¿Civilización o barbarie común?

Sin pretender usar ejemplos externos para consuelo –o justificación– interno es necesario decir que el conflicto entre “civilización” y “barbarie” tiene muchos referentes en la historia. Se trata nada más y nada menos que de la lucha entre la bestia que tiene el hombre en su interior y los criterios morales que tratan de apaciguarla. La singularidad de este antagonismo humano transcurre entre duros y violentos enfrentamientos, feroces represalias y mutuas influencias. Entre estas últimas, el degüello era una práctica aplicada por ambas partes: bárbaros y civilizados. El imperio romano, el heredero de la cultura griega, el adalid de la ley, el de su marmórea arquitectura, se expandió combatiendo a buena parte de los pueblos bárbaros, arrebatándoles sus territorios. En la Germania, Roma nunca pudo dominar plenamente a las tribus bárbaras que la habitaban. Para tratar de someterlas aplicaba, sin éxito, el degüello sistemático de los prisioneros. La respuesta del lado germano no se hizo esperar. Tendieron una emboscada a tres legiones romanas destrozándolas. El general que las mandaba y sus oficiales se suicidaron. Los soldados romanos que no murieron en la lucha fueron crucificados, enterrados vivos o sacrificados a los dioses germánicos. La famosa alternativa de Sarmiento “Civilización o barbarie”, expresada como epítome de su cosmovisión, no era un mero planteo filosófico. Aquella idea tenía un preciso correlato territorial. De un lado estaban los “civilizados” y del otro los “bárbaros”. Las interacciones entre ambos mundos, aparentemente irreconciliables, fueron generando conductas bárbaras comunes. Las devastadoras incursiones de los bárbaros del desierto eran respondidas con duras expediciones punitivas de los civilizados. El mestizaje no sólo se dio en lo biológico y cultural sino también en el uso de la violencia. En nuestras guerras civiles del siglo XIX el degüello era práctica común a federales y unitarios. Urquiza tenía un degollador “oficial” en su ejército. En la entrada de algunos pueblos del interior –incluso en Buenos Aires– se podía ver la cabeza clavada en una pica del personaje importante vencido en la ocasión. Mariano Maza, eficaz e implacable servidor de Rosas, se ufanaba de degollar a los jefes enemigos vencidos. Los tehuelches practicaban un danza masculina que los araucanos llamaron lonkomeo, que en el lenguaje de los trasandinos quiere decir “con la cabeza”, en alusión al constante movimiento que los bailarines hacían con esa parte del cuerpo. Al respecto Casamiquela recuerda: “Entre los antiguos araucanos figuró una danza ‘de la cabeza’ en que los indígenas hacían oscilar cabezas de prisioneros decapitados sujetas al rewe” (altar sagrado y ceremonial araucano-mapuche). Existen pocas guerras que hayan tenido un profundo y justificado sentido moral como la emprendida por los aliados contra el Eje (Alemania, Japón e Italia) que había instaurado un régimen opresivo y criminal. Se trató, durante la Segunda Guerra Mundial, del mayor esfuerzo bélico realizado por la humanidad con el objetivo superior de la libertad. Pero las tropas soviéticas violaron en forma sistemática y masiva a mujeres alemanas. Pocos años antes (1940) ese mismo ejército, por orden de Stalin, asesinó a alrededor de 20.000 ciudadanos polacos en el bosque de Katyn; la mayoría eran oficiales católicos del ejército polaco. La aviación inglesa efectuó devastadores bombardeos sobre ciudades alemanas sin objetivos militares. En el ataque a Essen, arrasadora represalia por el bombardeo alemán a Londres, murieron 250.000 personas: mujeres, niños y ancianos. La aviación norteamericana no sólo destruyó Hiroshima y Nagasaki con bombas atómicas. Produjo previamente una devastación mayor al atacar con bombas incendiarias a un gran número de ciudades japonesas construidas con madera. Todas estas crueldades quedaron semiocultas por una barbarie mayor: el monstruoso Holocausto, el asesinato industrial y programado de seis millones de personas. Criminalidad acometida por la Alemania de las supremas tres B de la música clásica –Beethoven, Bach y Brahms; la de los incontables premios Nobel de ciencias, la de su acendrado romanticismo–. Este genocidio sólo es comparable por su despiadada magnitud con el Gulag soviético y el genocidio agrario instrumentado por Stalin. La América precolombina tiene lo suyo en materia de barbarie. Nos referiremos sólo a algunos casos ocurridos en la América del Sur, pues en esta materia la América del Norte (aztecas) merece un capítulo aparte. Tampoco haremos hincapié en la antropofagia y los sacrificios humanos que tanto impresionaron a los conquistadores europeos. Huayna Cápac, que en castellano quiere decir “joven rico”, fue el XII emperador incaico y como sus antecesores emprendió sucesivas campañas para reprimir rebeliones surgidas en las más distantes provincias del Imperio. Los cayambis y los coranquis, tribus habitantes de la región de Quito (Ecuador actual), se sublevaron para sacudirse el yugo y las pesadas gabelas que les imponían los jerarcas del Cuzco. Huayna Cápac seleccionó a las mejores tropas de su ejército y marchó hacia la zona de Pasto, donde luego de una durísima lucha sometió a las tribus rebeldes. La represalia y el castigo por la sublevación se concretaron con la ejecución de los más de 20.000 prisioneros. Curiosa y siniestra similitud numérica –20.000– entre los asesinados en Katin, Polonia y los ajusticiados en Quito, por el Imperio incaico. Martín Fierro, nuestro famoso personaje, no era un integrante de las elites porteñas de la época caracterizada por un refinamiento europeizante. Se trata de un ser que habitaba en la marginalidad de una sociedad que lo maltrataba, lo despojaba y lo hacía padecer graves injusticias. Finalmente cayó en el crimen y para eludir la acción de la Justicia huyó hacia las tolderías porque “hasta los indios no alcanza la facultad del gobierno”. Para poder comprender en su verdadera dimensión, el drama de Fierro debe leerse la segunda parte del libro con el mismo interés que la primera. La Vuelta de Martín Fierro (1879) es en realidad una obra distinta, que aparece siete años después que la primera –El Gaucho Martín Fierro, (1872)– y que no tuvo la misma inmediata y generosa acogida que tuvo la primera obra. Es en la segunda parte donde describe las feroces costumbres que vio y sufrió en la toldería indígena. Comprueba que “no hay misericordia ni esperanza que tener” observa que “El indio nunca se ríe y el pretenderlo es en vano”. Presenció y padeció una sucesión de crímenes y atrocidades “que el cristiano no imaginó”. Vio “a un salvaje que se irritaba degollar a una chinita y tirársela a los perros”. Estando Fierro en las inmediaciones de la toldería oyó “unos tristes lamentos” que lo llevaron a presenciar el castigo brutal que un indio propinaba a una cautiva hasta dejarla ensangrentada. Luego le arrebató a la mujer su pequeño hijo, lo degolló en su presencia y culminó esta atrocidad atándole “las manos con las tripitas” del niño. Conmocionado por lo que vio decidió huir de ese infierno. Horrorizado ante tanta crueldad, Fierro mató al indio en dura pelea y huyó con la cautiva. Regresó a esa sociedad de la cual se había segregado y al llegar besó “esta tierra bendita que ya no pisa el salvaje”. Se despidió de su compañera de infortunio y le dijo que se va “aunque lo agarre el gobierno, pues infierno por infierno prefiero el de la frontera”. José Hernández, al concederle a esta escena el mayor espacio dentro del texto de la obra, está trazando un límite, es la llamada frontera interior. No se trataba de una demarcación precisa y previsible pues los malones se adentraban en territorio cristiano arrasando poblados y ciudades. Como así mismo la represalia del ejército penetraba profundamente en territorio indígena para accionar punitivamente sobre las tolderías. Se trataba de una frontera cultural inestable en el tiempo y en el espacio, pero precisa en la confrontación de costumbres. La circunscribe Fierro al besar esa “tierra que ya no pisa el salvaje”. Las vicisitudes por las que atravesó Martín Fierro le permitieron evaluar las injusticias y barbaridades que padeció en los dos bandos en pugna. Finalmente se decidió por su infierno, el de la frontera. La barbarie serpentea entre ambas sociedades pero en una es más brutal que en la otra. (*) Ex directivo de la industria editorial

HÉCTOR LANDOLFI (*)


Sin pretender usar ejemplos externos para consuelo –o justificación– interno es necesario decir que el conflicto entre “civilización” y “barbarie” tiene muchos referentes en la historia. Se trata nada más y nada menos que de la lucha entre la bestia que tiene el hombre en su interior y los criterios morales que tratan de apaciguarla. La singularidad de este antagonismo humano transcurre entre duros y violentos enfrentamientos, feroces represalias y mutuas influencias. Entre estas últimas, el degüello era una práctica aplicada por ambas partes: bárbaros y civilizados. El imperio romano, el heredero de la cultura griega, el adalid de la ley, el de su marmórea arquitectura, se expandió combatiendo a buena parte de los pueblos bárbaros, arrebatándoles sus territorios. En la Germania, Roma nunca pudo dominar plenamente a las tribus bárbaras que la habitaban. Para tratar de someterlas aplicaba, sin éxito, el degüello sistemático de los prisioneros. La respuesta del lado germano no se hizo esperar. Tendieron una emboscada a tres legiones romanas destrozándolas. El general que las mandaba y sus oficiales se suicidaron. Los soldados romanos que no murieron en la lucha fueron crucificados, enterrados vivos o sacrificados a los dioses germánicos. La famosa alternativa de Sarmiento “Civilización o barbarie”, expresada como epítome de su cosmovisión, no era un mero planteo filosófico. Aquella idea tenía un preciso correlato territorial. De un lado estaban los “civilizados” y del otro los “bárbaros”. Las interacciones entre ambos mundos, aparentemente irreconciliables, fueron generando conductas bárbaras comunes. Las devastadoras incursiones de los bárbaros del desierto eran respondidas con duras expediciones punitivas de los civilizados. El mestizaje no sólo se dio en lo biológico y cultural sino también en el uso de la violencia. En nuestras guerras civiles del siglo XIX el degüello era práctica común a federales y unitarios. Urquiza tenía un degollador “oficial” en su ejército. En la entrada de algunos pueblos del interior –incluso en Buenos Aires– se podía ver la cabeza clavada en una pica del personaje importante vencido en la ocasión. Mariano Maza, eficaz e implacable servidor de Rosas, se ufanaba de degollar a los jefes enemigos vencidos. Los tehuelches practicaban un danza masculina que los araucanos llamaron lonkomeo, que en el lenguaje de los trasandinos quiere decir “con la cabeza”, en alusión al constante movimiento que los bailarines hacían con esa parte del cuerpo. Al respecto Casamiquela recuerda: “Entre los antiguos araucanos figuró una danza ‘de la cabeza’ en que los indígenas hacían oscilar cabezas de prisioneros decapitados sujetas al rewe” (altar sagrado y ceremonial araucano-mapuche). Existen pocas guerras que hayan tenido un profundo y justificado sentido moral como la emprendida por los aliados contra el Eje (Alemania, Japón e Italia) que había instaurado un régimen opresivo y criminal. Se trató, durante la Segunda Guerra Mundial, del mayor esfuerzo bélico realizado por la humanidad con el objetivo superior de la libertad. Pero las tropas soviéticas violaron en forma sistemática y masiva a mujeres alemanas. Pocos años antes (1940) ese mismo ejército, por orden de Stalin, asesinó a alrededor de 20.000 ciudadanos polacos en el bosque de Katyn; la mayoría eran oficiales católicos del ejército polaco. La aviación inglesa efectuó devastadores bombardeos sobre ciudades alemanas sin objetivos militares. En el ataque a Essen, arrasadora represalia por el bombardeo alemán a Londres, murieron 250.000 personas: mujeres, niños y ancianos. La aviación norteamericana no sólo destruyó Hiroshima y Nagasaki con bombas atómicas. Produjo previamente una devastación mayor al atacar con bombas incendiarias a un gran número de ciudades japonesas construidas con madera. Todas estas crueldades quedaron semiocultas por una barbarie mayor: el monstruoso Holocausto, el asesinato industrial y programado de seis millones de personas. Criminalidad acometida por la Alemania de las supremas tres B de la música clásica –Beethoven, Bach y Brahms; la de los incontables premios Nobel de ciencias, la de su acendrado romanticismo–. Este genocidio sólo es comparable por su despiadada magnitud con el Gulag soviético y el genocidio agrario instrumentado por Stalin. La América precolombina tiene lo suyo en materia de barbarie. Nos referiremos sólo a algunos casos ocurridos en la América del Sur, pues en esta materia la América del Norte (aztecas) merece un capítulo aparte. Tampoco haremos hincapié en la antropofagia y los sacrificios humanos que tanto impresionaron a los conquistadores europeos. Huayna Cápac, que en castellano quiere decir “joven rico”, fue el XII emperador incaico y como sus antecesores emprendió sucesivas campañas para reprimir rebeliones surgidas en las más distantes provincias del Imperio. Los cayambis y los coranquis, tribus habitantes de la región de Quito (Ecuador actual), se sublevaron para sacudirse el yugo y las pesadas gabelas que les imponían los jerarcas del Cuzco. Huayna Cápac seleccionó a las mejores tropas de su ejército y marchó hacia la zona de Pasto, donde luego de una durísima lucha sometió a las tribus rebeldes. La represalia y el castigo por la sublevación se concretaron con la ejecución de los más de 20.000 prisioneros. Curiosa y siniestra similitud numérica –20.000– entre los asesinados en Katin, Polonia y los ajusticiados en Quito, por el Imperio incaico. Martín Fierro, nuestro famoso personaje, no era un integrante de las elites porteñas de la época caracterizada por un refinamiento europeizante. Se trata de un ser que habitaba en la marginalidad de una sociedad que lo maltrataba, lo despojaba y lo hacía padecer graves injusticias. Finalmente cayó en el crimen y para eludir la acción de la Justicia huyó hacia las tolderías porque “hasta los indios no alcanza la facultad del gobierno”. Para poder comprender en su verdadera dimensión, el drama de Fierro debe leerse la segunda parte del libro con el mismo interés que la primera. La Vuelta de Martín Fierro (1879) es en realidad una obra distinta, que aparece siete años después que la primera –El Gaucho Martín Fierro, (1872)– y que no tuvo la misma inmediata y generosa acogida que tuvo la primera obra. Es en la segunda parte donde describe las feroces costumbres que vio y sufrió en la toldería indígena. Comprueba que “no hay misericordia ni esperanza que tener” observa que “El indio nunca se ríe y el pretenderlo es en vano”. Presenció y padeció una sucesión de crímenes y atrocidades “que el cristiano no imaginó”. Vio “a un salvaje que se irritaba degollar a una chinita y tirársela a los perros”. Estando Fierro en las inmediaciones de la toldería oyó “unos tristes lamentos” que lo llevaron a presenciar el castigo brutal que un indio propinaba a una cautiva hasta dejarla ensangrentada. Luego le arrebató a la mujer su pequeño hijo, lo degolló en su presencia y culminó esta atrocidad atándole “las manos con las tripitas” del niño. Conmocionado por lo que vio decidió huir de ese infierno. Horrorizado ante tanta crueldad, Fierro mató al indio en dura pelea y huyó con la cautiva. Regresó a esa sociedad de la cual se había segregado y al llegar besó “esta tierra bendita que ya no pisa el salvaje”. Se despidió de su compañera de infortunio y le dijo que se va “aunque lo agarre el gobierno, pues infierno por infierno prefiero el de la frontera”. José Hernández, al concederle a esta escena el mayor espacio dentro del texto de la obra, está trazando un límite, es la llamada frontera interior. No se trataba de una demarcación precisa y previsible pues los malones se adentraban en territorio cristiano arrasando poblados y ciudades. Como así mismo la represalia del ejército penetraba profundamente en territorio indígena para accionar punitivamente sobre las tolderías. Se trataba de una frontera cultural inestable en el tiempo y en el espacio, pero precisa en la confrontación de costumbres. La circunscribe Fierro al besar esa “tierra que ya no pisa el salvaje”. Las vicisitudes por las que atravesó Martín Fierro le permitieron evaluar las injusticias y barbaridades que padeció en los dos bandos en pugna. Finalmente se decidió por su infierno, el de la frontera. La barbarie serpentea entre ambas sociedades pero en una es más brutal que en la otra. (*) Ex directivo de la industria editorial

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