Nos gusta creer (en algo falso)
Investigaciones en psicología cognitiva o neurociencias señalan que nuestra “irracionalidad prejuiciosa e ignorante” es un rasgo de la evolución que fue positivo hace ciento de miles de años. Hoy nos causa muchos problemas.
Mientras más se estudia nuestra mente más se descubre que los seres humanos deseamos creer. No importa en qué. Nos sentimos mal cuando nos enfrentamos a la duda o cuando algo cuestiona lo que veníamos creyendo. Por el contrario, todos los experimentos en neurociencias demuestran que nuestro cerebro recibe una dosis extra de dopamina (lo que nos provoca placer físico) cuando cualquier cosa parece confirmar algo que ya creemos (aunque esa creencia sea falsa). No nos interesa razonar correctamente o saber la verdad. Lo que queremos es confirmar nuestros prejuicios.
¿Cómo es posible que prefiramos estar equivocados (y seguir pensando lo mismo) antes que cambiar nuestras creencias, incluso cuando ese cambio podría mejorar nuestras vidas? Según varias investigaciones en psicología cognitiva o neurociencias, nuestra “irracionalidad prejuiciosa e ignorante” es un rasgo de la evolución que fue positivo hace ciento de miles de años. Aunque hoy nos cause muchos problemas, en aquella época nos permitió sobrevivir mejor.
Si evaluamos intelectualmente la forma en que nos atenemos a nuestras creencias erróneas podemos creer que la razón está fallada. Pero la razón no parece haber surgido para resolver problemas matemáticos ni para debatir la política de salud pública.
Según Hugo Mercier y Dan Sperber en su libro “The Enigma of Reason”, la mayor ventaja de los homos sapiens sobre otras especies fue su capacidad de cooperar y para lograrlo los hombres primitivos debieron creer ciegamente en el grupo del que formaban parte: dudar podía costarles la vida. De ahí que aún hoy sea tan masivo el sesgo de confirmación (esa tendencia que nos lleva a aceptar todo lo que coincide con nuestras ideas y a rechazar lo que las contradice).
Por otro lado, en el grupo de cazadores recolectores la creencia de cada individuo era más sólida cuando podía poner a prueba lo que decían los otros. De ahí que nuestra mente sea muy buena para descubrir los errores de los otros, pero es pésima para comprender que uno mismo está equivocado. Por eso Mercier y Sperber prefieren llamar “sesgo de mi lado” al “sesgo de confirmación”.
Según Steven Sloman y Philip Fernbach (en “The Knowledge Illusion”), la mayoría de las personas cree que sabe mucho más de lo que realmente sabe (y ese desfasaje puede llegar a lo que habitualmente se denomina “efecto Dunning-Kruger”, ese sesgo cognitivo según el cual los individuos con escasa habilidad o conocimientos sufren de un sentimiento de superioridad ilusorio, considerándose más inteligentes que el resto). Lo que nos permite persistir en la creencia de que sabemos más de lo que sabemos es nuestra relación con otras personas. Por ejemplo, creemos saber cómo funcionan las mayoría de las cosas que usamos, pero realmente no lo sabemos. Alguien las diseñó para que podamos usarlas fácilmente sin saber nada de ellas (desde el inodoro al bolígrafo).
Justamente los humanos somos muy buenos en confiar en lo que hacen otros humanos en los que creemos (y eso nos ahorra muchísimo tiempo y energía: imaginen si cada persona debiera saber hacer cada cosa que existe). Hemos confiado en la experiencia de los demás desde que descubrimos cómo cazar juntos, lo que fue clave en nuestra historia evolutiva. Tan bien colaboramos, sostienen Sloman y Fernbach, que no sabríamos decir dónde termina nuestra comprensión de un proceso y dónde comienzan las ideas de los demás.
El problema, agregan Sloman y Fernbach, es cuando llevamos esa confianza en el saber técnico de los otros -que consideramos “nuestro propio saber”- al campo de lo político o de lo social. Confiar, durante la Edad de Bronce, en que tal hombre hacía un buen cuchillo nos ahorraba mucha energía.
Pero desconocer lo esencial de las discusiones sociales y políticas (como sucede con gran parte de la ciudadanía de todos los países) termina siendo peligroso cuando se debaten temas que ponen en riesgo la vida en sociedad, como la instauración de la pena de muerte, la obligatoriedad de las vacunas o la elección para el gobierno de un partido racista y autoritario.
En sus investigaciones Sloman y Fernbach descubrieron que las posiciones políticas más extremas y los sentimientos más fuertes acerca de los problemas sociales que se debaten surgen cuando no existe una comprensión profunda de esos problemas. Por ejemplo, comprobaron que la gente que desconocía dónde quedaba Ucrania en un mapa o que no podía citar ni un solo acontecimiento histórico de ese país era la más propensa a estar de acuerdo en que entrara en guerra con sus vecinos (incluso sin saber bien cuáles eran).
El problema hoy es cómo lograr que esas creencias erróneas (que nos da placer continuar teniendo) no sean las que nos informen cuando tengamos que decidir cuestiones esenciales para la vida en conjunto.
Todavía no hemos encontrado la solución. Entre otras cosas porque la argumentación racional no sirve para convencer a la mayoría de que está equivocada.
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