Cuatro historias de la región sobre el valor de las tareas de cuidado en cuarentena
El confinamiento nos obliga a mirar la innumerable cantidad de labores que sostienen la vida, y que históricamente han sido feminizadas. Mujeres de Neuquén y Roca hablan sobre el trabajo doméstico no remunerado.
Comprar la comida, cocinarla, limpiar los platos, barrer, trapear, lavar y planchar la ropa son parte de las tareas domésticas no pagas, a las que ahora se suman –si hay niños, niñas, adolescentes y buena conectividad, las clases virtuales– y si hay empleo remunerado -que se realice desde casa. Estas labores, que incluyen la higiniezación constante de los espacios por la pandemia, no solo acarrean agotamiento.
La crisis sanitaria, según el informe de abril elaborado por la Cepal, revela una sobrecarga del tiempo de las familias, en particular de las mujeres, que en la región de América Latina y el Caribe, dedican diariamente al trabajo doméstico el triple del tiempo que los hombres a las mismas tareas.
Quienes pueden, privatizan los cuidados para que otras lo realicen. En Argentina entre las 877.583 personas que se dedican al servicio doméstico, el 96,5% son mujeres.
Por eso no se trata de un problema individual, que cada familia acuerda como resolver, sino que la cuarentena amplifica una desigualdad estructural y extendida que empobrece la vida de las mujeres, ya que condiciona sus posibilidades laborales y de desarrollo personal. Habrá que ver si finalizado el confinamiento se revitaliza la discusión pública sobre cuáles son las políticas que garantizan la reducción de esta brecha.
Hay una parte de la economía que no se derrumbó y que permanece invisibilizada en los análisis: la que pone el plato en la mesa a la hora del almuerzo y acaricia el hombro. La que sostiene la vida.
“Cualquier cosa es una videoconferencia. Y cada una te lleva horas. Por ahí empezás y pasó una hora y media, dos, y estás todavía reunida, además de la dinámica familiar”.
Todo el tiempo y todos juntos. Paula Salinas, de 44 años, trabaja en la Universidad Nacional del Comahue y en la de Río Negro. Ahora lo hace desde su casa, dónde no hay un hueco de intimidad.
Sobre esta nueva modalidad laboral, afirma: “El teletrabajo es diferente. Es muy difícil poner los límites, más yo que tengo hijos chicos, tengo uno de 5 y uno de 8, que demandan. A veces estoy ahí y tengo al más chiquito que se me cuelga y quiere estar conmigo. Si uno pudiera encontrar el espacio, el momento, tal vez con tiempo es interesante”.
La organización varía según el día. “El más grande tiene mucha tarea y me lleva bastante tiempo. No es lo mismo que vaya al colegio, que tiene su lugar, que sentarse acá y que le decís la palabra tarea y le da alergia. Todo requiere que los padres estemos presentes. Si yo me siento con ellos es para hacer la tarea, no me puedo parar y ponerme a hacer otra cosa porque terminan no haciéndola”, plantea.
Además del trabajo remunerado y el acompañamiento en el proceso educativo hay más labores. “Nos repartimos la tarea con mi marido. Uno va al supermercado. Llega y limpia todo. Por suerte estamos los dos, pero igual es un desgaste. Él ya empezó a salir porque es profesional independiente, tiene esa ventaja, por lo menos sale y separa el trabajo”, agrega.
Antes, a la mañana, a los hijos de Paula los cuidaba una empleada. Esta es una de las formas que encuentran las mujeres para poder acceder al mundo laboral: descansar en otras.
Paula advierte que el encierro obligado tiene, en ocasiones, su lado bueno: “Al principio, el primer mes, el más chiquito me decía que a él le gustaba más la cuarentena. Ahora ya no, ya no lo dice”.
Todas las mañanas, con su beba en brazos, Laura llevaba al más grande a la escuela. Después volvían a la casa para hacer labores domésticas. A las 16, lo buscaba en el colegio y ella se iba porque entraba a trabajar como cajera en un negocio. Los chicos se quedaban con el papá y si él trabajaba, con los tíos. Ahora, la rutina cambió: las tareas de cuidado recaen exclusivamente en ella y, además, se quedó sin trabajo.
Laura Martínez vive en General Roca. Tiene 30 años, dos hijos -un varón de 6 y una beba de 2- y está separada. Era empleada hasta antes de que se decretara el aislamiento. Pero como muchas cosas de la organización familiar durante la cuarentena, todo cambió o lo que había cambiado se profundizó, se volvió más visible, más unilateral.
“Ahora estoy sin trabajo porque tuve que renunciar. Así que me estoy dedicando solamente a ellos. Hacemos la cuarentena los tres solos en casa. No se han ido con el padre porque él trabaja en terapia intensiva de un sanatorio, con pacientes contagiados, y es mucho riesgo”, cuenta.
“Por un lado, mejor que tuve que renunciar porque ahora que los comercios empezaron a funcionar yo no tendría dónde dejarlos. Hace dos meses que no ven a su papá por una cuestión de protección y llevarlos a la casa de él sería romper todo”, concluye.
“Antes de la cuarentena se me empezó a complicar la organización”, recuerda, “yo le pedí a mi jefa que me cambie de turno, pero no accedió. Me encontré en un aprieto muy grande. Yo trabajaba media jornada así que tampoco me daba para pagar una niñera porque me cobraba 10.000 pesos y yo cobraba 14.000. Así que tuve que renunciar”.
Desde ese momento se quedó en casa con los chicos. Las mamás de dos amigas le llevaban cosas cuando pasaban a comprar o ella les encargaba y les pagaba después. Una amiga la contactó con el municipio y le otorgaron una ayuda económica.
En estos dos meses identificó situaciones de ansiedad, “lógicas dentro del encierro”. “La nena fue la que más lo sufrió porque estaba acostumbrada a irse todos los días con su papá. Lloraba, lo llamaba, le preguntaba por qué no la iba a buscar”, asegura. Eso fue medio duro pero “simplemente la estamos cuidando y cuando se termine la cuarentena se va a poder ir con el papá. El más grande, entiende la situación, se amolda”.
Juno pasó la noche buscando la teta. Por la mañana, su mamá Dulce Balmaceda se levantó sin hacer ruido para aprovechar el momento y poder trabajar. El día comenzó muy temprano, mal dormida y será largo, como lo vienen siendo todos desde que comenzó la cuarentena.
Dulce (41) es psicóloga, trabaja como docente en el Instituto de Formación Docente de Roca, vive con su pareja y su hija de un año en una casa pequeña. Cuenta que su bebé, hace varios días llora cuando ella pone un pie fuera de la cama y el papá no puede calmarla. Si logra que vuelva a dormir, se apura a avanzar con su trabajo.
“Hago videos en vivo, planifico, mantenemos reuniones con colegas y doy clases. Si la gorda se levantó mi marido corre para que no entre a la pieza en la que intento encerrarme. Muchas veces estoy con ella prendida a la teta y mientras hago el video, pienso que no quede largo para que los chicos no se queden sin datos y miro el reloj para ver qué comemos”, dice.
Almuerzan apurados porque en una hora tiene conferencia con otro grupo, y tiene que buscar la manera que la beba se duerma para poder interactuar. A ella no le toca dormir siesta en ese lío, por más que no haya descansado. “Ayer estuve conectada 12 horas seguidas”, relata.
Con su compañero comparten tareas, como limpiar o cocinar. Una vez que ella le da la idea, la ejecutan en conjunto, pero depende de ella. “Siempre tengo que tener la iniciativa. Si me pongo a limpiar, él enseguida se pone a la par mía. Yo debo resolver qué hay que hacer, en qué momento”, agrega.
Las primeras semanas, la pasó muy mal. Por un lado, le fue terrible habituarse a la virtualidad de las clases y por otro, la niña tuvo cambios de conducta. Eso la llevó a atravesar varias crisis.
“La gordita no sale. Estoy todo el día conectada, está el tele prendido, la pantalla es parte de nuestras vidas. Ella me pide pantalla o salir, y ninguna de las dos cosas me convence. Me preocupa un montón”, dice mientras la bebé se prende a la teta.
Planificar para la casa, para el trabajo, la limpieza, la comida, los rituales de desinfección y buscar como entretener a la bebé sin pantallas, sin salir, es parte del día a día de Dulce y sin dudas “hay días de muchas angustias y muy agotadores”.
Es jueves, día de merendero.
“Hoy vamos con unos ricos panqueques, con un tecito para alivianar y si dios quiere nos van a hacer una donación de pan casero para las familias”.
Históricamente las mujeres han sido quienes han realizado las tareas de cuidado que dan sostenibilidad a la vida, dentro de las casas, y también fuera de ella, de forma comunitaria. Alejandra Alverdi, de 33 años, abre todos los martes y jueves el merendero “La horita feliz”, de 17 a 18 horas, en el barrio Ruca Antú, calle Conquistadores del Desierto, Manzana 14, Lote 20.
La pandemia incrementó la demanda: de 30 niños ahora recibe a 72. La organización Barrios de Pie le provee la mercadería. “Hay gente que nos colabora, el gobierno provincial no nos está asistiendo como debería”, agrega.
Además del merendero, que funciona en su casa, Alejandra se encarga de sus cuatro hijas, cuyas edades van de los 4 a los 12. “Se me complica por ahí con la escuela, porque tampoco tengo internet y me peleo con las maestras por el tema que están todo el tiempo mandándome mucha tarea, y yo les explico: yo no puedo cerrar porque sería una falta de respeto hacia la gente y tengo que laburar por una cuestión de que es humanitario esto”, cuenta.
En su proyecto la ayudan otras mujeres y su familia. Para evitar las aglomeraciones, las personas pasan y retiran. Asegura: “Tengo mis hijas que van a la par mía, son súper amorosas, súper atentas. Tengo a mi esposo que él me ayuda mucho también cuando me ve muy atareada, me ceba unos mates, o me prepara el mesón. Y las chicas que me ayudan, que yo estoy muy agradecidas con ellas, porque no cobran nada y me dan una re mano”.
El dato
- 76%
- de las tareas domésticas no remuneradas las realizan las mujeres en Argentina, según la EAHU-INDEC de 2013
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