Francisco Porrúa, el editor de “Rayuela”
Aunque, humilde, él minimiza su fundamental tarea.
Celebrar el medio siglo de la publicación de “Rayuela”, la novela de Julio Cortázar que cambió entre otras cosas el lugar del lector en este mundo, y no mencionar a Francisco Porrúa, sería tanto una injusticia como perder una oportunidad para hablar del editor que, haciendo lo que él considera sólo su labor, transformó para siempre el panorama de la Literatura. Francisco Porrúa, Paco Porrúa, el gallego de Corcubión que el azar y la necesidad llevaron a la Patagonia argentina en 1924 porque su padre, marino mercante, había solicitado un puesto en tierra para poder estar más tiempo con su mujer. La familia recaló en Comodoro Rivadavia cuando Paco no había cumplido aún los dos años (nació en 1922) y allí, en un lugar que según su expresión entonces “era el Far West”, se instalaron en una casa a las faldas del cerro Chenque, accidente geográfico propio de la meseta patagónica en ese lugar de la provincia del Chubut que acaba en el mar, y cuyo nombre remite a la presencia en la zona de los primitivos pehuenches. Es un editor que no ha escrito sus memorias, y bien que podría –o debería–, porque por sus manos ha pasado la literatura del siglo XX que anticipó la modernidad todavía vigente en el XXI. El escritor argentino Marcelo Cohen hacía mucho que me había animado a escribirle, si es que yo quería seriamente seguir investigando sobre la vida y la obra de Cortázar, para que me contara su experiencia como editor, ya que se prodigaba muy poco y era difícil encontrar datos. Él por supuesto había conseguido entrevistar a su amigo y admirado editor en Buenos Aires, en abril de 2003, y, en noviembre del mismo año, la Feria del Libro de Guadalajara le hizo un homenaje del que Rodrigo Fresán escribió una crónica entrañable, y pocas cosas más había publicadas sobre él. Por suerte, en marzo de 2004 la Universidad de Cádiz logró que Porrúa participara en una mesa redonda titulada “En la Rayuela” con Jean Andreu, Mario Muchnik y Nieves Vázquez, la organizadora del ya mítico encuentro “Veinte años sin Julio Cortázar”. Después de aquel homenaje pensé que no tenía que demorar más el mandato de Marcelo Cohen y así fue como le pedí una cita y un sábado de finales de septiembre de 2004 Porrúa me recibió en su casa de Barcelona. Recuerdo aquella tarde en la terraza con vistas a las copas de los árboles del Parque de la Ciudadela como un viaje en el tiempo donde Porrúa evocó al niño para quien el universo estaba en torno a una casa respaldada por el cerro Chenque y donde el camino, la playa y el mar fueron en su infancia “una especie de revelación de la inmensidad”. “Yo era muy feliz”, confesó, y a la vez recordó el llanto de su madre porque echaba de menos los paseos con sus amigas por la orilla de la ría –como símbolo de todo lo perdido–. Yo también pensé en las lágrimas de mi madre por lo mismo, por haber dejado a su familia en su pueblo abulense rodeado de pinares tras la aventura de embarcarnos para ir a hacer la América también a la Patagonia, aunque un poco más al Norte, en la provincia del Río Negro. En aquella conversación –me contó algunas cosas que yo le prometí guardar solo para mí, y eso hago– recordó los dos años y medio que estuvieron en España en tiempos de la República para que su madre se repusiera de una enfermedad cerca de su familia. “España me pareció un lugar muy ameno” –dice–. “Quizá la ausencia de padre ayudaba a que yo me sintiera un poco más libre, pero volví a Comodoro [Rivadavia] y yo sentía que esa era mi tierra”. En aquel lugar, donde nacieron también sus tres hermanos, la morriña no era privativa de los gallegos sino de todos los inmigrantes que poblaron la ciudad que en su infancia era sobre todo un campamento petrolero que atraía trabajadores de todos los confines. Después, a los 18 años, hizo su propia emigración de Comodoro Rivadavia a Buenos Aires (a 1.471 kilómetros) para estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras donde hizo un camino que lo llevó a fundar la editorial Minotauro en 1954, lo que supuso su desdoblamiento en Luis Domènech, Ricardo Gosseyn, Francisco Abelenda o F. A., pseudónimos con los que se ocupó de traducir a los mejores autores de ciencia ficción que publicó después de su primer título, “Crónicas marcianas”, de Ray Bradbury, con un prólogo de Jorge Luis Borges en el que se preguntaba qué había hecho ese hombre de Illinois para que episodios de la conquista de otro planeta “me pueblen de terror y de soledad”. Luego vino su salto a Sudamericana en 1958, de la mano de Jorge López Llovet, hijo del director Antonio López Llausás. Entonces fue cuando encontró, arrumbado en los sótanos, “Bestiario”, el primer libro de Julio Cortázar, publicado en 1951 justo antes de que se marchara definitivamente a Europa. En enero de 1955 Cortázar le cuenta a un amigo que la última liquidación semestral del libro “arrojó la suma de doce pesos”. A pesar de aquel desalentador resultado económico, Porrúa tuvo claro que quería apostar por un autor que había continuado escribiendo cuentos como los reunidos en un volumen titulado “Final del juego” que se publicó en 1956 en México o “Las armas secretas”, en 1959, en Sudamericana. Y entonces, en 1960, cuando le publica la novela “Los premios” Cortázar ya empieza a hablarle de que está escribiendo un libro muy diferente, una obra insólita, “que sobre todo sorprenderá a los editores”. Cuando por fin Cortázar termina “Rayuela” hablaron de la edición y Porrúa dice que si bien estaba publicando todo en Sudamericana, Cortázar tenía la impresión de que era “una editorial poco formal todavía para Rayuela”. Después de intercambiar varias cartas sobre el tema (que lamentablemente no se han conservado), Cortázar decide que la novela sea para la editorial. En este punto Porrúa modula el grave tono de su voz para recordar con entusiasmo que la publicación de “Rayuela”, que lo había dejado “bastante desasosegado” cuando terminó de leer por primera vez el manuscrito, provocó “algo curioso, algo que ocurre a los editores, y es que el catálogo es el que hace al editor”. Lo que sucedió fue que “entonces Sudamericana no parecía apta para “Rayuela”, pero “Rayuela” la hace apta para otras cosas” y en su opinión “la introducción de una obra que parece ajena al catálogo, cambia el carácter del catálogo”. La afirmación de Porrúa se puede corroborar simplemente repasando la solapa de la primera edición de “Rayuela”, donde aparece una lista de otras publicaciones de Sudamericana. Junto a las tres obras de Cortázar (“Bestiario”, “Las armas secretas” y “Los premios”) en orden alfabético aparecen, como un corte sociológico, Sebastián J. Arbó, Francisco Ayala, Leónidas Barletta, Silvina Bullrich, Estela Canto, Arturo Cerretani, Attilio Dabini, M. de la Sota, V. Fernando, Manuel Gálvez, Sara Gallardo, Carmen Gándara, Alberto Gerchunoff, M. Lancelotti, Norah Lange, Enrique Larreta, Luis M. Lozzia, Eduardo Mallea, León Mirlas, Juan Carlos Onetti (La vida breve), Bernardo Verbitsky, Elvira Orphée, Pepita Serrador, Leopoldo Marechal (Adán Buenosayres), Conrado Nalé Roxlo y Richard Wright. Pasados los preceptivos cincuenta años que diría Jorge Luis Borges para considerar que un libro ha sobrevivido, a efectos del catálogo no está mal la pléyade reunida por el editor hasta entonces aunque él todavía defiende la idea de que Noberto Galasso “es el editor más grande” porque “Adelphi es una colección que la puedes comprar toda”. No acepta los halagos que le prodigo en cuanto a su papel decisivo del editor que con su sensibilidad contribuye a transformar toda una época. “Yo estoy absolutamente convencido de que no soy el hacedor de nada” –me contradice. “Yo tengo historias que parecen anécdotas de lo sobrenatural sobre cómo he recibido algunos libros” –agrega para tratar de convencerme y entonces habla de cómo llegó a sus manos “Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez, porque en el manuscrito de “Los nuestros”, que le proponía Luis Harss, vio en un capítulo “un nombre desconocido entre toda esa fila de héroes” y quiso leer algo suyo. Para minimizar la idea de su importancia como editor, cuenta que algo similar le ocurrió con “El señor de los anillos”, ya que supo que habían quedado libres los derechos de esa obra de Tolkien que tenía entonces Jacobo Muchnik en Fabril Editores y decidió publicarlo. “Se exagera el papel del individuo, es una cosa de la situación del siglo XX, con la edad se ve, lo verás tú también” –replica cuando le señalo la humildad con la que habla de decisiones como esa que luego le permitió vender la editorial Minotauro y retirarse, o haber publicado “Rayuela” o “Cien años de soledad”. “No es humildad, es realismo, es comprender lo que ocurre” –dice– y trae a colación la frase “las cosas no se hacen, pasan” para recordarme que eso está presente “en toda la literatura kármica, oriental, en muchos europeos occidentales, la corriente del determinismo”. Y aunque como él mismo afirma “no se puede decir de ningún modo que soy el que era hace treinta o cuarenta años” Francisco Porrúa es, sobre todo, el hombre cuya primera reacción después de leer Rayuela fue decirle a Cortázar “Tengo ganas de tirarte el libro a la cabeza”. Justamente lo que esperaba de su editor hace ahora cincuenta años el autor del libro que a tantos nos ha cambiado la vida e incluso a muchos se la ha salvado. (*) Periodista. Editora. Especialista en la obra de Julio Cortázar
Mariángeles Fernández (*)
Comentarios