Acostumbrados a sufrir
No sé si la antifragilidad argentina nos salvará. Pero creo que caer en el catastrofismo negativo de quienes esperan que las cosas mejoren solo con un golpe (divino, de Estado o de suerte) es una peor opción conceptual ante el futuro.
Hacia mediados del siglo XVIII se desarrolló en Europa en las comunidades religiosas (fue especialmente fuerte entre los judíos) una creencia que anticipaba la nueva revolución política y la explicaba como un castigo divino. Este creencia suponía que la revolución era una “catástrofe” (equivalente al Diluvio bíblico) que venía a depurar no solo a la humanidad de sus hijos más perversos, sino al planeta en su conjunto.
Los creyentes llamaron “catastrofismo” a este punto de vista: abogaba por una catástrofe que, al terminar con la perversión, daría lugar a una sociedad angélica -o, al menos, más identificada con los valores religiosos-. El término nació en el campo religioso, pero pronto pasó a todos los demás, incluso a la ciencia (Cuvier, en el siglo XIX, iba a explicar el desarrollo geológico de nuestro planeta en base a esta idea). De esas sectas religiosas surgieron muchos de los futuros revolucionarios políticos que participaron de la renovación política de Europa, en su transición entre las monarquías absolutas a las repúblicas modernas. Aunque Karl Marx criticó la idea de catástrofe (depuración moral) como parte de la revolución que sus teorías anticipaban, la izquierda incorporó la idea como algo sustancial al proceso de cambio.
El catastrofismo cree que la sociedad necesita algo que la conmueva desde sus raíces, expulse a los elementos indeseables y haga florecer las buenas semillas”
El catastrofismo como idea de regeneración está tan enraizado en la mentalidad religiosa moderna como en la política actual. Es masiva la creencia de que “la sociedad” necesita algo que la “conmueva desde sus raíces, expulse a los elementos indeseables y haga florecer las buenas semillas”. En todas las crisis argentinas aflora masivamente un sentimiento catastrofista. Lo vimos aparecer en 2001 en la consigna “Que se vayan todos”. Fue el sentimiento que permitió el apoyo masivo a todos los golpes de Estado, con multitudes que creían que una fuerza no explícitamente política como los militares podía “depurar” el Estado de la corrupción a la que lo habían arrastrado “los políticos”.
Ahora la pandemia nos pone ante una crisis que no tiene antecedentes. No tanto por la cantidad de muertos que posiblemente se produzcan por el coronavirus, sino por las profundas transformaciones sociales, culturales y económicas que ocasionará tener en cuarentena (rigurosa o administrada, según los países) a la mitad de la humanidad. Es algo inédito y las consecuencias también serán inéditas. No es raro que muchas de las intervenciones teóricas -casi todas sin saberlo- tengan un fuerte sesgo “catastrofista”. Justamente porque esta vez, realmente, estamos ante una experiencia para la que no tenemos receta. Es absolutamente excepcional.
Casi nadie piensa que superaremos la pandemia siendo mejores, sino con más pobreza, más dificultades, con muchas pérdidas (materiales y espirituales). Los economistas dicen que llevará años (los más pesimistas hablan de décadas) volver a tener una vida material equivalente a la de 2019. ¿Y si no fuera así?
Se ha citado hasta el hartazgo la idea de Cisne Negro de Nassim Taleb, que presupone la irrupción de algo excepcional (el cisne negro, cuando uno pensaba que todos eran blancos) en una normalidad que queda completamente patas para arriba. Obviamente, la pandemia parece encajar a la perfección en esa clasificación. Pero Taleb también tiene otra idea, la de antifrágil, que puede servirnos para tener una mínima esperanza en la Argentina; al menos, si no hacemos todo mal.
El subtítulo del libro Antifrágil es “Las cosas que se benefician del desorden”. Y si algo sabemos los argentinos es sobrevivir al desorden. Desde 1970 aproximadamente hemos vivido en ese estado, con picos terribles durante las tres o cuatro grandes crisis (Rodrigazo, Hiperinflación, 2001 y ahora recesión más pandemia). No solo hemos sobrevivido a esas crisis (al menos a las que ya pasaron), sino que aprendimos algunas cosas. Estamos hoy más sabios que en el Rodrigazo o en la hiperinflación, y también que durante el estallido del 2001. El positivo comportamiento social durante este mes de cuarentena nos muestra mucho mejores de lo que solemos vernos.
Taleb aclara que el antifrágil no es el resiliente, que resiste el choque, pero permanece igual. El antifrágil aprende y mejora a partir de la situación crítica a la que se enfrenta. Es muy temprano para saberlo, pero si como sociedad estamos aprendiendo lo suficiente en esta situación terrible (en la que gran parte de la economía que teníamos ha colapsando), los argentinos tal vez estaremos mejor preparados que las sociedades acostumbradas a la prosperidad para salir adelante luego de esta tormenta inédita.
No sé si la antifragilidad argentina nos salvará. Pero creo que caer en el catastrofismo negativo de aquellos que esperan que las cosas mejoren solo con un golpe (divino, de Estado o de suerte) es una peor opción conceptual ante el futuro.
Ojalá podamos decir: expertos en dolores, al fin sabios.
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