Réquiem para la boleta electoral
Después de la orden de sacar de su vista la estatua de Cristóbal Colón, las espasmódicas ínfulas de emperatriz de Cristina Kirchner no se verificaron con otro asunto en forma tan acabada como con el voto electrónico. “A mí me gusta entrar y ejercer mi derecho político y ciudadano, elegir la boleta y ponerla en la urna; no voy a permitir que me lo robe ninguna máquina”, dijo el 29 de octubre pasado la émula de Josefina desde el atril en el que ventiló durante años sus gustos, sus disgustos y sus opiniones omniscientes. Avisó en aquella ocasión que si un día el Congreso “pone una máquina” (quiso decir “si se instaura el voto electrónico a nivel nacional”) ella no iría más a votar, por más que el voto en la Argentina sea obligatorio. Pues bien: desde la semana pasada es un poco más probable que entre los 26 millones de votantes se contabilice en el 2017 uno menos. ¿Realmente fue un capricho personal lo que impidió todos estos años pasar del agotado sistema de boletas kilométricas al voto electrónico? Cristina Kirchner siempre actuó como caprichosa, engreída y autoritaria, pero nunca fue ingenua. Este otro “cepo” que ella le puso al voto electrónico en realidad era una máscara. ¿Qué encubría? Discurrir sobre la vulnerabilidad o confiabilidad de las máquinas de votar y mezclar el tema con un apego emocional a inmejorables tradiciones democráticas fueron fuegos de artificio destinados a disimular la decisión política de no abordar los graves problemas del sistema electoral argentino… que desde ya no se resuelven simplemente con botones. La confirmación de que ella era el escollo –por razones hondas, no por lo que argüía en público– fue inapelable: extinguida la era K, ahora el propio Partido Justicialista convalida un gran cambio del sistema. Es cierto, la opinión del descolorido PJ cotiza poco (para colmo, su presidente, Eduardo Fellner, afectado por el derrumbe de Milagro Sala, viene de perder a manos del vicegobernador Carlos Joaquim el PJ jujeño). Digámoslo de otra forma: tampoco el peronismo aplaudidor de ayer defiende hoy la idea cristinista de que no hay que tocar el sistema electoral porque es sagrado. Se suben al cambio, entre otras cosas, porque ven muy decidido al gobierno (que tiene al frente del tema a un extrapartidario, el respetado Adrián Pérez) y advierten que el statu quo no tiene banderas. Aparte de acusar al macrismo de querer hacer negocio con las máquinas, no sobran argumentos para defender lo que hay. La última semana de enero, Graciela Camaño, aguerrida diputada massista, mostraba la pulsera amarilla que le habían puesto en la muñeca para entrar a la Casa Rosada por la ilustre puerta de la explanada: “¿Estaremos en un all inclusive?”. Sus interlocutores eran los dirigentes de otros veinticinco partidos políticos también convocados para sepultar el vetusto sistema electoral de boletas de papel de hasta un metro veinte y pergeñar uno de boleta única, eventualmente con voto electrónico. Hace años que entre la mayoría de los políticos y apoderados de los partidos da vueltas la idea de que el sistema vigente es insostenible. La desastrosa elección de Tucumán, hace seis meses, marcó el antes y el después. Quizás porque allí se concentraron todos los vicios juntos: prácticas clientelares, quema de urnas, mecanismos de “acoples” multiplicados hasta el infinito, feudalismo de barricada; es decir, un cóctel de trampas artesanales, desvirtuaciones reglamentarias, impericia, parcialidad de las autoridades electorales todo con sabor a lo que el común de la gente rotula como fraude sin preocuparse por precisiones técnicas. Podría decirse que la novedad de la reunión multipartidaria en la Casa Rosada estuvo en el “all inclusive”, no aplicado a comidas y bebidas como en los hoteles caribeños sino a participantes y temario. Convocados allí por primera vez en el siglo (incluido el Partido Comunista, miembro del Frente para la Victoria), los jefes de los partidos escucharon el tríptico propuesto por el gobierno macrista: unificación del calendario electoral, creación de un órgano electoral autárquico y boleta única (que puede ser electrónica, como al parecer quiere la gran mayoría, pero también de papel). Nada es sencillo. La tarea de volver racional el calendario electoral para que no haya elecciones todos los domingos requiere de un pacto político, porque la Nación no puede imponerles una fecha unificadora a las provincias. Sin mayor pudor, los gobernadores y los jefes de gobierno porteños se acostumbraron a acomodar las fechas de elecciones (muy pocas las tienen prescriptas en sus constituciones) a sus estrategias partidarias. La fecha –y sobre todo la decisión, cuando es posible, de desdoblar las elecciones provinciales o encimarlas– se volvió una variable más de la propia campaña. Pero para acabar con esa práctica arbitraria sólo está la persuasión; una ley no puede hacerlo. Lo del órgano electoral es otro embrollo, porque la autarquía deseada es inalcanzable sin una reforma constitucional. A lo sumo se puede crear una agencia controlada por dos o por los tres poderes existentes, ya que el macrismo al parecer no acuerda con cederle todo el manejo a la Cámara Nacional Electoral, es decir, a la Justicia. Cuando menos será un gran paso terminar con el absurdo de que el ministro del Interior sea quien organice, controle y financie las elecciones nacionales (tarea que en el 2015 le tocó al ministro de Justicia por razones de interna kirchnerista). La boleta única tiene consenso, pero debe discutirse si es preferible el modelo cordobés, el santafecino u otro y cuánta será la intervención de la máquina en la emisión del voto –método que, conviene recordar, se aplica con éxito en Salta y en la Ciudad de Buenos Aires–. Claro que llevar el voto electrónico a la dimensión nacional es otra historia: se trata de cien mil mesas de votación. ¿Semejante cambio se haría en etapas, como fue en Salta, o de una sola vez, como en la Capital? Ojalá el proyecto avance de prisa, porque el año no electoral, único apto para la reforma, termina dentro de once meses.
Opiniones
Pablo Mendelevich – @PMendelevich (Especial para “Río Negro”)
Después de la orden de sacar de su vista la estatua de Cristóbal Colón, las espasmódicas ínfulas de emperatriz de Cristina Kirchner no se verificaron con otro asunto en forma tan acabada como con el voto electrónico. “A mí me gusta entrar y ejercer mi derecho político y ciudadano, elegir la boleta y ponerla en la urna; no voy a permitir que me lo robe ninguna máquina”, dijo el 29 de octubre pasado la émula de Josefina desde el atril en el que ventiló durante años sus gustos, sus disgustos y sus opiniones omniscientes. Avisó en aquella ocasión que si un día el Congreso “pone una máquina” (quiso decir “si se instaura el voto electrónico a nivel nacional”) ella no iría más a votar, por más que el voto en la Argentina sea obligatorio. Pues bien: desde la semana pasada es un poco más probable que entre los 26 millones de votantes se contabilice en el 2017 uno menos. ¿Realmente fue un capricho personal lo que impidió todos estos años pasar del agotado sistema de boletas kilométricas al voto electrónico? Cristina Kirchner siempre actuó como caprichosa, engreída y autoritaria, pero nunca fue ingenua. Este otro “cepo” que ella le puso al voto electrónico en realidad era una máscara. ¿Qué encubría? Discurrir sobre la vulnerabilidad o confiabilidad de las máquinas de votar y mezclar el tema con un apego emocional a inmejorables tradiciones democráticas fueron fuegos de artificio destinados a disimular la decisión política de no abordar los graves problemas del sistema electoral argentino... que desde ya no se resuelven simplemente con botones. La confirmación de que ella era el escollo –por razones hondas, no por lo que argüía en público– fue inapelable: extinguida la era K, ahora el propio Partido Justicialista convalida un gran cambio del sistema. Es cierto, la opinión del descolorido PJ cotiza poco (para colmo, su presidente, Eduardo Fellner, afectado por el derrumbe de Milagro Sala, viene de perder a manos del vicegobernador Carlos Joaquim el PJ jujeño). Digámoslo de otra forma: tampoco el peronismo aplaudidor de ayer defiende hoy la idea cristinista de que no hay que tocar el sistema electoral porque es sagrado. Se suben al cambio, entre otras cosas, porque ven muy decidido al gobierno (que tiene al frente del tema a un extrapartidario, el respetado Adrián Pérez) y advierten que el statu quo no tiene banderas. Aparte de acusar al macrismo de querer hacer negocio con las máquinas, no sobran argumentos para defender lo que hay. La última semana de enero, Graciela Camaño, aguerrida diputada massista, mostraba la pulsera amarilla que le habían puesto en la muñeca para entrar a la Casa Rosada por la ilustre puerta de la explanada: “¿Estaremos en un all inclusive?”. Sus interlocutores eran los dirigentes de otros veinticinco partidos políticos también convocados para sepultar el vetusto sistema electoral de boletas de papel de hasta un metro veinte y pergeñar uno de boleta única, eventualmente con voto electrónico. Hace años que entre la mayoría de los políticos y apoderados de los partidos da vueltas la idea de que el sistema vigente es insostenible. La desastrosa elección de Tucumán, hace seis meses, marcó el antes y el después. Quizás porque allí se concentraron todos los vicios juntos: prácticas clientelares, quema de urnas, mecanismos de “acoples” multiplicados hasta el infinito, feudalismo de barricada; es decir, un cóctel de trampas artesanales, desvirtuaciones reglamentarias, impericia, parcialidad de las autoridades electorales todo con sabor a lo que el común de la gente rotula como fraude sin preocuparse por precisiones técnicas. Podría decirse que la novedad de la reunión multipartidaria en la Casa Rosada estuvo en el “all inclusive”, no aplicado a comidas y bebidas como en los hoteles caribeños sino a participantes y temario. Convocados allí por primera vez en el siglo (incluido el Partido Comunista, miembro del Frente para la Victoria), los jefes de los partidos escucharon el tríptico propuesto por el gobierno macrista: unificación del calendario electoral, creación de un órgano electoral autárquico y boleta única (que puede ser electrónica, como al parecer quiere la gran mayoría, pero también de papel). Nada es sencillo. La tarea de volver racional el calendario electoral para que no haya elecciones todos los domingos requiere de un pacto político, porque la Nación no puede imponerles una fecha unificadora a las provincias. Sin mayor pudor, los gobernadores y los jefes de gobierno porteños se acostumbraron a acomodar las fechas de elecciones (muy pocas las tienen prescriptas en sus constituciones) a sus estrategias partidarias. La fecha –y sobre todo la decisión, cuando es posible, de desdoblar las elecciones provinciales o encimarlas– se volvió una variable más de la propia campaña. Pero para acabar con esa práctica arbitraria sólo está la persuasión; una ley no puede hacerlo. Lo del órgano electoral es otro embrollo, porque la autarquía deseada es inalcanzable sin una reforma constitucional. A lo sumo se puede crear una agencia controlada por dos o por los tres poderes existentes, ya que el macrismo al parecer no acuerda con cederle todo el manejo a la Cámara Nacional Electoral, es decir, a la Justicia. Cuando menos será un gran paso terminar con el absurdo de que el ministro del Interior sea quien organice, controle y financie las elecciones nacionales (tarea que en el 2015 le tocó al ministro de Justicia por razones de interna kirchnerista). La boleta única tiene consenso, pero debe discutirse si es preferible el modelo cordobés, el santafecino u otro y cuánta será la intervención de la máquina en la emisión del voto –método que, conviene recordar, se aplica con éxito en Salta y en la Ciudad de Buenos Aires–. Claro que llevar el voto electrónico a la dimensión nacional es otra historia: se trata de cien mil mesas de votación. ¿Semejante cambio se haría en etapas, como fue en Salta, o de una sola vez, como en la Capital? Ojalá el proyecto avance de prisa, porque el año no electoral, único apto para la reforma, termina dentro de once meses.
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