A la espera del plan maestro


Alberto ya entenderá que, por geniales que sean los integrantes de los diversos equipos económicos que lo acompañan, no les será dado confeccionar un “plan” que sea políticamente atractivo.


El presidente Alberto Fernández ya sabe que, cuando de la escurridiza economía nacional se trata, es irresistiblemente fácil criticar el desempeño ajeno pero no lo es en absoluto hacer las cosas mejor. Antes de las elecciones, todo le pareció muy sencillo: “Macri, el día que apagó el consumo, mató la economía”, dijo, de suerte que “hay que volver a encenderla reactivando el consumo. ¿Cómo se resuelve? Poniendo plata en los bolsillos de los que trabajan y en los jubilados”, los que, aseguró, recibirían enseguida un aumento del veinte por ciento.

No se equivocaba por completo – todos coinciden en que un boom de consumo tendría un impacto muy positivo -, pero como pronto se dio cuenta, sería necesario algo más que la generosidad presidencial para desatar uno que no fuera inflacionario y por lo tanto contraproducente.

Aunque jura tener a mano la solución para el problema así planteado, dice que no la hará pública hasta que se haya arreglado el tema de la deuda, pero sucede que los acreedores son reacios a colaborar mientras no sepan más acerca de lo que el gobierno se propone hacer una vez se haya llegado a un acuerdo, si es que uno resulta posible.

Mientras tanto, el tiempo corre, llevando consigo la ilusión de que la estrategia albertista sería fundamentalmente distinta de la macrista.

Nadie quiere que la Argentina caiga nuevamente en default; además de dolorosas repercusiones internas, asestaría un golpe brutal al precario sistema financiero mundial.

Alberto ya entenderá que, por geniales que sean los integrantes de los diversos equipos económicos que lo acompañan, no les será dado confeccionar un “plan” que sea políticamente atractivo. Repudiada por él mismo la alternativa de “emitir a lo loco” para que haya plata en todos los bolsillos, tendrá que manejarse con los escasos recursos financieros que hay, lo que hace previsible un período acaso prolongado de austeridad extrema que, si no estuvieran en el poder, los peronistas denunciarían por inhumanamente neoliberal.

Mauricio Macri se enfrentó con una situación muy similar, razón por la que optó por el gradualismo con la esperanza de que la aprobación de los líderes políticos de los países más prósperos desataría “una lluvia de inversiones” que le ahorraría la necesidad de ajustar y de tal modo no sólo provocar una crisis política de dimensiones descomunales sino también “apagar el consumo”, como en efecto hizo luego de obligarlo la corrida contra el peso de abril de 2018 a tomar medidas que en buen lógica debió haber ordenado días después de iniciar su gestión.

Alberto también ha sido beneficiado por el respaldo verbal de los mismos mandatarios extranjeros que habían elogiado a Macri, pero no hay señales de que la palabras amistosas pronunciadas por Angela Merkel, Emmanuel Macron y su santidad Jorge Bergoglio hayan conmovido a los bonistas. A lo sumo, lo ayudarán a conservar el apoyo del Fondo Monetario Internacional.

Nadie quiere que la Argentina caiga nuevamente en default; además de las dolorosas repercusiones internas, asestaría un golpe brutal al precario sistema financiero mundial.

Así y todo, por motivos comprensibles la parte solvente de la comunidad internacional es reacia a subsidiar hasta nuevo aviso a un país que, por las consabidas razones políticas, no produce lo suficiente como para satisfacer sus necesidades básicas.

Si el “plan” que Alberto dice tener escondido les pareciera capaz no sólo de frenar la inflación sino también de aumentar la productividad sin provocar la reacción furibunda de los enemigos de todo cuanto sabe a austeridad, los ricos del mundo podrían estar dispuestos a darle una mano, pero hasta ahora sólo han oído promesas parecidas a las formuladas por Macri.

Antes de las elecciones, el conocido economista Guillermo Calvo, si bien negó “estar a favor de Cristina y su gente”, opinó que lo que más necesitaba el país era un gobierno peronista porque “hay que hacer cosas que son políticamente muy impopulares”, como reducir masivamente el empleo público, lo que haría “culpando al gobernante previo” por haberle dejado un lío tremendo.

Aunque Alberto ya ha puesto en marcha un ajuste que atribuye a los errores de Macri, hasta ahora no se ha animado a intentar las temidas reformas estructurales que, a juicio de economistas tanto locales como extranjeros, le permitirían al país aprovechar plenamente sus muchas ventajas naturales y su capital humano.

Antes bien, ha preferido mantener cruzados los dedos y rezar para que no se vea constreñido a arriesgarse tomando medidas que, además de tener consecuencias sociales desafortunadas, significarían conflictos con sectores corporativos como la clase política, la “familia judicial” y el sindicalismo, que suelen cerrar filas para conformar un bloque muy conservador que subordina todo a la defensa de los privilegios que a través de los años ha acumulado.



Alberto ya entenderá que, por geniales que sean los integrantes de los diversos equipos económicos que lo acompañan, no les será dado confeccionar un “plan” que sea políticamente atractivo.

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