Río Negro Online / opinión
De tomarse en serio los resultados de una de esas encuestas instantáneas que hacen los diarios a través de Internet, más del ochenta por ciento de los cibernautas consultados por Clarín cree que la crisis boliviana se explica por “el fracaso del neoliberalismo en la región”. ¿Qué quieren decir con esto? ¿Que de no haber sido por la estulticia “neoliberal” todos los habitantes de Bolivia estarían nadando en la prosperidad o, por lo menos, disfrutando de un nivel de bienestar satisfactorio? Es de suponer que, de reflexionar un poco, la mayoría aceptaría que sencillamente no existe ninguna receta que permita que un país como Bolivia logre enriquecerse a un ritmo ultrarrápido y que, por lo tanto, si tenemos que hablar de “fracaso”, sería más lógico atribuirlo al país en su conjunto. Asimismo, es igualmente absurdo afirmar que “el fracaso” argentino se haya debido sólo a la voluntad del gobierno de Carlos Menem de aplicar aquí algunas políticas que habían funcionado bien en todos los países desarrollados. Después de todo, el atraso de América Latina no es un fenómeno reciente, sino que se remonta a los días del imperio español, y entre sus causas básicas está la propensión generalizada a dar por descontado que si uno cree con fervor en la ideología apropiada -la fe verdadera, por decirlo así-, todos los problemas se solucionarán. Pues bien: es posible que algunos menemistas se hayan convertido en auténticos fanáticos del credo “neoliberal” y que lean embelesados los textos sagrados confeccionados por los gurúes de moda tal, como sus equivalentes de otra mentalidad leen los escritos de Marx o el Corán, convenciéndose de que su fe no sólo los hará capaces de obrar milagros sino que también les ahorrará la necesidad de preocuparse por aquellos detalles engorrosos que podrían resultarles políticamente molestos. Tales personajes, si es que existen, se asemejarían a aquellos fieles que cumplen con regularidad todos los ritos propios de su culto particular, pero que nunca jamás soñarían con modificar su conducta a fin de adecuarla a las enseñanzas de los predicadores. A su entender, creer con unción es más que suficiente. De la misma manera, podemos presumir que a partir del 25 de mayo millones de argentinos decidieron tener fe en Néstor Kirchner y en las doctrinas que reivindica, sin que su entusiasmo renovado por ciertas verdades relevadas de los años setenta incida en lo que efectivamente haga en el próximo futuro. En todas partes, las convicciones declamadas reflejan en forma bastante imprecisa lo que podríamos calificar como creencias genuinas, o sea, aquellas que realmente determinan el comportamiento de las personas, pero parecería que en América Latina la brecha entre las ideologías públicas y los códigos privados es más ancha que en las zonas ya opulentas de Occidente. Puede que en ninguna otra región hablen tanto los dirigentes políticos de igualdad social, de la necesidad de luchar contra la pobreza, de lo intolerable que es la corrupción, etc., discurso éste que viene repitiéndose desde hace más de un siglo con variantes meramente estilísticas. Si se diera un vínculo directo entre lo que dicen los políticos y lo que sucede en el mundo, todos los países de la región serían dechados de equidad, honestidad y eficacia administrativa, pero, puesto que el universo de las palabras está a años luz de aquel de los hechos, la realidad terrestre no tiene nada que ver con la planteada por los oradores, sean ellos caudillos populares, conservadores, liberales o izquierdistas. Aunque luego de un par de siglos de frustraciones la mayoría ya debería haberse enterado de que la fe del pueblo en la buena voluntad del nuevo régimen de turno no significa mucho, la que, por el contrario, suele actuar como una droga porque, halagados por la adhesión popular, los gobernantes no querrán hacer nada que pudiera suponerles molestias, no hay señales de que la actitud esperanzada así supuesta esté por verse reemplazada por otra un tanto más realista, para no decir pragmática. Aquí las presuntas intenciones siguen pesando más que los resultados concretos, razón por la que el gobierno de Kirchner aún cuenta con la aprobación de millones, a pesar de -o quizás a causa de- su escaso interés por impulsar cambios “estructurales”, políticos, económicos o sociales. Si bien los menos ilusos entenderán que, a menos que el gobierno de Kirchner haga algo drástico por reparar lo destrozado por su padrino Eduardo Duhalde y por el compañero sanluiseño Adolfo Rodríguez Saá, no habrá inversiones importantes y, en consecuencia, al país le será sumamente difícil crecer mucho, casi todos preferirán pasar por alto este dato, tan incontrovertible como ingrato. Por supuesto que a los integrantes del establishment político les conviene mantener los debates acerca de sus actividades en un plano resueltamente teórico. Por contundentes que parezcan, las abstracciones raramente muerden, a menos que uno las tome al pie de la letra, error éste que pocos están dispuestos a cometer. Por ejemplo, denunciar la corrupción en términos tremebundos con el propósito de subrayar la honestidad propia es una cosa, pero aplicar con implacabilidad las leyes correspondientes es otra muy diferente: si la Argentina es tan corrupta como dice Transparencia Internacional, el resultado inmediato de una iniciativa de tal tipo sería en buena lógica el encarcelamiento de centenares, acaso de miles, de funcionarios y legisladores. Huelga decir que a Kirchner y sus allegados jamás se les ocurriría intentarlo: seguirán fulminando contra los “narcodemócratas” sin pensar en nombrar a ninguno. Mientras siga siendo una cuestión de fe en la ideología o subideología coyunturalmente en boga, no habrá necesidad alguna de tomar demasiadas medidas concretas. Los que quieren hacer gala de su desprecio por el sector privado y de su convicción de que el Estado debería desempeñar un papel más activo, no se sentirán constreñidos a reformarlo para que pueda cumplir las funciones que dicen creer indelegables. ¿Por qué hacerse antipático enfrentándose con sindicalistas belicosos cuando es suficiente formular una serie de declaraciones rimbombantes? ¿Por qué tratar de mejorar el nivel educativo de vastos sectores de la población cuando es políticamente más provechoso informarles que son víctimas inocentes de un credo perverso de origen foráneo y que, derrotado éste, los trabajos bien remunerados, pero por fortuna poco exigentes, se multiplicarán como hongos luego de un chaparrón oportuno? En América Latina, las doctrinas, consensos, ideologías y cosas por el estilo son como las dietas que les venden a gordos deseosos de adelgazar sin tener que cambiar su estilo de vida. Incluso las que en principio son buenas resultarán inútiles si después de probarlas por una semana o dos los preocupados por su salud las abandonan en favor de otra, supuestamente más científica o, desde su punto de vista, más agradable. Mal que bien, para que una estrategia económica o política funcione de forma adecuada es necesario aplicarla con disciplina durante mucho tiempo, asumiendo todas sus connotaciones y resistiéndose con tenacidad a recaer en viejos hábitos insalubres. ¿Es lo que hizo la Argentina en la década de los noventa? Claro que no: hubo algunas reformas promisorias, pero las aspiraciones reeleccionistas de los responsables de instrumentarlas no tardaron en persuadirlos de la conveniencia de dejar las cosas como estaban. ¿Se comportará con más seriedad en los años por venir? La verdad es que no hay ningún motivo para suponerlo. Sin embargo, puesto que el desempeño calamitoso del país -¿desde hace cuántos años, cincuenta, cien?-, que tanta miseria ocasionó, se ha debido más que nada a la falta de rigor práctico combinado con la costumbre de entregarse con fe religiosa al ideario que dadas las circunstancias parece menos exigente, el que a pesar de todo lo sucedido últimamente tantos hayan preferido limitarse a cambios a lo sumo superficiales, cuando no meramente retóricos, hace pensar que el colapso de fines del 2001 bien podría resultar ser sólo el primero de una serie, tal vez, muy larga.
De tomarse en serio los resultados de una de esas encuestas instantáneas que hacen los diarios a través de Internet, más del ochenta por ciento de los cibernautas consultados por Clarín cree que la crisis boliviana se explica por “el fracaso del neoliberalismo en la región”. ¿Qué quieren decir con esto? ¿Que de no haber sido por la estulticia “neoliberal” todos los habitantes de Bolivia estarían nadando en la prosperidad o, por lo menos, disfrutando de un nivel de bienestar satisfactorio? Es de suponer que, de reflexionar un poco, la mayoría aceptaría que sencillamente no existe ninguna receta que permita que un país como Bolivia logre enriquecerse a un ritmo ultrarrápido y que, por lo tanto, si tenemos que hablar de “fracaso”, sería más lógico atribuirlo al país en su conjunto. Asimismo, es igualmente absurdo afirmar que “el fracaso” argentino se haya debido sólo a la voluntad del gobierno de Carlos Menem de aplicar aquí algunas políticas que habían funcionado bien en todos los países desarrollados. Después de todo, el atraso de América Latina no es un fenómeno reciente, sino que se remonta a los días del imperio español, y entre sus causas básicas está la propensión generalizada a dar por descontado que si uno cree con fervor en la ideología apropiada -la fe verdadera, por decirlo así-, todos los problemas se solucionarán. Pues bien: es posible que algunos menemistas se hayan convertido en auténticos fanáticos del credo “neoliberal” y que lean embelesados los textos sagrados confeccionados por los gurúes de moda tal, como sus equivalentes de otra mentalidad leen los escritos de Marx o el Corán, convenciéndose de que su fe no sólo los hará capaces de obrar milagros sino que también les ahorrará la necesidad de preocuparse por aquellos detalles engorrosos que podrían resultarles políticamente molestos. Tales personajes, si es que existen, se asemejarían a aquellos fieles que cumplen con regularidad todos los ritos propios de su culto particular, pero que nunca jamás soñarían con modificar su conducta a fin de adecuarla a las enseñanzas de los predicadores. A su entender, creer con unción es más que suficiente. De la misma manera, podemos presumir que a partir del 25 de mayo millones de argentinos decidieron tener fe en Néstor Kirchner y en las doctrinas que reivindica, sin que su entusiasmo renovado por ciertas verdades relevadas de los años setenta incida en lo que efectivamente haga en el próximo futuro. En todas partes, las convicciones declamadas reflejan en forma bastante imprecisa lo que podríamos calificar como creencias genuinas, o sea, aquellas que realmente determinan el comportamiento de las personas, pero parecería que en América Latina la brecha entre las ideologías públicas y los códigos privados es más ancha que en las zonas ya opulentas de Occidente. Puede que en ninguna otra región hablen tanto los dirigentes políticos de igualdad social, de la necesidad de luchar contra la pobreza, de lo intolerable que es la corrupción, etc., discurso éste que viene repitiéndose desde hace más de un siglo con variantes meramente estilísticas. Si se diera un vínculo directo entre lo que dicen los políticos y lo que sucede en el mundo, todos los países de la región serían dechados de equidad, honestidad y eficacia administrativa, pero, puesto que el universo de las palabras está a años luz de aquel de los hechos, la realidad terrestre no tiene nada que ver con la planteada por los oradores, sean ellos caudillos populares, conservadores, liberales o izquierdistas. Aunque luego de un par de siglos de frustraciones la mayoría ya debería haberse enterado de que la fe del pueblo en la buena voluntad del nuevo régimen de turno no significa mucho, la que, por el contrario, suele actuar como una droga porque, halagados por la adhesión popular, los gobernantes no querrán hacer nada que pudiera suponerles molestias, no hay señales de que la actitud esperanzada así supuesta esté por verse reemplazada por otra un tanto más realista, para no decir pragmática. Aquí las presuntas intenciones siguen pesando más que los resultados concretos, razón por la que el gobierno de Kirchner aún cuenta con la aprobación de millones, a pesar de -o quizás a causa de- su escaso interés por impulsar cambios “estructurales”, políticos, económicos o sociales. Si bien los menos ilusos entenderán que, a menos que el gobierno de Kirchner haga algo drástico por reparar lo destrozado por su padrino Eduardo Duhalde y por el compañero sanluiseño Adolfo Rodríguez Saá, no habrá inversiones importantes y, en consecuencia, al país le será sumamente difícil crecer mucho, casi todos preferirán pasar por alto este dato, tan incontrovertible como ingrato. Por supuesto que a los integrantes del establishment político les conviene mantener los debates acerca de sus actividades en un plano resueltamente teórico. Por contundentes que parezcan, las abstracciones raramente muerden, a menos que uno las tome al pie de la letra, error éste que pocos están dispuestos a cometer. Por ejemplo, denunciar la corrupción en términos tremebundos con el propósito de subrayar la honestidad propia es una cosa, pero aplicar con implacabilidad las leyes correspondientes es otra muy diferente: si la Argentina es tan corrupta como dice Transparencia Internacional, el resultado inmediato de una iniciativa de tal tipo sería en buena lógica el encarcelamiento de centenares, acaso de miles, de funcionarios y legisladores. Huelga decir que a Kirchner y sus allegados jamás se les ocurriría intentarlo: seguirán fulminando contra los “narcodemócratas” sin pensar en nombrar a ninguno. Mientras siga siendo una cuestión de fe en la ideología o subideología coyunturalmente en boga, no habrá necesidad alguna de tomar demasiadas medidas concretas. Los que quieren hacer gala de su desprecio por el sector privado y de su convicción de que el Estado debería desempeñar un papel más activo, no se sentirán constreñidos a reformarlo para que pueda cumplir las funciones que dicen creer indelegables. ¿Por qué hacerse antipático enfrentándose con sindicalistas belicosos cuando es suficiente formular una serie de declaraciones rimbombantes? ¿Por qué tratar de mejorar el nivel educativo de vastos sectores de la población cuando es políticamente más provechoso informarles que son víctimas inocentes de un credo perverso de origen foráneo y que, derrotado éste, los trabajos bien remunerados, pero por fortuna poco exigentes, se multiplicarán como hongos luego de un chaparrón oportuno? En América Latina, las doctrinas, consensos, ideologías y cosas por el estilo son como las dietas que les venden a gordos deseosos de adelgazar sin tener que cambiar su estilo de vida. Incluso las que en principio son buenas resultarán inútiles si después de probarlas por una semana o dos los preocupados por su salud las abandonan en favor de otra, supuestamente más científica o, desde su punto de vista, más agradable. Mal que bien, para que una estrategia económica o política funcione de forma adecuada es necesario aplicarla con disciplina durante mucho tiempo, asumiendo todas sus connotaciones y resistiéndose con tenacidad a recaer en viejos hábitos insalubres. ¿Es lo que hizo la Argentina en la década de los noventa? Claro que no: hubo algunas reformas promisorias, pero las aspiraciones reeleccionistas de los responsables de instrumentarlas no tardaron en persuadirlos de la conveniencia de dejar las cosas como estaban. ¿Se comportará con más seriedad en los años por venir? La verdad es que no hay ningún motivo para suponerlo. Sin embargo, puesto que el desempeño calamitoso del país -¿desde hace cuántos años, cincuenta, cien?-, que tanta miseria ocasionó, se ha debido más que nada a la falta de rigor práctico combinado con la costumbre de entregarse con fe religiosa al ideario que dadas las circunstancias parece menos exigente, el que a pesar de todo lo sucedido últimamente tantos hayan preferido limitarse a cambios a lo sumo superficiales, cuando no meramente retóricos, hace pensar que el colapso de fines del 2001 bien podría resultar ser sólo el primero de una serie, tal vez, muy larga.
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