Buscaban dónde acampar y pescar en el norte neuquino y mirá la maravilla que encontraron
La aventura de dos amigos en Los Cerrillos: cinco días en carpa en una bahía de la laguna Varvarco Campos, en una playita con un cerro detrás, una cascada a 30 metros y de cara a aguas cristalinas con truchas a la vista.
Imaginate dos amigos cada uno en su carpa en una playita del norte neuquino, a metros de la laguna Varvarco Campos y las truchas que nadan en aguas cristalinas. Imaginate ahora un cerro detrás, una cascada unos metros a la derecha y a medio kilómetro una lengua de nieve que resiste el calor, ideal para enterrar los alimentos en esa heladera natural, bien cubiertos de piedras para no tentar a los zorros colorados o los cóndores.
Imaginate a lo lejos las chivas y las ovejas que pastan en las laderas de la veranada y a la noche, en el cielo puro de la Patagonia, el espectáculo de las estrellas que brillan en la oscuridad. Ahí, en ese paraíso virgen donde la única contaminación lumínica conocida es el destello de un farol de esos crianceros que los asombraron con sus travesías a caballo por los filos de las montañas rumbo a sus puestos y corrales de piedra.
Ahí, a 2.000 metros sobre el nivel del mar, dos amigos de Buenos Aires acamparon cinco días. Estudiaron la zona en Google Maps, eligieron este punto, planificaron cada detalle, esperaron una semana con pronóstico metereológico favorable y partieron.
Tras hacer noche en Andacollo, llegaron por la ruta provincial 43 a Los Cerrillos, como se conoce a esta maravilla de lagunas, ríos y arroyos de deshielo ideales para caminar y pescar con mosca en el ejido de Manzano Amargo, sobre el límite con Mendoza al norte y con Chile ahí nomás al oeste
Estacionaron la camioneta a orillas de la laguna, inflaron el gomón y navegaron 25 minutos hasta el lugar escogido. Esta es la historia de una aventura que jamás olvidarán.
Guillermo Lanusse y Alejandro Forrester, ambos de 53 años, coincidieron en Chapadmalal a los 15, cuando pasaban las vacaciones cada uno con su familia a 30 km de Mar del Plata.
Nacía una amistad que cultivarían con el paso del tiempo. En el 2019 habían estado en el Refugio Frey en Bariloche. Todo muy bien allá, pero querían algo distinto para la próxima aventura. Y a mediados de diciembre del 2020, también con el ok cómplice de parejas e hijos para esa escapada, llegarían en carpa al norte neuquino al que Guillermo se había prometido volver tras conocerlo en el 2014. “Me enamoré de sus paisajes y de su gente”, dice.
De la experiencia anterior, recordaba el frío de la noche y el zorro que excavó para llevarse la carne guardada a poca profundidad. Nada de eso se repitió esta vez, aunque registraron un intento de desentierro fallido.
Alejandro había recorrido, por trabajo o vacaciones, buena parte de la Patagonia, pero nunca había estado aquí. “Había llegado hasta Villa Pehuenia, pero le escapaba a seguir por la aridez. Ahora que lo hice puedo decir que es imponente. Esos cielos con esas montañas, los colores de las piedras, esos paisajes sin árboles. Y los arrieros: verlos es como volver el tiempo atrás”, dice.
A los arrieros, sus chivas, ovejas, vacas y caballos se los cruzaron por la 43 camino a la laguna. Muchos llevaban varios días de travesía rumbo a la veranada y pararon a hablar con ellos, a preguntarles de dónde vienen, a dónde van, cómo es su vida, cómo venden sus animales, un punto alto del viaje.
En esa lista también anotan la charla y las anécdotas de los guardafaunas del puesto montado en la laguna (un punto de encuentro además para todos los pobladores por la conexión a Internet) y ese largo tramo de 60 km de ruta con el volcán Domuyo recortado en el horizonte.
Y a la cabeza de ese ránking, para Guillermo está la pesca con devolución en lagunas, ríos y arroyos entre montañas y mallines, esa experiencia inolvidable de ver moverse a la trucha en aguas cristalinas cuando toma la mosca y cuando advierte el engaño y se escapa. “Es muy divertido, es otro deporte, un mano a mano”.
El reglamento permite sacrificar una y Guillermo la cocinó a la parrilla al limón. Alejandro, que se arregla con unos fideos, lo cargaba por el despliegue de elementos e ingredientes, por ejemplo cuando hizo pizzas y le puso ajo, cebolla, nuez y hongos. “Mallmann no se animó tanto”, bromea. Y apunta dos cosas que no hay que olvidar además del kit de cocina. “Un colchón inflable, porque la playa es de piedra. Y leña, porque no hay. Sobra agua, pero no hay madera”.
Cuando su amigo iba probar suerte con la caña, él preparaba la cámara. “Vos pescá que yo saco fotos”, le decía, deslumbrado por tantos paisajes para hacer foco.
Trekkings por filos de montaña, chapuzones en aguas frías, la áspera trepada a la cascada, los mallines de altura, unir la laguna Varvarco Campos con la Tapia caminando por el río que las conecta fueron las salidas que se sucedieron.
Y a la noche, tiempo de charlas profundas, de repasar el camino recorrido y asomarse al que viene, de negociar alguna diferencia en el campamento. Y de mirar las estrellas fugaces y las galaxias en ese cielo difícil de olvidar. «Es impresionante cómo se ve todo», resume Guillermo.
Si llegaron por la 43, volvieron por la ruta 54, igual de impresionante, esa traza de tierra y ripio de curvas y rectas que se mete entre las montañas de la cordillera, pasa entre los puestos de los veranadores, se pega al Neuquén desde su nacimiento, un hilo de agua que cae de las rocas y que los arroyos de deshielo alimentan hasta que confluyen otros ríos como el Pichi Neuquén y el Varvarco en su viaje hacia la capital con escala en el Dique Ballester donde, nada menos, nace el sistema de riego que da vida al Alto Valle a través del Canal Principal.
Lo que siguió fue pasar por el puesto de Gendarmería, el paraje Pichi Neuquén, con su escuela y sus 70 habitantes de frontera y después la cascada La Fragua y Manzano Amargo para continuar el viaje a Buenos Aires, el repaso de las anécdotas, la broma de la despedida cuando Guillermo le dijo a Alejandro que lo volvería a elegir. «¿De compañero de viaje? preguntó Alejandro. «No, de marinero», le respondió su amigo, porque siempre le tocaba empujar el gomón en el arranque. Después de las carcajadas vino el abrazo de despedida: los esperaba la gran ciudad, volver al trabajo, soñar nuevas aventuras.
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