Álvaro Uribe, entre el tribunal y la hacienda
Carolina Sanín *
Como un personaje de tragedia, Uribe está enredado en un mecanismo que él mismo echó a andar al acusar a su antagonista, el senador Iván Cepeda.
Mientras que los decretos gubernamentales confinan a los colombianos en sus casas como medida para evitar la contaminación por coronavirus, una orden judicial ha confinado a su casa al expresidente Álvaro Uribe para evitar que contamine la justicia en una investigación sobre contaminación de la justicia (manipulación de testigos) que lo involucra. Millones de colombianos consideran a Uribe el actor que mejor los interpreta en la escena pública, y otros tantos lo consideran su mayor enemigo político, es decir, el personaje que mejor encarna todo aquello que deploran de la vida en común. En el drama de la nacionalidad de unos y otros, Uribe es el protagonista; la cifra del deseo y el temor, que se contaminan mutuamente.
La casa en la que el expresidente se encuentra aislado desde el 4 de agosto es su hacienda El Ubérrimo. Presumiblemente en lugares como este y en otras propiedades de la familia de Uribe y de otros terratenientes de Colombia, y no en escenarios democráticos como el palacio presidencial o las cortes o el recinto del congreso, se ha gestado y decidido el destino violento del país durante décadas. La investigación de la que forma parte la privación de la libertad de Uribe concierne precisamente a su interferencia con testimonios que podrían vincularlo con la formación de grupos paramilitares, el recurso terrorista creado para respaldar con la fuerza el poder de defender y ampliar latifundios como el que desde ayer es la prisión de su dueño, y para propagar el mensaje de que la república puede gobernarse de la misma manera como se administran esas propiedades privadas y sustraídas a la vista del público.
Como un personaje de tragedia, Uribe está enredado en un mecanismo que él mismo echó a andar al acusar a su antagonista, el senador colombiano Iván Cepeda. Ahora se encuentra preso en la supuesta libertad de poseer territorios, que él defendió con la política y la guerra. En su papel protagónico (de “Gran Colombiano”, como lo llaman sus partidarios) solo ha podido ser confinado y aislado al mismo tiempo que los demás colombianos, sus pretendidos representados, que estamos confinados y aislados por la pandemia. Para completar la cadena simbólica, en el segundo día de su detención se descubrió que es portador asintomático del coronavirus, es decir, que ha podido contaminar y contagiar profusamente a personas y ámbitos, a pesar de su actual aislamiento tardío, que fue dispuesto para evitar otra contaminación, que también pudo propiciar. En su riqueza irónica, todos los elementos de este acto de la historia nacional parecen legibles como en un drama escrito.
Creo que la alegría que los colombianos declararon sentir por la decisión de la Corte Suprema puede referirse a la necesidad de visibilización, a la esperanza de que en el escenario común del tribunal pueda verse ordenadamente, como en un teatro, lo que ha sido invisible y caótico; a la ilusión de que en el escenario jurídico se traduzca y se represente lo sucedido en espacios oscuros y ajenos: en las haciendas que han engendrado la guerra, en las cárceles llenas de testigos posibles o improbables, en las líneas telefónicas de los poderosos.
Sin embargo, la visibilidad dramática de la historia reciente de Colombia es un espejismo. Al escenario comprensible del tribunal se impone aún la trasescena de la hacienda interminable, de cercas corribles. A los testimonios audibles se imponen las órdenes cumplidas sin que nadie las diera. El lenguaje criminal del poder solo queda escrito en la estela de la guerra. Los individuos cuyo testimonio fue -o no fue o será o no será- manipulado, y que están en el centro de este acto de la justicia son antiguos mercenarios. A la confianza en el juez se impone la desconfianza respecto de los testigos convictos.
Los dos bandos del público de este drama jurídico han expresado respectivamente alegría por la privación de la libertad y fe en la inocencia del investigado Uribe. Podría pensarse que ni la alegría ni la fe tendrían que ser los efectos emocionales de la contemplación de la justicia. ¿Con qué emoción podría el espectador hacerse a sí mismo justicia al ver a la Justicia actuar? Quizá la respuesta sea la confianza, no la excitación vindicativa por el presunto culpable detenido, ni la expectativa de su liberación, sino la entrega a la posibilidad de que se salvará algo después de todo.
Dudo de que la visibilización y la no repetición de cuanto el uribismo ha hecho en Colombia se consiga por medio del esclarecimiento judicial y la consiguiente constatación de ironías dramáticas. Dudo que el proceso judicial centrado en un protagonista trágico, todavía concebido como representante principal de una nación, pueda reparar nada.
En lugar de escenificar una alegría por el confinamiento de un presunto culpable, podríamos evocar una alegría franca que ya tuvimos: la que trajo la firma de los acuerdos de paz de 2016 y que la desconfianza uribista saboteó. No es en el castigo, sino en el cumplimiento de los acuerdos, en el final de las viejas representaciones y en el nuevo comienzo de una república perdonada y absolutoria, donde se puede fundar en Colombia la confianza, que es la alegría de la justicia.
* Escritora colombiana. Servicio The Washington Post
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