Crispación en la periferia

En América Latina, el fracaso de gobiernos formados por políticos moderados comprometidos con la democracia ha estimulado el surgimiento de movimientos populistas, de actitudes autoritarias, cuyos líderes dominan el arte de aprovechar en beneficio propio las lacras sociales que atribuyen a la malignidad ajena. Es lo que sucedió en Venezuela como reacción frente a la ineptitud y corrupción galopante del gobierno del presidente Carlos Andrés Pérez y, de manera menos peligrosa, en nuestro país después de la debacle protagonizada por la Alianza radical-frepasista. ¿Experimentarán los países del sur de Europa un destino equiparable? Es posible. Mal que les pese a los dirigentes políticos de Grecia, Italia, España y Portugal, tienen mucho en común con sus homólogos latinoamericanos. Por lo demás, en Grecia e Italia se ha generalizado la convicción de que los políticos conforman una casta aparte cuyos miembros privilegiados están más interesados en sus prioridades personales que en el bienestar de la mayoría. Con todo, mientras que en América Latina los populistas, con la ayuda de izquierdistas de sentimientos nada democráticos, culpan a Estados Unidos por los problemas más dolorosos de sus propios países, en la periferia mediterránea de Europa los imputan a Alemania. Desgraciadamente para los italianos, ya pertenecen al pasado los días en que podían tratar la política como una especie de show bufonesco que no incidía demasiado en la vida real, ya que, en opinión de muchos, la economía se había independizado de quienes en teoría la manejaban. La falta de un gobierno capaz de tomar las decisiones necesarias para hacer frente a los desafíos planteados por la globalización, el progreso tecnológico y el envejecimiento –desafíos que no tienen mucho que ver con el poder económico actual de Alemania– ha contribuido a frustrar todos los esfuerzos por salir de una recesión que amenaza con agravarse al caer en bancarrota miles de empresas pequeñas pero, tal y como están las cosas, el embrollo que fue producido por las elecciones de febrero no parece tener solución. El líder centroizquierdista, el excomunista Pier Luigi Bersani, cuyo partido aventajó por un margen mínimo al encabezado por el ex primer ministro Silvio Berlusconi, no puede formar un gobierno sin el respaldo de las huestes de Beppe Grillo, pero el cómico es reacio a pactar a menos que él mismo sea el jefe. En cambio, aunque Berlusconi ha ofrecido apoyar una coalición liderada por Bersani, la izquierda ha repudiado la alternativa así supuesta. El mundillo político italiano, pues, se ha fragmentado tanto que ninguna fracción está en condiciones de gobernar. Mientras tanto, los problemas siguen acumulándose. Como suele suceder en países de tradiciones corporativistas como los del sur de Europa y de América Latina, la lucha por defender las conquistas propias ha dejado desamparados a sectores cada vez más amplios. Aunque todos los dirigentes políticos y líderes sectoriales hablan con fluidez el lenguaje de “la solidaridad”, pocos pensarían en hacer concesiones a favor del bienestar común, razón por la que los más débiles se ven constreñidos a encargarse de los costos de los ajustes precisos para sanear las cuentas nacionales. Millones de italianos han tenido que resignarse a la pobreza, cuando no a la indigencia. Los relativamente jóvenes sin vínculos personales con políticos, sindicalistas o empresarios bien ubicados que podrían ayudarlos se sienten obligados a optar entre probar suerte en otro país y vivir de la seguridad social con la esperanza de que, andando el tiempo, se produzca la tan demorada recuperación. Si bien hasta ahora no ha surgido en Italia ninguna agrupación parecida a la Aurora Dorada griega, una banda neonazi ferozmente xenófoba que ha aprovechado la crisis para captar el 15% de los votos, no extrañaría que la sensación de impotencia que ha sido provocada por la inoperancia evidente de buena parte de la clase política hiciera surgir partidos igualmente extremistas. El éxito electoral de los seguidores de un cómico antisistema puede tomarse por una forma jocosa de rebelarse contra una clase política inoperante, pero puesto que la situación en que se encuentra Italia no es del todo divertida, en el futuro los deseosos de cambiarla podrían expresarse de manera mucho más contundente.

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