Cajón de fotos: un paseo por aquellos viejos boliches

Quizás en esta pandemia te dio por volver al cajón de las fotos, sí, esas blanco y negro o sepia. Ahí me encontré con algunas fachadas de viejos boliches del pueblo. Te hablo del boliche en la acepción más antigua del término en este lugar del mundo, como establecimiento de despacho de bebidas y comestibles, y lugar de esparcimiento, con naipes, dados y algún metegol.
Había un boliche blanco, justo en la curva que separaba el caserío–con pretensión de pueblo–del campo. Lo llamaban por el apellido del dueño, “el boliche de Catato”, y estaba muy cerca de una cancha de fútbol que tenía el mismo nombre. El chico que fui alguna vez se asomó guiado por la curiosidad a su interior y vio hombres de rostro curtido, pocas mercaderías, salvo las botellas, cierta oscuridad y un olor penetrante mezcla de tabaco, sudor y licor. Después durante los partidos, a veces se escuchaban las guitarras y las voces de los parroquianos.
Cuando cruzabas en balsa el río y entrabas al pueblo te encontrabas con “El bar Exilapé”, atendido por su dueña, tres o cuatro mesas, un mostrador de madera en el que infaltablemente dormían los mazos de cartas, algunos de ellos dentro de unos ceniceros triangulares de aluminio con la publicidad de Cinzano, mercaderías en el fondo y algunos frascos con caramelos que nos llevábamos como propina.
Cerca del río, casi a la entrada del barrio Santa Cruz, regenteado por su propietaria, estaba el llamado “Bar de la Berta”, famoso por sus guitarreadas y trifulcas y todo tipo de leyendas y anécdotas.
El último de los legendarios boliches, “La Cuyanita”, había sufrido varias remodelaciones, pero seguía conservando sus cuadros de Boca Juniors y de la selección y la presencia imprescindible de doña Fortunata. También conservaba el truco o la loba a todas horas, las guitarras y el canto, y las empanadas más picantes de la región.
Seguramente a vos algunas viejas fotos te habrán llevado a sitios que están en un rincón sepia de tu memoria.


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