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El poder que baja y el que sube

La implosión que no cesa para la figura pública de Alberto Fernández no se circunscribe a su rol en la presidencia, también arrastra a su mentora, Cristina Kirchner. Milei, más que diferenciarse de los despropósitos de sus antecesores, luce ocupado en deslegitimar al centro político, disciplinar a su vice y descalificar a los medios

Como nunca en la historia de la democracia restaurada en 1983, el país asiste a una implosión acelerada de la imagen presidencial por un escándalo combinado de sospechas de corrupción y presunciones de violencia de género. El hecho no afecta a un mandatario en ejercicio, pero impacta de lleno en la institución presidencial.

El daño que ha provocado el expresidente Alberto Fernández a los espacios emblemáticos del poder democrático es por ahora tan vasto como incalculable. “El expresidente de Argentina es acusado por golpear a la primera dama”, tituló hace horas el diario The New York Times al reportar la imputación del fiscal federal Ramiro González contra el expresidente y las denuncias de su expareja, Fabiola Yáñez.

La imagen de un presidente representa en buena parte la credibilidad de un país. El desprestigio que Fernández ya había alcanzado por su errática gestión de gobierno ahora se ve sustancialmente agravado por el drenaje incesante de novedades degradantes sobre su conducta personal. Novedades que prometen ser aún más severas porque el proceso judicial en marcha comenzará a instrumentar medidas de prueba y a recabar declaraciones testimoniales como las de su secretaria privada, María Cantero, la madre de su expareja, Miriam Yáñez Verdugo, el intendente de la Residencia de Olivos, Daniel Rodríguez, el exjefe de médicos de la unidad presidencial, Federico Saavedra y la amiga de Yáñez, Sofía Pacchi, entre otros testigos.

Según la mayoría de los estudios de opinión pública que relevaron sólo el comienzo del escándalo que rodea a Alberto Fernández, la imagen negativa del expresidente supera el 90% de las opiniones consultadas. Se acerca a un fenómeno nunca antes visto de unanimidad en el rechazo.

Ese estado de ánimo social tiene efectos potentísimos no sólo para él, sino para la dinámica de imagen de la institución presidencial, para la fuerza política que integra, y para el funcionamiento general del sistema político. A la investidura presidencial le impone una demanda significativa de ejemplaridad contrastante; al partido político que impulsó a Fernández le exige una autocrítica terminante; al sistema político le implica la búsqueda rápida de un equilibrio nuevo y distinto entre oficialismo y oposición.

La implosión que no cesa para la figura pública de Alberto Fernández no se circunscribe a su rol en la presidencia, porque nunca fue autónomo en ese rol. Fue desde el comienzo un presidente vicario. Un testaferro de la banda y el bastón. Por eso su caída sin límite arrastra a su mentora, Cristina Kirchner, y a todo el dispositivo de poder que se diseñó para encaramarlo en la Casa Rosada. Esa realidad inocultable pudo constatarse también durante la semana y en sede judicial: a Cristina Kirchner le tocaba declarar en el juicio por el atentado en su contra. Ensayó sin éxito un discurso y una escena para diferenciarse.

La exvicepresidenta de Alberto Fernández fue víctima de un atentado en su contra, pergeñado por una banda desmañada de marginales. Nunca pudo demostrarse ninguna vinculación de esos alucinados con ninguna conspiración de mayor vuelo. Cristina Kirchner compareció en tribunales para insistir con esa hipótesis personal, pero sobre todo para enarbolar un discurso que la centrara como la verdadera mujer víctima de violencia en la escena del poder nacional. En franca competencia con el ojo morado de Yáñez, trajo a colación ridícula una clásica aversión suya: la de una caricatura del dibujante Hermenegildo Sábat que alguna vez la retrató así.

La fragilidad argumental de ese discurso político se complementó con la macilenta convocatoria de seguidores que la acompañaron hasta tribunales. La soledad de Alberto Fernández en Puerto Madero y la de Cristina Kirchner en Comodoro Py mostraron el lento pero indetenible metabolismo que el peronismo está haciendo tras el fracaso de su última experiencia de gobierno. Por eso el dato de interés, menos perceptible, es qué está haciendo bajo la superficie el peronismo que todavía retiene poder territorial en sus distritos para reubicarse entre los escombros.

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El otro dato central es cómo ocupa su tiempo el oficialismo mientras corre con la enorme ventaja del desprestigio ajeno. El frente económico le sigue ofreciendo un argumento favorable. La inflación se mantiene a la baja, aunque parece estar encontrando un piso alto difícil de perforar. Los números fiscales por primera vez muestran las dificultades para sostener el superávit financiero, aunque se mantiene el operativo primario. Los índices de actividad continúan mostrando un panorama generalizado de recesión, pese a algunos síntomas -por ahora sólo incipientes- en sentido contrario.

Para Milei, entonces, el tiempo presente es el de diferenciarse con claridad de los despropósitos de sus antecesores. Lo hace con nitidez y hasta con sorna. Se ofreció a Alberto Fernández para cuidarle el perro (Dylan, aquella célebre mascota que supo tener su propia cuenta en redes sociales, administrada por una funcionaria pública apuntada por Fabiola Yáñez como manceba del expresidente)

Pero Milei parece más preocupado en su recreo político por protagonizar una avanzada cultural. Su pronunciamientos públicos se orientan a instalar una nueva grieta: entre izquierda y derecha, sin lugar para ningún centro político. Para quienes pretenden ocupar ese espacio guarda los peores destratos discursivos. Esa nueva polarización no es meramente posicional, sino valorativa. Milei busca deslegitimar por completo las reivindicaciones del feminismo y el respeto a la diversidad en cuestiones de género, aprovechando los estropicios que hizo el kirchnerismo con esas banderas.

Tampoco es sólo cultural la lucha que se plantea. Milei persiste en dos focos de confrontación que se han vuelto constantes. Uno es el disciplinamiento que busca aplicarle a la vicepresidenta Victoria Villarruel. El segundo es la cada vez más amplia gama de descalificaciones para con las voces críticas en los medios de comunicación. Como si ambos fuesen los nuevos bastiones a derruir, ahora que la voz de la principal oposición está obligada a enmudecer por los escándalos del presidente que hasta diciembre viajaba distraído por el espacio, con su nave de fibra hecha en Haedo.


Como nunca en la historia de la democracia restaurada en 1983, el país asiste a una implosión acelerada de la imagen presidencial por un escándalo combinado de sospechas de corrupción y presunciones de violencia de género. El hecho no afecta a un mandatario en ejercicio, pero impacta de lleno en la institución presidencial.

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