Mitos latinoamericanos

Por James Neilson

De las cuatro regiones que conforman la civilización occidental, Europa, sus dos hijas transatlánticas y Australasia, América Latina es la más pobre por un margen muy amplio. Además, el abismo que la separa de su madre y de sus hermanas propende a hacerse más ancho porque nunca ha manifestado interés en priorizar la productividad, o sea, estar dispuesta a prestar mucha más atención a las ciencias duras, las que distan de ser las materias reinas de las universidades latinoamericanas, a tratar a los empresarios realmente exitosos con el mismo respeto que antes recibían políticos de retórica revolucionaria y estar genuinamente convencida de que el recurso más valioso de todos consiste en la inteligencia y la iniciativa de millones de hombres y mujeres libres.

Hace un siglo, las diferencias supuestas por el carácter presuntamente «antimaterialista» pero en verdad sumamente conservador de la cultura latinoamericana no parecían tan significantes. Algunos países de la región, sobre todo la Argentina, eran tan ricos como cualquier otro de origen europeo mientras que en Europa misma y en América del Norte los desesperadamente pobres abundaban. Desde entonces, empero, los avances científicos y tecnológicos continuos, acompañados por una serie incesante de innovaciones administrativas y sociales, han transformado el panorama por completo. Europa, Australasia y América del Norte se han enriquecido; América Latina ha quedado atrás.

Explicar lo que ha sucedido es claramente esencial, pero también es muy difícil por motivos que podrían ser calificados de psicológicos. A pocas personas les gusta confesar haber hecho todo mal y son aún más escasos los «sectores» o instituciones que lo harían. Si bien muchos se han dado a hablar con vehemencia de lo necesaria que es la «autocrítica», lo que virtualmente todos quieren decir es que corresponde a los demás someterse a un examen de conciencia, lo cual, en medio de una debacle generalizada, es comprensible.

Acaso el mejor ejemplo de esta actitud es la brindada por la Iglesia Católica, institución cuya influencia en la evolución de la cultura latinoamericana ha sido fundamental pero que de tomarse en serio lo que dicen sus voceros no habrá tenido absolutamente nada que ver con las costumbres políticas por lo común autoritarias, con la corrupción ubicua, con el sesgo anticientífico que tantos perjuicios ha ocasionado al llegar la edad de «la economía del conocimiento», con la distribución fabulosamente inequitativa de la riqueza. Si bien a su modo el papa ha criticado a sus antecesores por su hostilidad hacia Galileo y Darwin, la Iglesia no ha querido preguntarse: ¿por qué se ven más en los países católicos que en otros aquellas lacras que ella misma condena con tanta indignación? Si es porque pocos se han dejado influir por sus enseñanzas, esto equivaldría a suponer que a pesar de disfrutar de siglos de hegemonía respaldada por el poder civil, su prédica ha sido vana de suerte que seguir no le serviría para mucho. En cambio, si, como es más probable, el atraso trágico de la región más católica del planeta es en buena medida consecuencia del compromiso muy lógico de la Iglesia con actitudes premodernas, lo honesto, pero políticamente suicida, sería volver a señalar que a su juicio la fe religiosa vale infinitamente más que la mera prosperidad material y que la indigencia, lejos de ser escandalosa, debería tomarse como una bendición.

Pero por tratarse de una gran institución corporativa, en la Iglesia Católica siempre se impondrán las voces de los que prefieren limitar la «autocrítica» a los esporádicos problemas puntuales con el propósito de minimizar los daños. Lo mismo sucede en los partidos políticos: puede que haya algunos ex radicales o ex peronistas que luego de haberlo pensado han llegado a la conclusión de que el aporte de sus correligionarios o compañeros a la debacle fue enorme a causa de su adhesión a ideas totalmente equivocadas, pero sería muy difícil encontrar a un dirigente activo actual que coincidiera con dicho análisis. Por eso, los radicales y peronistas se han concentrado en buscar chivos expiatorios para explicar sus fracasos respectivos: Fernando de la Rúa o, conforme a los duhaldistas, Carlos Menem han sido elegidos para el sacrificio. Igualmente reacios a «autocriticarse» han sido los sindicalistas, los intelectuales progresistas, los ex guerrilleros urbanos y los empresarios. En verdad, la única institución cuyo jefe ha formulado una «autocrítica» convincente ha sido el Ejército, aunque lo hizo cuando ya no era un «poder fáctico» proclive a caer en la tentación de suponer que confesar haber obrado mal le resultaría excesivamente costoso.

Puesto que casi nadie se siente obligado a hacer frente a las connotaciones de un inmenso fracaso regional que no puede sino ser atribuido a las diferencias que separan América Latina de sus parientes cercanos, son muchos los dirigentes, categoría que incluye a los intelectuales, que lo imputan ya a sus rivales locales, ya a la maldad del «Norte». Son formas de defenderse, de afirmar la dignidad propia, y por lo tanto son escapistas: aun cuando sus rivales locales fueran canallas e imbéciles y el «Norte» fuera malísimo, subrayarlo no ayudaría a explicar por qué América Latina es la única de las cuatro regiones occidentales que no ha conseguido desarrollarse de acuerdo con las pautas que todos reivindican.

Además de querer ufanarse de la inocencia propia y lamentar las culpas ajenas, a los dirigentes latinoamericanos les encanta imaginar que el atraso no tiene raíces profundas sino que, por el contrario, es un fenómeno muy reciente. La amnesia así supuesta puede entenderse: es más interesante rabiar contra los contemporáneos, actividad que puede brindar frutos concretos y anímicos inmediatos, que intentar analizar asuntos más complicados como los efectos duraderos de la herencia ibérica, para no hablar de pensar en la necesidad de una ruptura cultural que para muchos sería a la vez traumática y humillante. Frente a una crisis que se inició antes de que los países latinoamericanos se independizaran, empero, el cortoplacismo es tan escapista como el deseo irresistible de atribuir el estado calamitoso de la región a la perversidad ajena.

Ya es habitual que, al asumir, un nuevo presidente asevere solemnemente que todo es culpa del «modelo neoliberal» y que resalte su propia voluntad de desmantelarlo. Es lo que hizo Eduardo Duhalde y acaba de hacerlo Luiz Inácio Lula da Silva al hablar del «agotamiento de un modelo que produjo estancamiento, desempleo y hambre» como si tales desgracias hubiesen sido desconocidas en su país antes de iniciarse la década de los noventa del siglo pasado. Por supuesto, si sólo fuera cuestión de reparar los daños provocados últimamente por bandas de «neoliberales» malignos, la Argentina, el Brasil y otros países latinoamericanos no tardarían en recuperarse, emulando a los europeos y japoneses de los primeros años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. Pero, de más está decirlo, nadie, ni siquiera el obispo católico o intelectual marxista más furibundo, supondría que sería así de sencillo: sabrán muy bien que curar la enfermedad requeriría cambios incomparablemente más drásticos que los insinuados por Duhalde a fines del 2001 y por Lula hace unos días.

El fracaso del llamado «neoliberalismo» en América Latina siguió al fracaso igualmente espectacular de todos los otros esquemas -populistas, militares, conservadores, etc.- que se habían probado antes. ¿Fue porque la idea misma del capitalismo liberal es un disparate, como quisieran persuadirnos los comprometidos con las esencias regionales o con variantes de la fe marxista? ¿O habrá sido porque las deficiencias acumuladas a través de los siglos han sido tan enormes que no sea concebible ninguna receta que pudiera asegurar que la Argentina, el Brasil o cualquier otro país latinoamericano prosperaría en un lapso breve? Por cierto, sería lícito preguntarnos ¿cómo podrían abrirse camino en el mundo moderno países en los que la mayoría abrumadora de los habitantes apenas sabe leer o escribir, la proporción de investigadores científicos en relación con la población es mínima, políticos corruptos prefieren aprovechar la pobreza y la ignorancia de sus compatriotas a remediarlas, los empresarios sueñan con enriquecerse de golpe para entonces convertirse en haraganes que no se vean constreñidos a trabajar un día más, casi todos los «intelectuales» y líderes religiosos se oponen por principio al único sistema económico que ha podido proveer en cantidades suficientes los bienes y servicios cuya ausencia deploran con tanta elocuencia, y, desde luego, en los que virtualmente nadie quiere saber las causas profundas de una catástrofe histórica colosal porque los más tienen buenos motivos para temer descubrir que ellos mismos forman parte del problema y que para aportar a «la solución» tendrían que experimentar una metamorfosis que les sería muy dolorosa?


De las cuatro regiones que conforman la civilización occidental, Europa, sus dos hijas transatlánticas y Australasia, América Latina es la más pobre por un margen muy amplio. Además, el abismo que la separa de su madre y de sus hermanas propende a hacerse más ancho porque nunca ha manifestado interés en priorizar la productividad, o sea, estar dispuesta a prestar mucha más atención a las ciencias duras, las que distan de ser las materias reinas de las universidades latinoamericanas, a tratar a los empresarios realmente exitosos con el mismo respeto que antes recibían políticos de retórica revolucionaria y estar genuinamente convencida de que el recurso más valioso de todos consiste en la inteligencia y la iniciativa de millones de hombres y mujeres libres.

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