Cobijar al vino: Antonio y el noble oficio del tonelero en las bodegas del Valle

Supo ser una labor fundamental para garantizar el añejado y el transporte de la producción. Tras años de ausencia, una experiencia en Allen busca recuperarla.

Previo al auge de la pera y la manzana, el Alto Valle fue tierra dedicada a la vid, donde proliferaron bodegas en cada localidad, a comienzos del siglo XX. El tonelero era entonces, un oficio requerido, pero la evolución en la industria lo hizo desaparecer.  

“Hasta la década del ’60 el continente más frecuente que había para el traslado de los vinos era la llamada “bordelesa” (coloquialmente «bordalesa») que era de unos 180 ó 200 litros. Con el movimiento de carga y descarga, además de su traslado en camiones o vagones del ferrocarril, se iban aflojando las duelas [maderas] y eso generaba que comenzara a filtrarse el vino contenido, por eso, el principal trabajo del tonelero era desarmar las bordelesas y poner hojas de totora entre las duelas, para devolverle su utilidad. Ese trabajo se llamaba «calafateado”.

Todas las bodegas, según el volumen de vino que elaboraban tenían uno, dos, tres ó más toneleros”, relató el ingeniero y docente Federico Witkowski, dedicado a la recuperación de la historia de decenas de bodegas, en su página de Facebook “Afiches de bordelesas de vino de la Patagonia Norte”.

Parte del archivo en Bodega Canale – Foto: Juan Thomes.

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Antonio Campos era uno de esos toneleros, “Campito” como lo llamaban sus vecinos. Estos artesanos no abundaban, por lo que se volvían especialistas en lo suyo y por lo tanto, muy requeridos. La emblemática “Barón de Río Negro”, segunda etapa de la pionera “Los Viñedos”, que ya venía desde antes de la fundación de Allen, lo tuvo entre sus empleados. Cada mañana, a bordo de su bicicleta roja, sus hijos lo recuerdan partiendo a cumplir su turno en el predio que funcionaba en el actual Parque Industrial local, a la altura de la Cerámica Cunmalleu, sobre el Acceso Biló. 

Neuquino de la Confluencia, nacido en 1913, volvía cada tarde a seguir con algunos pedidos particulares, relacionados en este caso a la elaboración de vino casero, los que resolvía en el taller que había armado en su propia casa. “Llegaban desde las chacras de Allen, Fernández Oro y Guerrico, con grandes camiones y camionetas”, recordó su hija Lidia. Antonio había hecho sus primeras experiencias en la zona productiva trabajando en las tierras de la familia de Manuel Mir, también en Allen y donde también funcionó una bodega. 

La antigua libreta de enrolamiento de Antonio, recuerdo de sus años en «Bagliani».

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Foto: Facebook «Afiches de bordelesas…»

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En Roca, una experiencia parecida se vivía con los toneleros que trabajaron para la centenaria producción de “Humberto Canale”, vigente como dice su marca, desde 1909. Allí es posible, gracias al interés por la preservación, encontrarse con un escenario muy parecido al que “Campito” veía cada jornada: inmensos toneles, de más de 27 mil litros, confeccionados con la exquisita madera de roble de la zona de Nancy, Francia, los que cobijaban el esperado fruto de la uva.

Hoy esos recipientes naturales, ya no se usan hace por lo menos 15 años, pero aún así es necesario mantenerlos húmedos, para que no se resequen y se desarme el encastre perfecto que los mantiene armados hace casi un siglo. “Se limpiaban solo con agua a presión, sin ningún producto de limpieza”, recalcó Horacio Bibiloni, enólogo de la firma, en diálogo con RÍO NEGRO. 

Foto: Juan Thomes.

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Foto: Facebook Humberto Canale.

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Delante de esos toneles gigantes, las paredes exhiben accesorios como las “clapet”, término francés que refiere a las “válvulas”, que servían para vaciar el contenido, después del proceso de añejado. El sello en su tapa, de frente a quien se detiene a admirarlos, aún deja ver su marca de origen galo, como garantía de calidad.

Pese al trabajo manual, paciente y preciso que demandaba ser tonelero, cabe destacar que ninguno de esos toneles se fabricó ni recibió su forma en Argentina, sino que eran enviados desde Europa, para luego ser ensamblados en su destino final. Semejante logística llevaba a cuidar una vida útil por lo menos de varias décadas, continuidad que era sostenida, en el caso de Canale, por dos obreros, que se distribuían el mantenimiento de 100 de esos gigantes. A la par estaban las bordelesas, hoy llamadas también “barricas”, de menor capacidad y que se utilizaban para el transporte y la comercialización.

Foto: Facebook Humberto Canale.

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En ese contexto, Witkowski invitó a hacerse la pregunta: ¿Por qué desaparecieron los toneleros y cuándo? “A partir de finales de la década del ´60 y principios de los ’70, salió una resolución del Instituto Nacional de Vitivinicultura (INV), prohibiendo la distribución del vino en bordelesas, el famoso ‘vino suelto’, contó el experto. “La maniobra con estos recipientes consistía en ubicarlos en forma horizontal, introducirles una canilla de madera llamada «espita» y habilitar un agujero arriba, en una duela, para que entrara aire y saliera el vino con facilidad. Luego se tapaba el respiradero con un tarugo, también de madera, llamado ‘espiche’”, agregó.

La medida sanitaria trajo consigo la imposición de recurrir al vidrio de las damajuanas y las botellas, cambio que obligaba a los bodegueros a incorporar maquinaria para el lavado de estos envases, algo que excedía las posibilidades económicas, sobretodo, de los productores más chicos. “Esto generó el cierre de muchos establecimientos, ya que no estaban en condiciones de afrontar esos costos”, completó el ingeniero. 

Foto: Proyecto Allen.

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Así, la profesión de Antonio fue perdiendo demanda y eso lo obligó a retirarse, junto con herramientas como la “garlopa” (cepilladora), el martillo y el “chazo” para bajar los zunchos (aros metálicos), además del “garzador”. Hoy, la labor similar a la que él cumplía la realizan en Canale, por ejemplo, dos operarios capacitados, por tratarse de producción a gran escala, pero que no son categorizados como toneleros. «Actualmente hay una tendencia incipiente para volver a incorporar vasijas de roble, de capacidad mayores, hablamos de 6, 8 mil litros y esos toneles van a tener una vida mucho mas larga, por lo que quizás en un tiempo tengamos que reflotar la figura del tonelero», reconoció Bibiloni.

En Allen, mientras tanto, una iniciativa que busca el trabajo acotado apostando por lo orgánico y artesanal, hizo que Daniel González y su equipo de “Juan de Ferraina” se capacitara en aquellos conocimientos que parecían dormidos. Al frente de la bodega de la familia González Acuña, se encargan de recuperar barricas de segundo uso, traídas al país por importadores en Mendoza y en Buenos Aires, para añejar su propia producción, en un proyecto que se está gestando hace cuatro años, pero que cuenta con marca registrada hace apenas uno. 

Foto: Instagram.

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En un contexto en el que es difícil conseguir las mismas herramientas de antaño, Daniel y su gente se las fueron ingeniando para buscar un reemplazo entre las opciones actuales y lograr los mismos resultados. No dejar residuos en la madera, no utilizar pegamentos y sanitizar son las premisas para no contaminar el vino, así que la perseverancia y la curiosidad hicieron el resto.

Como si el tiempo no hubiera pasado, las varas de totora siguen siendo el aliado para garantizar la hermeticidad entre las “duelas”, ayudadas por el vapor, el gas ozono y el azufre, otro recurso originario entre tantos cuidados. “Hacemos todo a mano y luego de pasar la producción desde el fermentador a la barrica, allí queda por 12, 18 y hasta 24 meses. Hemos logrado unas 3 mil botellas por año, pero la expectativa es duplicar para el año que viene”, anticipó Daniel. La sala de producción, con temperatura controlada y cada vez más detalles técnicos, funciona a pocas cuadras del centro de Allen y de la salida hacia Fernández Oro, en la esquina de calles Mariani y Alte. Brown.

Foto: Instagram.

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