Catarsis peronista

De todos los movimientos políticos del planeta, el peronista es con seguridad el más flexible. La extrema plasticidad que lo caracteriza le permite adaptarse con rapidez envidiable a circunstancias nuevas. Cambios que costarían años de introspección angustiada a los radicales o socialistas apenas motivan preocupación entre los peronistas que, si bien tienen sus “verdades”, no quieren saber nada de dogmas. Así, pues, los líderes peronistas más importantes no han tardado en reaccionar frente a la derrota que el movimiento sufrió en las elecciones del año pasado en que perdieron no sólo la presidencia de la República sino también, lo que les resultó aún más doloroso, la gobernación de la provincia de Buenos Aires. Para recuperarse de un revés que la mayoría imputa a la estrategia elegida por la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner, los gobernadores y senadores peronistas, además de los intendentes y algunos diputados nacionales o provinciales, quieren que en adelante su movimiento represente una alternativa moderada, superadora, al gobierno macrista. En las reuniones que están celebrando los jefes peronistas se habla mucho de la “responsabilidad” y de la necesidad de asumir una postura “constructiva”. El más elocuente en tal sentido es el gobernador de Salta Juan Manuel Urtubey: espera que termine sin convulsiones traumáticas la gestión del presidente Mauricio Macri porque entiende que al peronismo no le convendría seguir desestabilizando a mandatarios de otro signo político para que abandonen el poder antes de la fecha fijada por la Constitución. Parecería que otros –incluyendo al senador por Río Negro Miguel Pichetto, que encabeza el bloque del Frente para la Victoria en la cámara alta– concuerdan, ya que durante demasiado tiempo el peronismo ha desempeñado el papel del perro del hortelano de Lope de Vega que no come ni deja comer, o sea, que no sabe gobernar bien el país pero es más que capaz de impedir que otros lo hagan. Aunque no cabe duda de que el peronismo se ha visto beneficiado por la idea muy difundida de que es el único movimiento en condiciones de garantizar la gobernabilidad, se trata de un privilegio de connotaciones escasamente democráticas. Los principales defensores de dicho privilegio son, cuándo no, los kirchneristas más combativos que ya antes de culminar la transición dejaron saber que tratarían al gobierno de Macri como una dictadura “neoliberal” y “oligárquica”, pero parecería que quienes piensan así conforman una minoría que tiende a achicarse. En opinión de los demás peronistas, la derrota electoral se debió a la agresividad verbal kirchnerista, a los esfuerzos frenéticos del gobierno saliente por colonizar todas las reparticiones de Estado llenándolas de ñoquis militantes y también, como señaló Pichetto, a la política económica delirante instrumentada por Axel Kicillof que tantos estragos provocó en su propia provincia y en otras como Mendoza. Las periódicas mutaciones peronistas suelen suponer la virtual expulsión de un sector antes dominante. Lo saben los que por un rato militaron en el menemismo. Tal y como están las cosas, los kirchneristas, cuyos líderes actualmente más visibles son personajes como Guillermo Moreno, Milagro Sala, Hebe de Bonafini y, desde luego, el diputado Máximo Kirchner, parecen condenados a compartir el mismo destino que sus compañeros menemistas. Hace apenas tres meses actuaban como si fueran los dueños del país, pero tanto ha cambiado desde entonces que a juicio de muchos ya son figuras históricas, protagonistas de una etapa que la mayoría recordará con más perplejidad que nostalgia, sobre todo si, como se prevé, la Justicia comienza a obligar a rendir cuentas a todos los acusados de cometer actos de corrupción. Como ha sucedido una y otra vez a lo largo de los años, el país ha iniciado un período de catarsis, de purificación, en que procurará liberarse de actitudes y formas de proceder que le han impedido desarrollarse plenamente. Es lo que hizo luego del golpe militar que puso fin a la caótica gestión de la presidenta Isabel Perón, después de haber tolerado sin dificultad evidente una dictadura castrense brutal y, más tarde, al repudiar los excesos de la década ganada por el menemismo. Por suerte, parecería que el grueso del peronismo acompañará el cambio que está en marcha, lo que reduciría el riesgo de que se vea seguido por otro igualmente ingrato.


De todos los movimientos políticos del planeta, el peronista es con seguridad el más flexible. La extrema plasticidad que lo caracteriza le permite adaptarse con rapidez envidiable a circunstancias nuevas. Cambios que costarían años de introspección angustiada a los radicales o socialistas apenas motivan preocupación entre los peronistas que, si bien tienen sus “verdades”, no quieren saber nada de dogmas. Así, pues, los líderes peronistas más importantes no han tardado en reaccionar frente a la derrota que el movimiento sufrió en las elecciones del año pasado en que perdieron no sólo la presidencia de la República sino también, lo que les resultó aún más doloroso, la gobernación de la provincia de Buenos Aires. Para recuperarse de un revés que la mayoría imputa a la estrategia elegida por la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner, los gobernadores y senadores peronistas, además de los intendentes y algunos diputados nacionales o provinciales, quieren que en adelante su movimiento represente una alternativa moderada, superadora, al gobierno macrista. En las reuniones que están celebrando los jefes peronistas se habla mucho de la “responsabilidad” y de la necesidad de asumir una postura “constructiva”. El más elocuente en tal sentido es el gobernador de Salta Juan Manuel Urtubey: espera que termine sin convulsiones traumáticas la gestión del presidente Mauricio Macri porque entiende que al peronismo no le convendría seguir desestabilizando a mandatarios de otro signo político para que abandonen el poder antes de la fecha fijada por la Constitución. Parecería que otros –incluyendo al senador por Río Negro Miguel Pichetto, que encabeza el bloque del Frente para la Victoria en la cámara alta– concuerdan, ya que durante demasiado tiempo el peronismo ha desempeñado el papel del perro del hortelano de Lope de Vega que no come ni deja comer, o sea, que no sabe gobernar bien el país pero es más que capaz de impedir que otros lo hagan. Aunque no cabe duda de que el peronismo se ha visto beneficiado por la idea muy difundida de que es el único movimiento en condiciones de garantizar la gobernabilidad, se trata de un privilegio de connotaciones escasamente democráticas. Los principales defensores de dicho privilegio son, cuándo no, los kirchneristas más combativos que ya antes de culminar la transición dejaron saber que tratarían al gobierno de Macri como una dictadura “neoliberal” y “oligárquica”, pero parecería que quienes piensan así conforman una minoría que tiende a achicarse. En opinión de los demás peronistas, la derrota electoral se debió a la agresividad verbal kirchnerista, a los esfuerzos frenéticos del gobierno saliente por colonizar todas las reparticiones de Estado llenándolas de ñoquis militantes y también, como señaló Pichetto, a la política económica delirante instrumentada por Axel Kicillof que tantos estragos provocó en su propia provincia y en otras como Mendoza. Las periódicas mutaciones peronistas suelen suponer la virtual expulsión de un sector antes dominante. Lo saben los que por un rato militaron en el menemismo. Tal y como están las cosas, los kirchneristas, cuyos líderes actualmente más visibles son personajes como Guillermo Moreno, Milagro Sala, Hebe de Bonafini y, desde luego, el diputado Máximo Kirchner, parecen condenados a compartir el mismo destino que sus compañeros menemistas. Hace apenas tres meses actuaban como si fueran los dueños del país, pero tanto ha cambiado desde entonces que a juicio de muchos ya son figuras históricas, protagonistas de una etapa que la mayoría recordará con más perplejidad que nostalgia, sobre todo si, como se prevé, la Justicia comienza a obligar a rendir cuentas a todos los acusados de cometer actos de corrupción. Como ha sucedido una y otra vez a lo largo de los años, el país ha iniciado un período de catarsis, de purificación, en que procurará liberarse de actitudes y formas de proceder que le han impedido desarrollarse plenamente. Es lo que hizo luego del golpe militar que puso fin a la caótica gestión de la presidenta Isabel Perón, después de haber tolerado sin dificultad evidente una dictadura castrense brutal y, más tarde, al repudiar los excesos de la década ganada por el menemismo. Por suerte, parecería que el grueso del peronismo acompañará el cambio que está en marcha, lo que reduciría el riesgo de que se vea seguido por otro igualmente ingrato.

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