Homicidios en accidentes de tránsito
La muerte de un ser querido en un accidente de tránsito suele provocar, además del lógico dolor por la pérdida irreparable y otras consecuencias, una gran indignación con el autor causante del siniestro, que contagia emotivos reclamos de justicia y de castigos ejemplares, en particular cuando el conductor manejaba intoxicado y/o de manera temeraria, lo que lamentablemente sucede con demasiada frecuencia.
Para colmo, pareciera que existe un abismo entre las expectativas de sectores importantes de la ciudadanía que exigen una sanción muy rigurosa y las respuestas de las sentencias judiciales, que al juzgar las conductas de los acusados deben aplicar racionalmente la ley vigente con razonable apego a la ciencia del derecho, aunque eso no siempre ocurre. Esa insatisfacción emotiva amplía el descreimiento en la administración de justicia, por lo que resultan convenientes los análisis reflexivos.
El Código Penal fue modificado en enero de 2017, agregándose el artículo 84 bis que agravó las penas del homicidio provocado por la conducción imprudente, negligente o antirreglamentaria de un vehículo con motor.
Esa norma incrementó además la escala penal de 3 a 6 años de prisión, cuando a dicha conducción riesgosa se agregan algunas de las siguientes hipótesis:
Si el conductor se diere a la fuga o no intentase socorrer a la víctima siempre y cuando no incurriere en abandono de persona del art. 106,
o estuviese bajo los efectos de estupefacientes o con un nivel de alcoholemia igual o superior a 0,5 g/l en el caso de conductores de transporte público o superior a 1 g/l en los demás casos,
o conduzca en exceso de velocidad a más de 30 km/h por encima de la máxima permitida en el lugar del hecho, o estando inhabilitado por autoridad competente para conducir;
o violare la señalización del semáforo o las señales de tránsito que indican el sentido de la circulación vehicular, o cuando se dieren las circunstancias del art. 193 (arrojar cuerpos contundentes o proyectiles);
o si condujese con culpa temeraria, o cuando fueran más de una las víctimas fatales.
Sin perjuicio de las críticas que pueda merecer dicha norma, es evidente que hoy comprende todas esas conductas y circunstancias tipificándolas como homicidio culposo agravado y reagravado. No define culpa temeraria, ni pone topes máximos al nivel de alcohol en sangre, ni al exceso de velocidad. Por supuesto, si se prueba obrar doloso habrá homicidio simple o agravado, según sea el caso, y si el autor no podía comprender la criminalidad del hecho y/o dirigir sus acciones podrá existir inimputabilidad impune, o culpa por haberse intoxicado.
Para calificar la acción como homicidio simple es indispensable probar el dolo, sea directo, cierto o eventual, extremo que no puede lógicamente deducirse de las solas circunstancias que enumera dicha norma si no se le agrega algo más que proporcione la certeza de la intención homicida, o de la aceptación indiferente de ese resultado fatal. La duda de que el autor habría detenido su acción si pensaba que iba a provocar una muerte impide imputar legalmente dolo.
Por ejemplo, cualquiera que conduce a exceso de velocidad, si está en sus cabales, se da cuenta, se representa, que comete una infracción que implica el riesgo de provocar un accidente, pero ello no necesariamente significa que acepte su producción. En tales casos por lo general el conductor imprudente o negligente minimiza el riesgo, pues mal confía en que evitará un siniestro que puede costarle su propia vida… por exceso de confianza suele descartar la posible producción de un accidente. El mismo razonamiento cabe con relación a casi todas las infracciones de tránsito que impliquen un obrar culposo.
La culpa con representación y el dolo eventual comparten la misma posibilidad de prever un probable resultado fatal, pero la diferencia, por cierto sutil y difícil de determinar en la práctica, es que en el dolo el autor acepta el resultado al menos con indiferencia y en la culpa no. Es muy difícil acreditar que una persona realmente previó lo que era previsible (es imposible abrirle la cabeza para ver su pensamiento), aunque haya casos en los que puedan existir pruebas suficientes para obtener tal certeza. La prueba del dolo incumbe al que acusa y la duda favorece al acusado.
Si únicamente se puede afirmar que el autor “debió” representarse la probabilidad del desenlace fatal, pero no se puede probar que en efecto se lo representó, se podrá imputar culpa, pero nunca dolo, que aun en su forma eventual implica una acción voluntaria que acepta el homicidio (v. gr.: quien embiste a propósito a otro que integra un grupo de personas reunidas, siendo obvio que, cuando menos, no le importa provocar una o más víctimas).
En los delitos intencionales se responde penalmente por cada muerte como hechos distintos, pero en los culposos se juzga la conducta como un solo hecho, aunque tenga múltiples resultados dañosos de producción azarosa (que deben ser reparados civilmente). Así, quien provoca un accidente por su culpa comete un solo delito con independencia de cuántos muertos o lesionados resulten, y sólo se le puede aplicar la pena que fija la ley.
Por más indignación que originen, la sociedad debiera entender que casi todos los accidentes de tránsito imputables a un conductor son hechos culposos, cuya pena de prisión hoy nunca podrá ser mayor a 6 años (salvo figuras especiales), correspondiendo lógicamente los tramos superiores de la escala penal cuando converjan varias e importantes circunstancias de agravación, y en especial la reincidencia. Pero es común que se critiquen los fallos sin siquiera conocer todos sus fundamentos.
En estos delitos se sanciona por el reproche que merece la gravedad de la culpa del autor, pero el valor de las vidas no se compensa con el monto de las penas (sino cualquier leve falta de tránsito de la que resulte una muerte se tendría que penar con prisión perpetua). Además, juzgar la conducta del conductor obliga a analizar también su imputabilidad, la concurrencia de causales de justificación o exculpación y hasta razones de política criminal como la pena natural (v. gr.: padre que provoca la muerte del hijo).
En las hipótesis de conductores intoxicados con estupefacientes y/o alcohol (un verdadero problema social que no va a resolver solo el derecho penal con la cárcel), la ley habría adoptado la solución de la “actio libera in causa” (que distingue el dolo de la intoxicación del dolo del delito y lo pena por la culpa de intoxicarse), pero es posible que a los adictos a los que no se les pueda reprochar su enfermedad no les quepa sanción penal alguna, sino sólo tratamientos de rehabilitación (sin perjuicio de la responsabilidad civil).
Por cierto, el derecho y las ciencias médicas conducen a la conclusión razonable de que nunca un individuo con una severa perturbación de la conciencia podría obrar con dolo eventual, que requiere representación y asentimiento de posibles consecuencias sólo probables. Por ello dijo el Dr. Mariano Castex, en un reciente debate oral de trascendencia mediática, que atribuirle dolo eventual al imputado que obró en avanzado estado de ebriedad era un disparate.
Este renombrado experto, miembro decano de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, ex profesor titular regular de Medicina Legal (UBA), ex profesor titular regular de Psicología Forense (UBA), ex profesor invitado en el Departamento de Derecho Penal (Facultad de Derecho, UBA), director del Centro de Investigaciones Forenses (Academia Nacional de Ciencias), doctor en Derecho Canónico (UCA), experto del Tribunal Eclesiástico Nacional y presidente del Colegio Argentino de Peritos Médico Legistas, alertó sobre la nociva existencia de sesgos y prejuicios que suelen distorsionar el análisis racional en materia legal y forense, impidiendo usar en forma adecuada la lógica y el razonamiento bajo premisas verdaderas.
Como muestran reiteradamente los medios de prensa, en los tribunales del país son escasas las voces que sostienen la existencia de dolo eventual en tales casos y la mayoría de las penas a primarios rara vez superan los cuatro años de prisión a raíz de muertes no aceptadas, pero esas pocas voces de profesionales, aunque fueran intelectualmente honestos, introducen confusión en la sociedad legal en estos temas racionales complejos y, sin quererlo, coadyuvan a generar la comprensible reacción emocional de muchos ciudadanos que alimenta la frustración de las expectativas de justicia y el mentado descreimiento.
Por más indignación que originen, la sociedad debiera entender que casi todos los hechos de tránsito imputables a un conductor son culposos.
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- Por más indignación que originen, la sociedad debiera entender que casi todos los hechos de tránsito imputables a un conductor son culposos.
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