luminosos, sus contradicciones, sus alegrías en medio del horror, su horror donde no hubo más que horror, y la vida que, a pesar de todo y contra todo, siguió, sigue.
En 1976, a los 20 años, Silvia Labayru, embarazada de cinco meses, egresada del Colegio Nacional Buenos Aires, integrante del sector de Inteligencia de la organización Montonero, e hija de un miembro de la Fuerza Aérea y piloto civil, fue secuestrada por los militares y trasladada a la Escuela de Mecánica de la Armada, la Esma, donde funcionaba el centro clandestino de detención en el que se torturó y asesinó a miles de personas. Allí, sobre una mesa, parió a su hija Vera, la segunda bebé que nació en ese lugar. A la semana, la bebé fue entregada a sus abuelos paternos.
Hasta que la liberaron, un año y medio más tarde, en pleno Mundial de Fútbol, Labayru fue torturada, sistemáticamente violada por el teniente Alberto González, un oficial que la llevaba a al departamento de su propio padre cuando él no estaba, para hacerla participar del sexo con su esposa, y obligada a hacerse pasar por hermana de Alfredo Astiz, que se había infiltrado en Madres de Plaza de Mayo. El operativo, comandado por el llamado “ángel rubio”, terminó con el secuestro y posterior asesinato de 11 personas, entre las que había tres Madres (las tres fundadoras, Azucena Villaflor de Vicenti, Esther Ballestrino de Careaga, María Ponce de Bianco), y dos monjas francesas ( Alice Domon y Léonie Duquet)
Desde que Silvia fue al fin liberada, como dice aquella frase, pesó sobre ella otra condena: la del repudio de muchos de sus ex compañeros de militancia. Ocurrió en junio de 1978 y en el avión rumbo a Madrid, junto a su hija que ya tenía un año y medio, pensó: “Se acabó el infierno”. Pero el infierno no se había acabado, seguía ahí. Desde entonces, una pregunta la persiguió, o aún la persigue, un dedo acusador que la señalaba, o que aún la señala: ¿por qué sobrevivió, qué hizo para seguir viva?
Durante casi dos años, Leila Guerriero se reunió con Labayru, la entrevistó, la acompañó a visitar la Esma ( “Me pareció un lugar mucho más pequeño que como lo recordaba. Y recuerdo que pensé: qué lugar tan pequeño para un infierno tan grande”), conoció a sus hijos y a su actual pareja, Hugo Dvoskin. Se reunió y habló con ex compañeros, con ex novios y maridos, con familiares, con amigos. De las personas con las que quiso entrevistarse, sólo Madres de Plaza de Mayo y y Martín Gras, un jefe montonero que estuvo secuestrado en la ESMA, le negaron la posibilidad.
Leila Guerriero escribe y describe con esa amalgama tan suya de periodismo de altísima precisión y rigurosidad y las mejores herramientas de la literatura; se acerca lo suficiente como para alumbrar y entender pero no se convierte nunca en eso que alumbra o trata de entender; ella observa, radiografía, investiga, lee, anota, pregunta.
El resultado son 430 páginas que no se pueden soltar, un libro que es también diario de trabajo en el que superpone capas que cuentan cómo avanza su tarea periodística, las estaciones que se suceden, el ambiente que las rodea, sus propias dudas, y sus temores. Como un mantra, Guerriero repite: “Entonces, a lo largo de cierto tiempo, nos dedicamos a reconstruir las cosas que pasaron, y las cosas que tuvieron que pasar para que esas cosas pasaran, y las cosas que dejaron de pasar porque pasaron cosas. Al terminar, al irme, me pregunto cómo queda ella cuando el ruido de la conversación se acaba. Siempre me respondo lo mismo: “Está con el gato, pronto llegará Hugo”. Cada vez que vuelvo a encontrarla no parece desolada sino repleta de determinación: Voy a hacer esto, y lo voy a hacer contigo”. Jamás le pregunto por qué.”
La periodista llegó a la historia de Labayru a través de un amigo común -el fotógrafo Dani Yako- que le hizo leer una nota publicada en el diario Página/12. El artículo daba cuenta de un juicio que tuvo que esperar muchos años: la violencia sexual que sufrieron las personas secuestradas recién fue contemplada como delito autónomo y por fuera del concepto de torturas y tormentos en el año 2010. Junto con Mabel Zanta y María Rosa Paredes, Labayru fue denunciante en el primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos en la ESMA. En agosto de 2021, después de diez meses de juicio oral, los ex miembros de la Armada Jorge “El Tigre” Acosta y Alberto González, alias “Gato” o “González Menotti”, fueron condenados a 24 y 20 años de prisión, respectivamente, al ser hallados culpables de ejercer violencia sexual contra las tres mujeres que estuvieron secuestradas allí entre 1977 y 1978. Las condenas se unificaron con sentencias anteriores en prisión perpetua e inhabilitación absoluta y perpetua.
Leila Guerriero llegó a esa historia y no pudo soltarla. Pandemia de por medio, con barbijos y distancias primero, con cercanía después, se sucedieron alrededor de cien entrevistas, intercambios de mails, lecturas, materiales judiciales, y viajes, para reconstruir “las cosas que pasaron, y las cosas que tuvieron que pasar para que esas cosas pasaran, y las cosas que dejaron de pasar porque pasaron cosas”.
Del libro se emerge como cuando se sale del cine, después de ver una gran película, con esa sensación de no encajar del todo en la velocidad del mundo, de quedar suspendido entre los 24 fotogramas por segundo y la aceleración de la realidad. El libro es una inmersión brutal pero también luminosa en la historia de esa mujer bellísima, aguerrida, inteligente, despistada, coqueta, chispeante, capaz de encontrar humor -negro y del otro-, y también sentido, y fuerzas para rearmar lo que parecería irremediablemente roto: su vida. Se emerge de allí como cuando se vuelve a la luz después de haber estado en una sala a oscuras: deslumbrado, absorto, con angustia, estremecimiento y, a la vez, fascinación.
Hay momentos, como cuando periodista y entrevistada se encuentran en un bar de lo más políticamente correcto para hablar de aquello por lo que no le han preguntado mucho en su vida: la tortura. Es un momento bestial, descarnado, en el que conviven la más amorosa de la cotidianeidades (al lado un pareja acuna a su bebé) con el relato atroz de la picana, los dolores, las consecuencias físicas de la tortura, el miedo a que la hagan abortar, a que las maten a ella y a su bebé, el recuerdo del colchón de goma espuma, con sangre seca. En el bar, la música fuerte tapa la conversación de ellas. Labayru recuerda entonces cuánto odia la versión de Nat King Cole de “Si Adelita se fuera con otro”, que ponían machaconamente en la Esma, a todo lo que da, para tapar los gritos de las torturas.
El título, “La llamada”, hace referencia a una de esas cosas que pasaron para que pasaran cosas fundamentales: seguir viva, salir del infierno. La llamada en cuestión ocurrió el 14 de marzo de 1978 y fue algo tan azaroso como perfecto a la vez.
Labayru fue una de las apenas 200 personas liberadas de los 5.000 detenidos que pasaron por la ESMA. Las otras 4.800 fueron arrojadas al mar por los vuelos de la muerte o asesinadas en el lugar. Y entonces, todas las preguntas que la señalaron, la persiguieron, la convirtieron en sospechosa: ¿Por qué sobrevivió Silvia Labayru? ¿Por qué permitieron que su beba fuera criada por los abuelos? ¿Por qué fue elegida para “trabajar” en el campo de concentración? ¿Porque era bella?, ¿porque sabía idiomas?, ¿por su astucia?, ¿por su familia militar y su clase para saber moverse en distintos ambientes?
“Todo esto, sí, pero también los caprichos personales de quienes tomaban las decisiones. Leila apuesta por algo así cuando dice que fue simplemente porque se les dio la gana. Lo explica con una frase redonda: “La arbitrariedad garantiza el pavor perfecto: infinito”, se responde Hinde Pomeraniec cuando escribe sobre “La llamada”.
El libro, con sus muchas voces, arma un retrato de Labayru que no es un cauce cerrado. La memoria, los recuerdos, los reproches propios y ajenos, los reconocimientos, los olvidos, los amores y desamores, los cuestionamientos, van armando una trama que respira a distintos ritmos.
Hay momentos de ahogada tensión, como cuando recrea el secuestro, el embarazo, y la maternidad. Hay momentos de dolor y fortaleza, como cuando reconstruye su vida en Madrid, queriendo ser una profesional brillante, abandonando todo, volviendo a intentar. Hay momentos sobrecogedores y de horror en los que la maquinaria de la Esma, con sus picanas, su musiquita, sus torturadores, su “proceso de recuperación” de un grupo de prisioneros, corta el aire. Y hay momentos jocosos, o simplemente distendidos, como esa reunión que abre y cierra este gran libro, en el que viejos amigos, ex compañeros del Colegio Nacional Buenos Aires, algunos ex militantes, se reúnen, brindan, recuerdan, y cantan unos versos en latín que aprendieron cuando tenían 13 años y todo era pura promesa.
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