Buenos vecinos: Amaqui y el yoga que vibra con su canto
De niña jugaba con posturas audaces. Se formó en Buenos Aires pero recien fue docente cuando llegó a Roca, hace 22 años. Sus mantras del cierre de clase, un hechizo para los practicantes.
Yoga mañana, tarde y noche, cubriendo casi todos los días de la semana. Es un ritmo que suena insostenible para cualquiera de los mortales, pero tanto en sus clases como fuera de la colchoneta, Amaqui Marziali transmite calma y armonía. Todo con un tono de voz que nunca se eleva.
Llegó a Roca hace 22 años y es una de las principales referentes en la región para quienes practican esta disciplina que brinda múltiples beneficios para la salud y el bienestar general.
Uno puede estar en una vida agitada, metido en un mundo de movimientos, pero internamente, y a la vez, puede estar bien sostenido en su eje».
Amaqui Marziali, instructora de yoga.
No sabe cuántos alumnos ya han pasado por sus clases, pero sí recuerda el comienzo, el día que suplió a un profesor por motivos de viaje.
Hasta ese momento, el yoga era una práctica para disfrute personal, no para los demás. Y encima estaba en plena etapa de crianza de sus tres hijos. “Fui a hacer ese reemplazo. Lo tomé como un ´voy a dar una clase y vuelvo a lo mío´. Pero cuando terminé apareció el ´por favor danos otra´. Y algo se movió dentro mío, como si fuera un camino que se abría y tenía que andarlo”.
Pequeña Yogui
En su infancia ya era una yogui sin saberlo. Jugaba, saltaba y le salían de forma natural el palo de cabeza, la rueda, el arado y otras posturas complejas. Cuenta que era movediza, tenía mucha energía, y llegó a la disciplina de manera intuitiva. Nadie en su casa tenía la más remota idea del yoga.
Su padre, Jorge Marziali fue músico –un reconocido cantautor de música popular argentina y ex periodista, que murió hace dos años- y su madre Betriz, artesana. “Era una familia donde pesaba lo ideológico, de militantes comprometidos y también era una época bajo fuerte influencia del hippismo”, cuenta.
Nació en el 73 en Mendoza y antes de ser Amaqui fue Beatriz, un nombre que le dieron sus padres pero con el que no se identificaba y se lo cambió más tarde, sin recurrir a ningún trámite burocrático.
En el 76, con la dictadura, sus padres se cambiaron varias veces de domicilio. Eran perseguidos. “Era un traslado permanente de lugares a lugares. No había una estructura, o más bien era una estructura móvil”, suelta con una sonrisa. De esa crianza con cambios rápidos le llegó también la música. “Es un eje en mi vida. Había música todo el tiempo en casa. Otra cosa muy particular de mi padre era que era muy amiguero y nos daba mucha libertad. Si no estaba de gira, estaban todos en mi casa. De la mañana a la noche, siempre había guitarreadas”.
–¿Y sumaste tu voz ahí?
–No sé si fue una cuestión de rebeldía o qué, pero yo no participaba. No me gustaba, cantaba solo para mí. Era tan cotidiana la música en mi casa… Iba a estudiar, piano, guitarra, flauta, pero no entraba en la cuestión mecánica familiar de la música.
Hoy, en cada final de sus clases, en el momento de la relajación, su voz vibra y se eleva con los mantras. Una ola que va, viene y arrastra a quienes disfrutan con la práctica.
Yoga mañana, tarde y noche, cubriendo casi todos los días de la semana. Es un ritmo que suena insostenible para cualquiera de los mortales, pero tanto en sus clases como fuera de la colchoneta, Amaqui Marziali transmite calma y armonía. Todo con un tono de voz que nunca se eleva.
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