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La casta internacional está bajo ataque

En todos los países desarrollados, la política se ha aburguesado tanto que escasean los capaces de entender las preocupaciones del común de la gente.

La Argentina dista de ser el único país en que está de moda repudiar con vehemencia a “la casta”, es decir, al conjunto amorfo de personajes que, directa o indirectamente, viven de la política o se codean con sus practicantes con la esperanza de conseguir algunas ventajas. Por el contrario, sentimientos parecidos a los que aquí posibilitaron el triunfo electoral de un crítico tan feroz, y tan excéntrico, como Javier Milei de la elite así denominada, pueden encontrarse en todas partes.

   En Estados Unidos, tales sentimientos devolvieron al presunto amigo de Milei, Donald Trump, las llaves de la Casa Blanca.  En Europa, han puesto contra las cuerdas a los gobiernos tambaleantes de Francia y Alemania, y han asestado golpes brutales a los laboristas británicos que, hace apenas medio año, arrasaron en las urnas.

  Parecería que incluso en la férrea dictadura china está cundiendo un fenómeno similar al darse cuenta decenas de millones de hombres y mujeres de la nueva clase media de que es más que probable que su propio futuro sea mucho menos próspero de lo que habían previsto. El panorama frente a los jóvenes chinos se ha hecho tan sombrío que muchos se han plegado a un movimiento de resistencia pasiva casi gandhiano al negarse a buscar trabajo, una modalidad que preocupa sobremanera al régimen de Xi Jinping.

A los integrantes de “la casta” en el mundo democrático les es difícil entender lo que está ocurriendo. Son reacios a reconocer que la captura de su oficio por dueños de diplomas académicos que han marginado a los miembros de la clase obrera, que antes abundaban en las legislaturas, ha contribuido a alejarlos de quienes ya no se creen debidamente representados.

 En todos los países desarrollados, la política se ha aburguesado tanto que escasean los capaces de entender las preocupaciones del común de la gente. Será por tal razón que muchos, asesorados por intelectuales, caen en la tentación de atribuir el malestar imperante a la prédica de propagandistas de la “ultraderecha” que, dicen los alarmados por lo que está ocurriendo, están sacando provecho de los prejuicios primitivos del populacho que, a pesar de los esfuerzos abnegados de gobiernos filantrópicos y las elites culturales por enseñarle que lo hecho por sus antepasados debería motivar vergüenza, se resiste a abandonar las actitudes nacionalistas de generaciones anteriores.    

 No les es ningún consuelo saber que, lo mismo que en la Argentina, en América del Norte y Europa la marejada de descontento popular que tanto desconcierta a los profesionales de la política y a quienes se ufanan de sus convicciones progresistas se debe en buena medida a la evolución de la economía local.  Sin embargo, mientras que aquí es razonable suponer que la eliminación de trabas burocráticas que han demorado el aprovechamiento de recursos naturales, como los de Vaca Muerta, servirá para permitir que haya algunos años de crecimiento vigoroso, las perspectivas inmediatas frente a los europeos no son tan prometedoras.  

Luego de un período prolongado en que el crecimiento impulsado por la tecnología beneficiaba a la mayoría, todas las economías avanzadas entraron en uno en que minorías selectas comenzaban a monopolizar los frutos. A los progresistas que, en Estados Unidos, Canadá y muchos países europeos, se sienten afines al oficialismo centroizquierdista que está cediendo terreno a movimientos calificados de derechistas, la mayor desigualdad económica plantea un dilema sumamente ingrato, ya que ellos mismos han estado entre los ganadores. Como es natural, insisten en que el éxito del que disfrutan se debe a sus propios méritos. También son proclives a tratar a quienes los critican como sujetos de mentalidad neofascista.

Cuando todo parecía ir viento en popa, los políticos del montón podían concentrarse en gastar dinero aportado por los contribuyentes y confiar en que los votantes los recompensarían por su generosidad. Muchos manifestaban desprecio por el rigor fiscal, tratándolo como un síntoma de mezquindad, hasta que las circunstancias los obligaron a adoptar medidas de austeridad.

Durante mucho tiempo, la convicción generalizada de que el progreso económico tendría consecuencias positivas para todos actuó como un soporífero, pero al multiplicarse los problemas personales ocasionados por el reparto desigual de los beneficios del crecimiento, los políticos han tenido que prestar atención a problemas que hubieran preferido pasar por alto, comenzando con el planteado por la irrupción de multitudes de personas de cultura distinta que, tanto en América del Norte como en Europa – pero no, por fortuna, en la Argentina -, amenaza con tener consecuencias explosivas en los próximos meses.


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