Comparaciones odiosas

En tiempos de crisis, en todas partes los gobernantes suelen insistir en que su propio país no tiene nada en común con el coyunturalmente peor parado. En 1994, cuando se difundían por el mundo las repercusiones del “efecto tequila”, el entonces ministro de Economía, Domingo Cavallo, nos aseguró que “no somos México”. Más tarde, al Brasil, Rusia y, por desgracia, la Argentina, les llegaría el momento de disfrutar del honor dudoso de simbolizar el fracaso económico a ojos de los demás que, por supuesto, se felicitaron por “no ser la Argentina”. Asimismo, hace un par de meses, los dirigentes de los países desarrollados procuraban diferenciar su propia gestión de aquella de sus atribulados homólogos griegos, pero parecería que últimamente les ha tocado a los españoles desempeñar el papel muy ingrato de los peores de todos, de ahí los dardos hirientes disparados por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner contra “el pelado ése”, el ministro de Economía español Luis de Guindos. Será con el propósito de nivelar los tantos que la presidenta de la comunidad de Madrid, la conservadora Esperanza Aguirre, acaba de justificar el ajuste severo que ha emprendido el gobierno de su correligionario Mariano Rajoy porque, dice, “si no queremos convertirnos en la Argentina, con corralito o inflación del 20 o el 40%, tenemos que tomar las medidas que sean necesarias para poder equilibrar nuestras cuentas”. Tendrá razón, pero puede que ya sea demasiado tarde para impedir que España precise un “rescate”, es decir, una intervención draconiana de las autoridades de la Unión Europea y el FMI, que le signifique un período prolongado de austeridad penosa acompañada por conflictos sociales. Aunque es siempre antipático regodearse de las penurias ajenas, escasean los mandatarios que se resisten a la tentación. Desde el 2008, año en que estalló una crisis financiera que tuvo un impacto devastador y duradero en la “economía real” de casi todos los países ricos, el presidente estadounidense Barack Obama y sus equivalentes de los países miembros de la Unión Europea dan a entender que son víctimas de la mala praxis de otros. Si los mandatarios hablan así con la intención de aprender de los errores cometidos por otros gobiernos, llamar la atención a lo que está sucediendo en los países que están experimentando grandes dificultades podría tener consecuencias positivas, pero a menudo lo que tienen en mente no es prepararse anímicamente para hacer un esfuerzo auténtico para resolver los problemas locales, sino minimizar su importancia con el argumento de que, por ser más grave aún la situación en que se encuentra el país que está en el epicentro del terremoto de turno, sería mejor no dejarse preocupar por los temblores locales. Hace poco más de diez años, los norteamericanos y europeos dieron por descontado que la Argentina había naufragado por razones exclusivamente internas y que por lo tanto nada parecido podría suceder en sus propios países, razón por la que no se les ocurrió que sería de su interés considerar la posibilidad de que ellos también corrieran el riesgo de hundirse. Aunque hay muchas diferencias entre el estado económico de la Argentina a fines de los años noventa y el de los países desarrollados en vísperas de la caída –de las que una consiste en que el producto per cápita de éstos era tres o cuatro veces mayor–, en ambos casos los dirigentes políticos se negaron a actuar antes de que ya fuera demasiado tarde. Tuvimos que pagar un precio terriblemente alto por la demora excesiva en reaccionar de nuestros dirigentes y abundan los motivos para temer que a muchos europeos y norteamericanos les aguarde una experiencia similar. Por cierto, de verse obligada España a abandonar el euro, su gobierno tendría que erigir un corralito a fin de frenar una corrida bancaria que de otro modo sería inmanejable y, tal vez, resignarse a por lo menos algunos meses de inflación elevada. Acaso el panorama hubiera sido distinto de haber reaccionado a tiempo no sólo los españoles sino también los demás europeos y, desde luego, los estadounidenses, pero sucede que, antes de cobrar fuerza la crisis financiera, a sus gobernantes les hubiera sido políticamente imposible aplicar la clase de ajuste que les hubiera ahorrado muchos problemas en el futuro próximo.


En tiempos de crisis, en todas partes los gobernantes suelen insistir en que su propio país no tiene nada en común con el coyunturalmente peor parado. En 1994, cuando se difundían por el mundo las repercusiones del “efecto tequila”, el entonces ministro de Economía, Domingo Cavallo, nos aseguró que “no somos México”. Más tarde, al Brasil, Rusia y, por desgracia, la Argentina, les llegaría el momento de disfrutar del honor dudoso de simbolizar el fracaso económico a ojos de los demás que, por supuesto, se felicitaron por “no ser la Argentina”. Asimismo, hace un par de meses, los dirigentes de los países desarrollados procuraban diferenciar su propia gestión de aquella de sus atribulados homólogos griegos, pero parecería que últimamente les ha tocado a los españoles desempeñar el papel muy ingrato de los peores de todos, de ahí los dardos hirientes disparados por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner contra “el pelado ése”, el ministro de Economía español Luis de Guindos. Será con el propósito de nivelar los tantos que la presidenta de la comunidad de Madrid, la conservadora Esperanza Aguirre, acaba de justificar el ajuste severo que ha emprendido el gobierno de su correligionario Mariano Rajoy porque, dice, “si no queremos convertirnos en la Argentina, con corralito o inflación del 20 o el 40%, tenemos que tomar las medidas que sean necesarias para poder equilibrar nuestras cuentas”. Tendrá razón, pero puede que ya sea demasiado tarde para impedir que España precise un “rescate”, es decir, una intervención draconiana de las autoridades de la Unión Europea y el FMI, que le signifique un período prolongado de austeridad penosa acompañada por conflictos sociales. Aunque es siempre antipático regodearse de las penurias ajenas, escasean los mandatarios que se resisten a la tentación. Desde el 2008, año en que estalló una crisis financiera que tuvo un impacto devastador y duradero en la “economía real” de casi todos los países ricos, el presidente estadounidense Barack Obama y sus equivalentes de los países miembros de la Unión Europea dan a entender que son víctimas de la mala praxis de otros. Si los mandatarios hablan así con la intención de aprender de los errores cometidos por otros gobiernos, llamar la atención a lo que está sucediendo en los países que están experimentando grandes dificultades podría tener consecuencias positivas, pero a menudo lo que tienen en mente no es prepararse anímicamente para hacer un esfuerzo auténtico para resolver los problemas locales, sino minimizar su importancia con el argumento de que, por ser más grave aún la situación en que se encuentra el país que está en el epicentro del terremoto de turno, sería mejor no dejarse preocupar por los temblores locales. Hace poco más de diez años, los norteamericanos y europeos dieron por descontado que la Argentina había naufragado por razones exclusivamente internas y que por lo tanto nada parecido podría suceder en sus propios países, razón por la que no se les ocurrió que sería de su interés considerar la posibilidad de que ellos también corrieran el riesgo de hundirse. Aunque hay muchas diferencias entre el estado económico de la Argentina a fines de los años noventa y el de los países desarrollados en vísperas de la caída –de las que una consiste en que el producto per cápita de éstos era tres o cuatro veces mayor–, en ambos casos los dirigentes políticos se negaron a actuar antes de que ya fuera demasiado tarde. Tuvimos que pagar un precio terriblemente alto por la demora excesiva en reaccionar de nuestros dirigentes y abundan los motivos para temer que a muchos europeos y norteamericanos les aguarde una experiencia similar. Por cierto, de verse obligada España a abandonar el euro, su gobierno tendría que erigir un corralito a fin de frenar una corrida bancaria que de otro modo sería inmanejable y, tal vez, resignarse a por lo menos algunos meses de inflación elevada. Acaso el panorama hubiera sido distinto de haber reaccionado a tiempo no sólo los españoles sino también los demás europeos y, desde luego, los estadounidenses, pero sucede que, antes de cobrar fuerza la crisis financiera, a sus gobernantes les hubiera sido políticamente imposible aplicar la clase de ajuste que les hubiera ahorrado muchos problemas en el futuro próximo.

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