José, el carpintero del Centro Atómico
Desmontó la aventura de Richter en la isla Huemul, conoció a Balseiro y Gaviola y participó de la construcción de las primeras torres del cerro Catedral. Hace tres meses, cuando cumplió 100 años, lo distinguió el mundo científico de Bariloche, adonde llegó en 1936, a pie desde Chiloé.
Alfredo Leiva
A los 19 años José Olegario Pérez cruzó la cordillera a pie con seis más. No había trabajo en la isla de Chiloé, donde nació en 1917, así que se vio obligado a probar suerte en la Argentina. Atravesó las montañas por El Manso, con lo puesto, escasa comida y una voluntad de otro planeta. “¡Uuuuh! Pasé frío, ¡tenía tanta hambre!”, recuerda 81 años después de su anónima hazaña. José es un testigo privilegiado de la historia de la Patagonia. A él nadie se lo contó, estuvo.
José conoció a una verdadera colección de figuras históricas a lo largo de sus 100 años y tres meses de existencia. Se encontró, por ejemplo, con Ronald Richter durante el desarrollo y muerte del proyecto Isla Huemul, en la primera presidencia de Juan Domingo Perón; se cruzó en incontables oportunidades con José Antonio Balseiro, a quien recuerda como “un hombre grande, era gordo” y con Enrique Gaviola. Con Gaviola ocurrió algo especial. El destacado científico era una fanático de las flores tanto como todavía lo es la mujer de José, María Celia Bahamondes. La eminencia visitó en varias ocasiones los invernaderos que cuida en su hogar la abuela nacida también al interior de la isla grande. “Intercambiábamos florcitas porque a él le gustaban mucho y sabía de las flores”, recuerda ella.
La historia de José se encuentra atada a la de su esposa. Los unió el destino, la crueldad de los otros y la vida en todo su esplendor. María Celia es capaz de elaborar un relato lineal en el tiempo de lo que han pasado juntos, salvo cuando se trata de los momentos más tristes, los pasajes más viles. “Era mala esa gente, yo tenía 14 años y me quedé dormida. Tenía que levantarme a las 5 de la mañana y me quedé dormida por un ratito. Ella me pegó en la cara y me sacó un diente. Ahí fue que decidí irme”, cuenta. No precisa quién era “esa gente”, la imagen atraviesa como un flash la noche oscura de la memoria a gran velocidad. Desde su pasado hasta hoy. “Nos cuidamos el uno al otro, no teníamos a nadie más”, concluye. Ni José ni María Celia conocieron la identidad de sus padres. Ambos son huérfanos y soportaron maltratos en distintos hogares hasta que un día él tomó su mano y la trajo a este nuevo país. Ella tenía 14 años y él, 31.
“Acá no había nada, nada, nada”, dice María Celia refiriéndose al barrio donde está ubicada su casa enfrente de la Escuela 187. Es un terreno de 14 por 50 comprado en 1948 a 5 pesos el metro cuadrado y que hoy tiene adelante la casa de una de sus hijas. Atrás están ellos, vitales y enteros. La construcción es sólida, cálida. “Yo la hice. Lo bueno es que todavía puedo andar, hasta puedo caminar arriba del techo”, se ufana José. Imposible no figurárselo: un abuelo centenario arreglando el techo con clavos en la boca y una martillo en la mano.
Durante casi tres décadas José trabajó como carpintero en las instalaciones del Centro Atómico de Bariloche. El 1º de mayo, cuando cumplió sus 100 años de vida, le entregaron en la prestigiosa institución una plaqueta en un acto al que acudieron científicos y funcionarios. Irónicamente nadie esperaba que José tuviera mucho para decir. Hoy María Celia se ríe de la confusión que se produjo en la entrega. “Ellos tal vez pensaban que mi marido no iba a hablar porque es un hombre mayor, pero él estaba como nunca. Le dieron la plaqueta, lo felicitaron, fue muy lindo, pero cuando empezó a hablar de que había conocido a Gaviola, Balseiro, a todos, ni lo alcanzaron a escuchar que ya estaban todos aplaudiendo”, cuenta la mujer y estalla en carcajadas. José es, en verdad, un libro abierto. Una cámara fotográfica que aún tiene los rollos cargados. Imágenes que raramente salen a la luz. Este abuelo pequeño, de cuerpo firme, manos duras y gruesas como tenazas de un cangrejo, desmontó el laboratorio de Richter sin ser consciente de que la parodia científica del alemán sirvió como impulso al nacimiento del desarrollo de la energía nuclear en la Argentina. “Fue peligroso desarmar la usina. Había fierros por todos lados”, recuerda. José también construyó los techos y los cercos del Centro Atómico. Fue el carpintero de la antigua biblioteca, entre otras instalaciones que aún permanecen en pie allí. Sembró árboles. Instaló antenas radiales. Estuvo en la construcción de las primeras torres del cerro Catedral. “Éramos como nueve hombres apaleando nieve para hacerles espacio a las torres”, cuenta sin asomo de épica en la voz.
Cinco hijos, doce nietos y siete bisnietos después, José y María Celia saben el lugar que ocupan en la historia de la Patagonia. Están orgullosos de su condición de gente humilde, trabajadora, honesta y para sentirse bien no pretenden fabular. No inventan. “Uno no hablaba con los grandes jefes”, reflexiona José aludiendo a que, como en una vidriera, observaba pasar a gente como Gaviola y Balseiro. Mientras él trabajaba con la mirada cristalina. Los labios sellados.
Claudio Andrade
candrade@rionegro.com.ar
Alfredo Leiva
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