La increíble historia de Playas Doradas contada por el pionero que la divisó desde un avión

El arquitecto Ronaldo Paterson llegó a Sierra Grande a mediados de 1972 para dirigir la construcción de la villa para los trabajadores de la mina de hierro. En 1974, le dieron una segunda misión: encontrar una playa para una población que pasó de un puñado de habitantes a 14.000 en menos de un año. Esta es su apasionante historia.

El arquitecto Ronaldo Paterson llegó a Sierra Grande a mediados de 1972 para dirigir la obra de la villa donde se alojarían los trabajadores de la mina Hierro Patagónico Sociedad Anónima (Hipasam), la inversión en obra pública más importante en los comienzos de los años 70, que tendría como destino ese inhóspito punto al sudeste de Río Negro para extraer el mineral de sus entrañas.

Cuando comenzó la construcción del ferroducto, la planta de peletizacion y el embarcadero se restringió el acceso a la playa de Punta Colorada a la que iban los antiguos y nuevos habitantes de una población en vertiginoso crecimiento: de apenas un puñado de pobladores, entre Sierra Grande y la villa llegaron a 14.000 habitantes en menos de un año. Entre ellos, los suecos y noruegos que habían llegado para desarrollar el proyecto y que por las botellas que dejaban al irse habían inspirado un mote para aquellas arenas en la costa del golfo San Matías: Campari Beach.  

En el verano de 1974 el coronel Ismael Sierra le encargó a Paterson una segunda misión: que buscara una playa alternativa.  

Esta es la apasionante historia del arquitecto que llegó a Sierra Grande cuando todo estaba por hacerse y que un día despegó a bordo de un avión Bimotor Dove alquilado en Trelew en busca de una nueva playa. Desde Miramar, donde atravesó la cuarentena, compartió sus recuerdos.


La inolvidable aventura patagónica había comenzado para Paterson en 1972, cuando salió desde Quilmes (al sur del Gran Buenos Aires) para volar en un avión de Austral hasta el aeropuerto de Trelew.  

Nadie lo esperaba en el aeropuerto como estaba previsto y tras un buen rato fue a la radio local para que avisaran que estaba ahí y que alguien de Hipasam lo fuera a buscar. El chofer llegó dos horas más tarde llegó y le pidió disculpas: se había confundido el día de su arribo. Recorrieron después los 210 km, con un tramo de 40 km de ripio entre Arroyo Verde (límite provincial entre Chubut y Río Negro) y Chacritas, como le decían los pobladores a Sierra Grande.  

“Chacritas era una población muy dispersa, la única en los 280 km que separan San Antonio Oeste de Puerto Madryn. Había una estación de servicio prefabricada del Automóvil Club Argentino sobre la ruta 3, una casilla con un grupo electrógeno, dos o tres construcciones viejas con no más de dos habitaciones cada una, una de las cuales era una mercería, vivían cuatro pobladores en las inmediaciones», relató Paterson en uno de los capítulos del libro que escribe por estos días y que recopila también experiencias pioneras en las represas de El Chocón, Yaciretá, Salto Grande y Piedra del Águila, entre otras obras de gran envergadura en el país.

El arquitecto Ronaldo Paterson hoy: cuarentena en Miramar.

«El edificio del correo, la única construcción razonablemente bien construida, ya tenía más de 50 años y estaba a unos 5 km, muy apartado de la ruta, solitario en medio del campo”, agregó.

A unos cinco km estaba la pulpería con 100 años de historia, parador obligado de aprovisionamiento de los viajeros y sus travesías de meses con sus carretas y ganado para radicarse en la Patagonia. Aún conservaba los barrotes que mantenía alejados a los clientes. Era de los Gatica y Prado, dueños de la mercería y del hotel Tolosa en Puerto Madryn, describe.


En su primer oficina en el campamento, una habitación a merced del viento indomable de la Patagonia aledaña a uno de los galpones, el arquitecto armó el equipo de trabajo sin perder tiempo. “No había documentación alguna: unos días antes de mi llegada se había incendiado la oficina utilizada hasta ese momento junto con todos los documentos. Por eso no contaba con un estudio previo de la planialtimetría del lugar para la medición y certificación de los movimientos de tierra que se habían realizados y los que serían realizados”, recordó.

La villa de los trabajadores vista desde el aire en aquel vuelo. Fotos: Ronaldo Paterson.

Se sumaron un topógrafo de Fabricaciones Militares, un agrimensor de Bahía Blanca y como jefe de ellos el ingeniero Hans Hickethier. El técnico Fullana que había trabajado con Paterson en El Chocón en mediciones y certificaciones, un amigo de Fullana también de San Juan y un maestro mayor de obras de Tucumán, un dibujante de apellido Soria. Y el chofer Sambueza, “un verdadero baluarte”, oriundo de San Antonio Oeste.


Si al principio las jornadas eran muy extensas y terminaban a las 21 para sacarse la tierra de encima con una ducha y cenar, con la incorporación de más personal se fueron normalizando.  

Aquellas cenas que compartían en el comedor del campamento los primeros seis profesionales tenían una regla: estaba prohibido hablar de trabajo e infringirlo se penaba con una botella de whisky.

Una noche, a “Felucho” (el médico correntino de Hipasam) se le ocurrió preguntarles cómo estaban. “Ahí nomás le aplicamos la sanción: entendimos que preguntarnos eso formaba parte de su trabajo como médico”, recordó con una sonrisa Paterson.

Además del arquitecto y “Felucho” los comensales eran el tucumano Julio César “Chango” Ávila (geólogo jefe del emprendimiento); Jorge “Petiso” Bertolessi (jefe de Agrimensura); Joaquín Aguirrezabala; Reginaldo César Dennehy (capacitación de personal) y el ingeniero Nicolás Mayer, a cargo de los acueductos La Ventana y Los Berros ubicados a 130 y 90 kms de distancia respectivamente de Sierra Grande.


“Debían proveer de agua a la población de esa localidad, así como a la villa que debíamos construir y al proceso industrial, que contemplaba trasladar el mineral de hierro ya tratado mediante un ferroducto que lo llevaba mezclado con agua a la planta de peletización que había que construir en Punta Colorada, a algo más de 35 kms de la mina, sobre la costa del Golfo”, recordó.

Bertolessi y Paterson se habían hecho amigos en El Chocón. “Él y Eva tenían varones de la edad de los nuestros. Y al igual que nosotros tuvimos hijos justo antes de irnos a Sierra Grande, ellos una nena y Loreta y yo a Duncan”, afirmó Paterson.  


En los comienzos la rutina era viajar con Bertolessi en el Rambler Ambassador de su amigo desde Madryn (138 km) y dormir en el campamento para regresar a la noche siguiente a la ciudad chubutense. Pero cuando los Gatica y Prado agregaron habitaciones a la mercería se mudó ahí, donde se quedaba el día que no dormía en Sierra Grande.

Por entonces se había sumado al equipo de trabajo un ingeniero cordobés, quien le contó que paraba en el mismo lugar en Puerto Madryn los días que Paterson estaba en el campamento y que estaba impactado por el nivel del servicio, ya que hasta le suministraban pijamas.

“Le pregunté cuál era la habitación que le daban ¡y era la mía! Ahí caí en la cuenta que los pijamas que usaba eran los míos.  Me fui a quejar diciendo que yo pagaba el hotel sobre la base de un pago mensual, por lo que no correspondía que se lo alquilaran a otro los días en que yo no estaba”, relató.

Una noche al volver de Sierra Grande, fue hasta la sede del Banco Nación, un edificio moderno donde vivía el gerente Montes, a quien recuerda como un verdadero caballero.

El auto del arquitecto en Sierra Grande. Le dieron un crédito del Banco Nación para poder comprarlo. Foto: Ronaldo Paterson.

Le pidió disculpas por la hora (la única posible para él) y le preguntó si podía acceder a uno de los créditos para profesionales que querían radicarse en la Patagonia. Además de presentarle a su familia y ofrecerle un café, el gerente le abrió las puertas para el préstamo y así Paterson pudo comprar su primer Ford Falcon.


Cuando fue necesario sumar un arquitecto, Paterson viajó a Buenos Aires para entrevistar a los postulantes y optó por Horacio Fariña, de Bernal, al sur del conurbano bonaerense. “Un excelente profesional, un muy buen amigo muy querido por todos”, recordó Paterson.

Fariña viajó con su mujer Beatriz y su hijo de cuatro años en un Citroen 2cv tan cargado que en una larga cuesta entre Viedma y San Antonio Oeste con el acelerador a fondo el motor explotó.  

Paterson hizo unos 160 km hasta que lo encontró a la vera de la ruta. Pasaron las valijas, las cajas y las jaulas de los pajaritos a la F 100 doble cabina, a la que se sumaron Beatriz y el niño.

Fariña se quedó al volante de su auto mientras lo remolcaba, pero los cascotazos del camino de ripio lo destruyeron y llegó a su nuevo destino casi congelado y cubierto de polvo. Así se sumaba otro pionero a Sierra Grande, a esa altura ya con dos manzanas de casas prefabricadas. La familia recién arribada se instaló en una vivienda frente a la de Paterson, Loreta y los chicos.


Extrovertido y chispeante, Fariña compartía habitación en el campamento con el ingeniero alemán Hans Hicketier, un hombre de 75 años meticuloso y serio. Cada noche, antes de irse a domir, le decía una de las pocas frases en inglés que sabía: “Kiss me Kate”. Se daba vuelta en su cama y apagaba el velador mientras el europeo se quedaba petrificado en la suya.

Un día Horacio le preguntó qué quería decir eso a Paterson. “Bésame Catalina”, le respondió. Y se tentó. “Tuvimos que explicarle a Hans que lo que le decía Horacio no tenía connotación sexual alguna, que era solo una broma”, relató el arquitecto.


De las cuatro familias originales Sierra Grande pasó a tener 14.000 habitantes en un solo año, explica Paterson. “La gente que venía de otro lado a buscar trabajo, o instalarse con algún negocio, no tenía donde vivir. Muchos de ellos se conseguían alguna chapa acanalada vieja, la asentaban sobre unos pocos ladrillos a unos treinta centímetros del suelo y se acostaban debajo para pasar la noche, donde la temperatura caía en invierno hasta 16 grados centígrados bajo cero y los vientos eran casi siempre muy intensos. Otros comenzaron a construir una vivienda y se instalaban no bien estaban levantando las paredes”, señaló.

Vista de Playas Doradas. Foto: Martín Brunella.

Sin agua, sin luz, sin gas, sin baños. El sanitario del ACA era solo para los clientes. Ahí estaba el único teléfono en 270 kms, entre San Antonio Oeste y Puerto Madryn.

“Cuando uno piensa que ha hecho algún tipo de sacrificio, al recordar lo que hizo esta gente no tiene más que pensar que comparativamente estábamos en un verdadero paraíso terrenal, con todas las comodidades, como energía eléctrica, agua, sanitarios, médicos, ambulancia”, afirmó Paterson.


El arquitecto describe aquellos tiempos de Sierra Grande como un pueblo del lejano Oeste que tentaba a probar suerte una legión de aventureros y estafadores atraídos por el dinero que ronda en las grandes obras.

Entre ellos, un hombre que dijo ser ingeniero civil y se presentó como si fueran grandes amigos de la época de El Chocón. Avergonzado por ese presunto olvido, el arquitecto fingió que lo recordaba. El visitante presentó su currículum y fue contratado para trabajar en la mina.

Al poco tiempo notaron que se equivocaba en conceptos elementales y para confirmar la sospecha de que se trataba de un impostor les pidieron a todos los profesionales que presentaran sus títulos para incorporar a la base de datos de Hipasam, pero él se demoraba.

Dijo haber estudiado en San Juan, pero en la universidad lo negaron. Dijo que fue un malentendido, que vivó en San Juan pero en realidad se recibió en Rosario, pero en la universidad también lo negaron. Pusieron entonces una fecha límite para entregar el titulo, pero se fugó esa noche con su familia en un Ford Fairline.

“Nos costaba creer lo que había pasado, pero aún más increíble fue cuando nos percatamos que también se había escapado esa noche el gerente técnico de Hipasam!”, recordó Paterson. En este caso, eran tan eficiente que nadie había sospechado que no tenía título habilitante.


El arquitecto describió que pudo cumplir en tiempo y forma con los plazos de las obras que tenía a cargo, pero que el resto se concluyeron con varios años de retraso.

Menciona sus charlas en 1974 con los suecos a cargo del proyecto de la explotación del yacimiento hasta la fabricación de pellets y su embarque y traslado a SOMISA y la preocupación de los nórdicos por las demoras y el impacto en los costos y la rentabilidad del emprendimiento

“El primer embarque efectivo realizado a SOMISA fue en 1981, o sea siete años después! No quiero pensar en el precio real final del producto, pero debe de haber sido una guarangada”, sostuvo Paterson.


Explica también que desde el comienzo se sabía que el mineral de hierro de Sierra Grande tenía una cantidad excesiva de fósforo y que la explotación subterránea de la mina sería mucho más cara que si fuera a cielo abierto. ¿Cuál era el argumento central de los impulsores? “Se justificaba su explotación en razón de defensa nacional porque éramos dependientes de Brasil para la provisión del mineral para nuestra industria nacional. En caso de un conflicto armado con ellos, nos veríamos privado de un insumo fundamental para llevar a cabo una guerra», señaló.

“Es así que los suecos planificaron todo, con la construcción de una planta procesadora de fósforo para que con su venta se compensaría la pérdida que produciría la de hierro», agregó en referencia a ese mineral que se utilizaba en los campos como fertilizante que así dejaría de importarse.


En el verano de 1974 Patersón despegó de la flamante pista de Sierra Grande a bordo del bimotor Dove alquilado en Trelew en busca de la playa alternativa que le había encomendado encontrar el coronel Sierra.

El despegue en el verano de 1974 para sobrevolar el Golfo San Matías. Foto: Ronaldo Paterson.

“Al empezar recorrer la costa noté que había una playa prometedora. Seguimos hacia el sur, llegamos a la península de Valdés y comenzamos el camino inverso hacia el norte. Al sobrevolar otra vez la playa que me había llamado la atención, noté que en ese corto tiempo pareció haberse agrandado mucho”.

Dos días después, un domingo, fue a ese lugar con su familia en la F100, por sendas vecinales, sorteando tranqueras.

De pronto observaron un barco de pesca en el horizonte, pero no el mar. Al acercarse, la embarcación estaba en el lecho de un arroyo seco, a 50 metros de una casilla: el pescador aprovechaba que el mar penetraba por el arroyo para salir y volvía antes de que bajara. A muy poca distancia estaba la playa: el arquitecto no daba crédito de sus dimensiones con la bajante.

“El lugar me pareció perfecto, por lo que decidí estudiar abrir un camino que desde Sierra Grande nos permitiese acceder al lugar”, explicó.

Topógrafos, agrimensores, ingenieros y otros integrantes del equipo recorrieron a pie la futura traza durante tres días y sus noches.

“Terminado el relevamiento se diseñó el camino y luego se procedió a su construcción. Inmediatamente la gente de Sierra Grande comenzó a utilizar la playa para su esparcimiento, quedando liberado la zona de Punta Colorada, para que se pudiesen desarrollar las obras en total seguridad”.

Playas Doradas, una verdadera maravilla. Foto: Martín Brunella.

Luego de vivir casi cuatro años en Sierra Grande, con el Falcon tan cargado al regreso como el Citroen de Fariña a la ida, tomó la ruta 3 con destino hacia Quilmes.

Mucho tiempo después, desde Miramar, dijo: “Aun al día de hoy, me despierto de noche soñando con Sierra Grande, sus vientos, sus playas, y me pregunto qué es lo que me atrajo tanto de ese lugar, que a pesar de todas sus inclemencias, caló tanto en mi como en los corazones de mi familia”.


El yacimiento fue cerrado en 1992 por el entonces presidente Carlos Menem. La empresa china MCC tiene la concesión de la mina por 99 años desde el 2005, pero permanece inactiva desde el 2016: solo hay tareas de manenimiento con una planta mínima de empleados.

Playas Doradas se consolida como una de las opciones patagónicas más atractivas en la costa rionegrina. El camino fue terminado de asfaltar a fines del 2018, es decir 44 años después de que aquellos pioneros lo abrieran.


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