¿Una nueva generación de derechos?

El derecho es una construcción social con vida propia. Aunque sus movimientos apenas se perciban, su estructura sufre una presión similar a la de cualquiera de los materiales a los que estamos acostumbrados.

Impactan en su conformación las transformaciones sociales y políticas, las nuevas perspectivas cognitivas y el desarrollo de otras ciencias diversas.

Basta considerar de qué modo, entre los siglos XV y XVIII, mutó la percepción del mundo y del entorno social. El Renacimiento y la Revolución Científica propiciaron la muerte de Dios para dar lugar, en el centro del escenario de lo vivo, al hombre.

Un ser humano que, Siglo de las Luces mediante, habría de contar con la razón y el conocimiento como distintivos fundamentales.

Una revolución humanista se produjo a partir de entonces entre nosotros. La Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y el desarrollo de las doctrinas liberales, socialistas, comunistas y anarquistas sirven para demostrarlo.

Y más luego, siempre con el ser humano libre y autónomo en el centro de la escena, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948 y el posterior desarrollo de la llamada “cultura de los derechos humanos”.

Claro está que el respeto de tales derechos es una meta aún irrealizada. Y que nunca fue un camino de rosas aquel que conduce a reconocer nuevos sujetos de derechos.

Valga como ejemplo la emancipación de los esclavos o la extensión de derechos a las poblaciones originarias, a las mujeres y a los niños y niñas. Derechos que alguna vez fueron rechazados por absurdos e injustificados.

Esos cambios vienen acompañados por verdaderos desafíos. Sobre todo cuando se producen en un contexto de marcado positivismo jurídico que suele desatender la injerencia de la moral, la ética y los valores en la producción legislativa.

Es por eso que el “derecho a tener derechos” ha venido suponiendo un considerable esfuerzo político destinado a transformar las creencias, costumbres y leyes que los negaban.

Cabe preguntar, sin embargo, si existe en nuestros días algún bien que se encuentre en estado de vulnerabilidad y que, pese a ello, escape de la reflexión jurídica mayoritaria.

Nadie puede ignorar que durante el siglo XX se produjo un intensivo deterioro del planeta y que el actual ritmo de degradación de sus condiciones de habitabilidad podría llevar a la extinción de la vida humana en la tierra.

Tampoco el hecho de que desde algunas décadas atrás nos encontramos en un contexto de masiva privatización y depredación de muchos de los recursos naturales existentes.

Cambio climático, deforestaciones masivas, desertificación y refugiados climáticos son algunos de los términos y neologismos que se nos presentan con mayor frecuencia.

Todo ello ha venido planteando la necesidad de extender la protección jurídica a bienes y entidades no humanas. Ya sean los animales no humanos o de la propia naturaleza.

Como se comprenderá sin mucho esfuerzo, otorgar derechos a la naturaleza tendrá implicancias no sólo legales, sino políticas, económicas y sociales.

Los interrogantes, sin embargo, no se hacen esperar. ¿Los derechos de la naturaleza constituyen una nueva generación de derechos? ¿Suponen, acaso, una ruptura con un antropocentrismo que ha llevado a considerar al hombre como el centro de toda existencia?

Podría suceder que la incorporación de la naturaleza al derecho constitucional en carácter de sujeto de derechos abra un nuevo capítulo en la historia jurídica.

Un capítulo acerca del cual todavía poco sabemos e imaginamos, por cuanto nos encontramos aún inmersos en marcos jurídicos que niegan derechos a todos los entes no humanos.

*Doctor en Derecho y profesor regular de la Universidad Nacional de Río Negro (UNRN)


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