Che, pibe, vení, votá

Mirando al sur

Tuvimos una elección, ¿por qué no votaron?” fue la respuesta vía Twitter de Donald Trump a la ola de indignación que él mismo agitó. ¿Quién puede saber cuántos de los 2 millones de personas (especialmente mujeres) que manifestaron estos días en las ciudades de USA fueron o no a votar? Pero Trump también concedió en un tuit que las protestas son parte del paisaje democrático. Una aclaración redundante pero que en boca de quien es visto como “nuevo demonio” también sonó tranquilizadora.

Con una estrecha ventaja en Reino Unido el año pasado se votó por la salida de la Unión Europea (UE). Los más jóvenes votaron masivamente por seguir en la UE y levantaron el dedo contra las generaciones de sus padres y abuelos detrás del Brexit. De hecho los millenials manifestaron frente al parlamento británico en Londres días después de la elección. Un informe de “Vice News” mostraba a un cronista tomando la voz de jóvenes indignados con la decisión de los viejos. Hablaban jóvenes que… no habían ido a votar. A su modo el cuadro era perfecto: podían ser ajenos a la vieja rutina del voto pero no a las consecuencias directas que de esa rutina se derivan.

Había una canción de Raúl Porchetto de los primeros 80 que decía “Che, pibe, vení, votá”. La letra de Porchetto era irónica, como si el deber del voto llegara con la misma autoridad de quien te manda a la guerra, a la colimba. En Argentina el voto es obligatorio y la concurrencia suele ser masiva (en las generales y en el balotaje de las presidenciales del 2015 no bajó del 80%). No menos de 25 millones de argentinos decidieron su destino el año pasado. Las acusaciones no se basan en el ausentismo sino en la calidad del voto: los que no votaron a Lousteau o a Scioli, por ejemplo, porque decían que eran “lo mismo”.

La democracia a la larga tiene algo difícil para la sensibilidad de los intensos, los románticos, los especialistas, los pasados de rosca: los votos. Se vota, millones de votantes mueven la rueda de la historia. Todos votan, o mejor: todos pueden votar. Incluso los que no, en su ausentismo, se hacen sentir. Como en Estados Unidos. Como en Reino Unido. Millones de ciudadanos sin gracia ni épica saben que hay un día cada dos años donde ir, meter el sobre, elegir a alguien, delegar. Hay un día que cada persona vale un voto. No vivimos en igualdad ante la ley, pero vivimos en igualdad ante las urnas. Los que van seis menos cuarto, los que van tempranísimo para ahorrarse el tiempo de la cola, los que van cuando se levantan, los que van en familia. No hay nada mejor que este sistema, el del tiempo contra la sangre, de las mayorías contra las elites. Ese día, esos días, las personas “comunes” tiran más que una yunta de bueyes. Es difícil conciliar la prosa de la épica política con las voces ordinarias de los nativos que votan: ¿por qué votan así o asá? ¿Siempre “es la economía, estúpido”? Punto de partida y a la vez cima de la conciencia ciudadana: la democracia es una guerra de persuasión. Escribió Luciano Galup en el sitio Política Argentina (“Échale la culpa a la post-verdad”): “Todo indicaba que en 2016 esa novedad iba a ser el big data y el cruce de grandes volúmenes de información con estrategias de campaña microsegmentadas. Pero Trump ganó una elección inesperada, y la que era la niña mimada en estrategias de comunicación política del momento perdió cartelera por el shock que significó esa victoria del republicano”. El voto es secreto, y se lleva a la tumba. Donald Trump habló en un solo idioma y prácticamente a un solo receptor (el trabajador americano blanco), con eso le bastó.

Sobre el final del segundo gobierno de Cristina se amplificó un espíritu democratizador de explicación sencilla: el gobierno y su presidenta habían sido votados, esa era la fuente sagrada de toda legitimidad. Poderes populares que nacían de las urnas contra los que no había oposición posible en un Ricardo Lorenzetti o Héctor Magnetto, representantes de mundos corporativos resumidos a la categoría de “los que no votó nadie”. La reforma judicial tenía ese ímpetu central: democratizar. Pero lo que el kirchnerismo no calculó es que un día el poder, vía urnas, lo pueden tener los otros. Es decir: la experiencia kirchnerista cumplió su etapa en el lugar donde partió, en las urnas. Hay elecciones cada dos años, y si perdés te vas. El kirchnerismo “empleó” el poder de cada uno de los votos que tuvo como nadie. Se sabe: podés ser un tecnócrata laico o un político salvador, pero valés lo que te votan. Otra lección del viajero: la democracia se escribe en la arena y hay que hacerla como si se escribiera en la roca. Muchas “leyes históricas” (la ley de Obediencia Debida, por ejemplo) terminó años después defendida por radicales que la firmaron con culpa como si hubiera sido la escritura de las doce tablas romanas y no una contingencia dramática. Kirchner la borró de un plumazo. El mérito que había hecho la sociedad lo coronaba la política. Marchas y votos, movilizados y silenciosos, calle y urnas. La democracia nos recuerda que la historia no es sólo de los que luchan. Y sin “luchadores” tampoco hay historia. No es didáctico: no es que los derechos de las minorías intensas terminan donde empiezan los de las mayorías silenciosas.

Hace unos años fui fiscal del FpV en una escuela de Parque Patricios. En la misma estaba como fiscal un viejo dirigente radical, desconocido para los miles que votaron, fiscalizaron o pulularon sobre avenida Caseros. Los billetes del peso argentino tuvieron su firma, los que se emitieron entre 1999 y 2001. Fiscalizaba, sí, como un viejo puntero de barrio. En un momento entró al aula de la mesa donde contábamos los votos y me preguntó por el resultado de Gil Lavedra (había sacado pocos votos) y sentí pudor y dolor, todo junto, porque yo tenía la carta ganadora ante sus ojos, y él ya había visto alzarse y caer mil estrellitas electorales, pero estaba ahí, con camisa y jean, un papelito y birome donde anotaba. Estoy hablando de Rafael Pascual. Le dije que le fue como el traste. Anotó, se rió un poco, se fue. Juntar votos no es tarea sencilla, siempre es más fácil perderlos que encontrarlos.

Ahí van en paralelo las mujeres haciendo su historia en un proceso de sur a norte al que ya llaman revolución, y ahí va Donald Trump haciendo también historia. Estados Unidos hoy muestra la foto perfecta de esta contradicción democrática y occidental: entre los multiétnicos movilizados (luego del ciclo del presidente hipster) y los duros hombres blancos reivindicados bajo el proteccionismo integrista de Trump. Ambas imágenes, a su modo y desde lejos, parecen no sólo expresar una contradicción mutua en sus hartazgos, sino las múltiples fisuras de un mundo (de un orden) que no cierra sin producir dolor.

La democracia a la larga tiene algo difícil para la sensibilidad de los intensos, los románticos, los especialistas, los pasados de rosca: los votos.

Marchas y votos, movilizados y silenciosos. La democracia nos recuerda que la historia no es sólo de los que luchan. Y sin luchadores tampoco hay historia.

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La democracia a la larga tiene algo difícil para la sensibilidad de los intensos, los románticos, los especialistas, los pasados de rosca: los votos.
Marchas y votos, movilizados y silenciosos. La democracia nos recuerda que la historia no es sólo de los que luchan. Y sin luchadores tampoco hay historia.

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