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Otro mundo comienza

Los algoritmos de redes sociales descubrieron que lo que más engancha a los que participan son lo que Baruj Spinoza llamaba “las pasiones tristes”: resentimiento, ira, miedo, ansiedad...

Estamos en la mitad de la tercera década del siglo XXI y la mayoría de los adultos nacidos en el siglo XX seguimos pensando como si viviéramos en el siglo pasado. Pero los niños y los más jóvenes no solo han nacido en este siglo, sino que su vida se desarrolla principalmente en entornos digitales muy distintos de los paisajes en los que los adultos nos criamos. Sus prácticas cotidianas no solo son distintas de las de los adultos mayores por una diferencia propia de las diferentes edades sino porque pertenecen a culturas (“mundos” sería más preciso) completamente distintas. La inmensa mayoría de los mayores de 40 años han participado en juegos en espacios al aire libre cuando eran niños.

Hasta hace 30 años (mediados de los 90) muchos chicos urbanos jugaban en las calles de la ciudad, muchas veces sin la mirada vigilante de sus padres: se aprendía a ser independiente siendo aun casi niños. Hoy los chicos urbanos no juegan jamás en la calle y muchas de sus actividades se realizan en el mundo virtual, al que acceden por medios electrónicos.

Un joven de clase media que termina el secundario ha pasado en promedio más del 40% de su vida despierta en el mundo virtual.

Está todo el tiempo conectado, pero está todo el tiempo aislado físicamente de aquellas personas con las que está conectado emocionalmente por internet. Esta experiencia tiene consecuencias. La primera y más visible: aumenta la ansiedad.

La instantaneidad de internet (visible en las redes sociales y los chats) potencia la ansiedad. La mayoría de las personas acostumbradas a vivir mucho tiempo en el mundo virtual no tolera la espera, los tiempos muertos, el aburrimiento. Aunque a todos nos resultan molestos estos tres ingredientes comunes de la vida, ellos son esenciales para la creatividad y la imaginación. “Una generación que no soporta el aburrimiento será una generación de escaso valor”, dijo Bertrand Russell hace un siglo. Hoy el filósofo británico estaría espantado con la poca capacidad de concentración que tiene un joven promedio.

Hace 30 años todos nos maravillamos cuando la web fue accesible a todo el mundo y pudimos tener internet en nuestra casa.

Parecía casi milagroso consultar cualquier duda y acceder rápidamente a todo el saber humano. Tareas intelectuales que demandaban horas o días de fatigosa búsqueda en las mejores bibliotecas se resolvían en cuestión de segundos. Las posibilidades parecían infinitas. Y realmente los logros fueron gigantescos. Muchas de las tareas cotidianas hoy se realizan (o se pueden realizar) por internet: desde movimientos de las cuentas bancarias hasta la compra del supermercado, pasando por el alquiler de un departamento en una ciudad lejana que queremos visitar o trámites burocráticos de todo tipo que en otras épocas demandaban horas en oficinas que parecían salidas de una novela de Franz Kafka.

Peligros y algoritmos


Pero con todas las cosas positivas que internet nos trajo también aparecieron peligros nuevos para los que la mayoría no está preparada y menos aun los niños. Internet permite muy fácilmente hacerse pasar por alguien que uno no es. Muchos abusadores de niños se hacen pasar por otros menores que están buscando amigos o amigas para conocer.

Además, en internet gana dinero el que sabe captar la atención la mayor cantidad de tiempo. Y los algoritmos de las redes sociales han descubierto que lo que más engancha a los que participan en ellas son lo que Baruj Spinoza llamaba “las pasiones tristes”; es decir, el resentimiento, la indignación, la ira, pero también el desaliento, la ansiedad y la desorientación que provoca el triste paisaje que queda configurado en nuestra mente cuando nos sometemos a estas pasiones. Más miramos Tik Tok e Instagram o más nos metemos en las peleas de Twitter peor nos sentimos, pero más necesitamos seguir metidos en la droga virtual.

En su libro “La época de las pasiones tristes”, François Dubet dice que “lo que marca la época, lo que conduce a la indignación y el desaliento, es que cada uno se encuentra solo con su dolor, solo con su fracaso, solo con el daño que otros le han infligido”.

En esta experiencia de la desigualdad como un daño sufrido en lo íntimo de cada persona que se siente ultrajada se originan muchos de los fenómenos propios de este momento: el aumento del racismo y la xenofobia, por ejemplo, como una forma de dirigir hacia otros -más débiles aún- el desprecio que se vive en carne propia.

Esta forma de vivir indignado y sin salida lleva a que la gente use las urnas para expresar su desesperación. Votar a alguien que propone hacer estallar todo es una forma de desahogo.

Otro mundo ha comenzado a funcionar y aun no tenemos las claves para comprenderlo y sanar sus heridas. Pero si queremos un futuro mejor al menos debemos comprender que estamos frente a problemas inéditos.


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