Crimen e impunidad
Parecería que los jueces tucumanos que absolvieron a los trece sujetos acusados de secuestrar a Marita Verón hace una década son los únicos que creen insuficientes las pruebas en su contra. Virtualmente todos los demás, desde la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y los líderes opositores hasta el guerrero callejero más humilde, saben que la evidencia encontrada en el transcurso de la investigación del caso es tan abrumadora que sólo a un corrupto se le ocurriría cuestionarla para entonces dar a los trece el beneficio de la duda. Cristina dice no tener dudas acerca de lo que sucedió, ya que, “cuando hay dinero de por medio, puede estar el mundo tocando trompetas que no les importa nada”. No bien se difundió el fallo de los tres jueces más odiados de la Argentina, un jurado popular multitudinario, encabezado por ultraizquierdistas, aprovechó la oportunidad para provocar incidentes violentos en buena parte del país con el saldo habitual de heridos y detenidos. Fue su forma particular de decirnos lo que sería la Justicia “democratizada”; si los acusados cayeran en las manos de las turbas que atacaron la Casa de Tucumán en la capital federal y otros edificios simbólicos, con toda probabilidad morirían apedreados, despedazados, ahorcados o quemados vivos. Cuando del delito se trata, la opinión pública es, para emplear una palabra que se usaba para describir la estrategia sinuosa de Juan Domingo Perón, pendular. Si proliferan los casos de gatillo fácil policial, se hace garantista, pero en los días que siguen a un crimen escalofriante que por algún motivo resulta “emblemático” reclama mano dura. Conscientes de esta realidad, los políticos profesionales suelen adaptarse sin complejos al clima imperante. Pocos se habrán dado el trabajo de familiarizarse con los detalles legales del caso de Marita Verón pero, con muy escasas excepciones, coinciden con aquel jurista eminente, Marcelo Tinelli, en que el fallo de los tres jueces debería motivar “vergüenza total”. ¿Tienen razón? Es posible, pero también lo es que se hayan equivocado y que, no obstante las apariencias, los jueces hayan obrado bien. No es ningún secreto que aquí la Justicia deja muchísimo que desear, que, además de ser extraordinariamente lenta, hay jueces venales o de nivel intelectual lamentable que deben sus cargos a arreglos con políticos amigos, pero esta situación desafortunada no puede atribuirse a la falta de control democrático, es decir popular, porque los “dirigentes” que son responsables de ella disfrutaron del apoyo electoral de una proporción sustancial de la ciudadanía. Puesto que en última instancia la conformación del Poder Judicial depende de la clase política, no mejorará hasta que los votantes hayan decidido reemplazar a los comprometidos con el statu quo por otros de principios un tanto más elevados. ¿Están por hacerlo? La verdad es que no hay motivos para suponer que el país esté en vísperas de un cambio cultural del tipo que muchos dicen querer pero que, a la hora de votar, repudiarán; luego de desahogarse gritando “que se vayan todos”, los indignados por el estado nada satisfactorio de las instituciones políticas del país optaron por reelegir a casi todos los representantes del viejo orden. El desprestigio del Poder Judicial se debe en buena medida a su presunta subordinación a intereses políticos, de suerte que el remedio “democrático” propuesto por Cristina no serviría para mucho porque, como entiende muy bien la presidenta, supondría aumentar todavía más la influencia de los auténticos expertos en todo lo concerniente al manejo de las emociones populares. El problema no es que los jueces se hayan “divorciado” de una sociedad dominada por políticos populistas, es que demasiados comparten las actitudes de los encargados de nombrarlos. Como ciertos camaristas acaban de aprender, los jueces podrán sobrevivir sin mucha dificultad a fallos que provocan reacciones populares hostiles, pero no les convendría en absoluto enfrentarse con funcionarios poderosos. Aunque en esta oportunidad los indignados por un fallo determinado se han ensañado con los jueces responsables de pronunciarlo, lo que más los horroriza no son tanto las deficiencias ya notorias del sistema judicial del país, cuanto las dimensiones adquiridas últimamente por las mafias del sexo que no vacilan en esclavizar a mujeres jóvenes. Muchos están convencidos de que los tratantes de blancas pueden hacer su negocio con impunidad porque cuentan con la complicidad no sólo de jueces y abogados sino también de dirigentes políticos, jefes policiales y empresarios. La corrupción no se limita al intercambio de favores económicos entre funcionarios y los interesados en merecer su aprobación. Incluye inevitablemente la voluntad de pasar por alto las actividades de delincuentes viles que, merced a sus vínculos con personajes influyentes, están en condiciones de tratar como ganado a los miembros más vulnerables de la sociedad. He aquí una razón por la que el delito suele florecer en sociedades corruptas. En todas partes la prostitución está estrechamente vinculada con el narcotráfico y con la industria del juego que, huelga decirlo, muchos políticos están resueltos a fomentar, de tal modo facilitando la colonización por el crimen organizado de sectores cada vez más extensos. Cuando la corrupción es tolerada porque casi todos los dirigentes tienen motivos políticos o personales para no querer combatirla, los comerciantes del sexo, como los narcotraficantes, pueden operar sin tener que preocuparse demasiado por la ley. Si el desenlace “escandaloso” del prolongado juicio que se celebró en Tucumán ha servido para algo, esto no habrá sido llamar la atención nuevamente a la brecha entre la Justicia formal y el sentir de la calle, sino el hacer de la trata de blancas un tema prioritario. Por razones no muy claras, un proyecto de reforma de la ley vigente que, entre otras cosas, elevaría las penas mínimas fue aprobado por el Senado hace más de un año pero sigue cajoneado desde hace más de dos en Diputados, donde los soldados de Cristina llevan la voz cantante. ¿Se resignarán a sancionarlo? Es de esperar que sí. También lo es que las autoridades correspondientes comiencen a tomar más en serio la amenaza planteada por despiadadas organizaciones delictivas que, como los esclavistas de otros tiempos, lucran aprovechando la indefensión ajena.
JAMES NEILSON
según lo veo
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