El dólar en retirada

Por Redacción

Aunque los mercados bursátiles del mundo entero han reaccionado con euforia ante la decisión de la Reserva Federal norteamericana de inyectar la friolera de 600.000 millones de dólares en la economía con la esperanza de estimularla, hasta los operadores más entusiastas sospechan que sólo se trata de una nueva burbuja que no tardará en estallar. Si bien están más que dispuestos a aprovechar las oportunidades brindadas por la evolución de los mercados financieros, con pocas excepciones les cuesta creer que la mejor forma de solucionar problemas provocados por el endeudamiento excesivo consista en aumentar la producción de billetes verdes. Los más escépticos son los líderes de la Unión Europea que, además de temer que la suba del valor del euro frente al dólar tenga un impacto negativo en el bloque al frenar las exportaciones al resto del mundo de Alemania, creen que la inestabilidad monetaria provocada por la voluntad de “la Fed” de inundar el planeta de dólares baratos presagia un período de cambios traumáticos que culminarían con el fin definitivo de la hegemonía del dólar como la divisa de referencia internacional. En tal caso, Estados Unidos perdería el privilegio que le ha supuesto poder endeudarse en su propia moneda y por lo tanto tendría que manejarse como un “país normal”. Se trata de una eventualidad nada grata no sólo para los políticos norteamericanos que no están acostumbrados a acatar los límites que otros siempre se han visto obligados a respetar sino también para los dirigentes de los demás países que, si bien no les gusta “el imperialismo del dólar”, no quieren verse constreñidos a adaptarse a una situación en que ninguna moneda cumpla dicho rol. Una de las paradojas más notables de los años últimos consiste en que el gobierno del país más rico del mundo, Estados Unidos, se las ha ingeniado para depender financieramente de uno de los más pobres, ya que a pesar del crecimiento vertiginoso que ha experimentado a partir de 1979, el ingreso per cápita de China sigue siendo muy inferior al nuestro que, a su vez, apenas llega al 30% del norteamericano. A los chinos les ha sido conveniente prestar cantidades cada vez mayores de dinero a los consumidores estadounidenses para que pudieran continuar comprando los productos de sus fábricas, pero parecería que el arreglo perverso resultante tiene los días contados. Para solucionar el embrollo que se ha creado, sería necesario que los chinos mismos consumieran muchísimo más, reemplazando de tal modo a los norteamericanos en el papel de locomotora principal de la economía mundial, pero aún no están en condiciones de hacerlo y, por razones culturales, demográficas y, desde luego, económicas, puede que no lo estén nunca. Así las cosas, es comprensible que los esfuerzos de la Reserva Federal por reactivar la economía estadounidense imprimiendo más dólares hayan provocado tanta alarma. Los más preocupados son los políticos y funcionarios alemanes que no han vacilado en criticar con virulencia poco común a sus homólogos norteamericanos, acusándolos de irresponsabilidad, ya que en opinión de algunos la emisión exagerada de dólares tendrá el efecto de un tsunami sobre la economía mundial. Es que, como todos –incluyendo a los norteamericanos– saben muy bien, los problemas económicos de la superpotencia son “estructurales”, puesto que se deben al endeudamiento excesivo y la incapacidad para alcanzar el equilibrio comercial. De ser cuestión de otro país, el gobierno del presidente Barack Obama ya hubiera tenido que aplicar un ajuste casi tan severo como los de Irlanda y Grecia, pero hasta ahora ha podido ahorrarse la necesidad de someterse a una experiencia tan angustiante merced al papel internacional del dólar. Si no fuera por las grandes ventajas así brindadas, a los norteamericanos no les hubiera sido dado optar por una estrategia “keynesiana” expansiva, apostando a que andando el tiempo los paquetes de estímulo tengan los efectos deseados. En cambio, los europeos, conscientes de su propia vulnerabilidad, han elegido procurar bajar drásticamente sus respectivas deudas públicas reduciendo los gastos con la esperanza de que los mercados, debidamente impresionados por los programas de austeridad que están en marcha, lleguen a la conclusión de que en última instancia son más confiables que sus rivales transatlánticos.

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