Travesías de una docente neuquina que desafían a la naturaleza
Primera parte para conocer lo vivido por Susana, que recorrió la Patagonia junto a su familia, a pesar de las limitaciones y mandatos de su época. Fue tan valioso que ameritó la publicación de un libro.
Un estuche para carpetas, de lona, bolsillos y cierres, se convirtió en el “cofre” adaptado, que le sirvió a Susana Dominguez para guardar sus tesoros. Ordenadas según su medida, para que ninguna quede afuera, allí descansan sus libretas, de distinta marca y encuadernación, pero todas usadas para lo mismo: guardar las anotaciones tomadas en cada uno de los viajes que esta nacida en Plaza Huincul y su familia realizaron por distintos puntos de la Patagonia. Un Citroën 3CV y una camioneta Ford fueron los vehículos propios que en algún momento ayudaron a acortar distancias, pero los verdaderos desafíos se cumplieron a pie, en moto y hasta en bicicleta. Lo vivido fue tan intenso que ameritó la publicación de un libro, material inabarcable para una sola nota, por eso ésta será la primera de una serie donde lo iremos desmenuzando.
“La molestia de viajar por los campos áridos y silenciosos, es aceptada sin reparos por el hombre que los ama, precisamente por ser [lo que son] el reino de la agreste soledad. Su rispidez vigoriza el pensamiento, aplaca la arrogancia y le adapta para soportar las dificultades y penurias del vivir”, dijo el Dr. Gregorio Álvarez y Susana lo citó en su obra con admiración, por considerarlo “un sabio de su provincia”.
“Una vida de aventuras en la Patagonia” es el nombre de ese libro, donde la frase del prócer neuquino se comprueba una y otra vez. No hay arrogancia que resista cuando de recorrer el paisaje se trata, con las mejillas coloradas de sol y frío, lejos del turismo guiado o el servicio a la habitación. Todo puede estar planificado con meses de anticipación, pero el mal tiempo, un desperfecto mecánico o la misma flora y fauna del lugar, puede jugar en contra y obligar a los viajeros a recordar su pequeñez ante la inmensa naturaleza, que permite ser conocida, pero no así de fácil.
Enero de 1987 es la primera fecha detallada en este cuaderno de bitácora, adaptado al desierto patagónico, que llegó a un total de 358 páginas, con fotos a todo color. El inicio, es con el capítulo de las “Travesías a pie, caminata y ascensiones”, aunque la misma autora cuenta que la curiosidad empezó mucho tiempo antes, cuando leía libros con las aventuras de otros y no pensaba, “ni remotamente”, en vivir las propias.
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Llegó al mundo en 1950 y ya se había casado a los 19 años con Carlos “Beto” Dupont, su compañero de viaje. Desde entonces juntos criaron a tres hijos: Leandro, Germán y Lorena. Pero “la naturaleza y ‘mi desierto patagónico’ me llamaron a gritos”, dijo y eso la llevó a poner límites a los mandatos y lo que estaba preconcebido para una mujer de su generación.
A su rol docente en escuelas primarias, lo combinó con la espeleología para el estudio de las cuevas que la deslumbraron y con las artes plásticas. Y como madre y esposa que era, invitó a los suyos a descubrir juntos. Algunas veces fueron a gusto, otras porque no tenían alternativa, dice Susana con humor, pero el impacto quedó a la vista con los años: Lorena es geóloga y geoquímica y Leandro armó el “Atlas de Cavidades” provincial, dentro del GENEU (Grupo Espeleológico del Neuquén) que después sus padres se encargaron de repartir en escuelas del interior provincial, para que conocieran el patrimonio escondido que los rodeaba.
“Empecé descubriendo ese montón de piedras hermosas que pisaba todos los días, ágatas, ópalos y cuarzos, que se formaron pulidas por el viento”,
contó esta neuquina.
Al principio esa fuerza natural que azotaba la comarca petrolera le daba miedo, pero con el tiempo aprendió que sólo era “energía en movimiento”. Y encontró el gusto en enterrar las manos en médanos y arenales, y por qué no recostarse allí para mirar el cielo, sin rechazo a ensuciarse. Las primeras bicicletas les permitieron alejarse de a poco de la zona urbana donde vivían y cuando hicieron los primeros 5 kilómetros no lo podían creer, después sólo era cuestión de caminar. “¿Qué se necesitaba? Un día lindo, un par de zapatillas y ganas”, dijo con sencillez.
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Desde entonces lo que fueron los primeros paseos, se fueron volviendo desafíos cada vez más complejos en organización y logística. Y “Beto” se convirtió en su complemento: al principio se dedicaba a esperarla sentado dibujando en una roca (también es artista), durmiendo una siesta a la sombra o escuchando un partido de fútbol mientras ella descubría piedras, plantas y animales, pero su experiencia y saberes también lo llevaron a aplicar todo lo necesario para acampar, escalar, leer mapas, identificar puestos y parajes, cocinar con lo disponible, todo con Susana a la par, de igual a igual. “Yo había estudiado las estrellas para guiarnos, así no nos perdíamos, al igual que las señales para entender la llegada del mal tiempo”, afirmó Susana. Eran tiempos con mucha menos tecnología que ahora y la intención de ellos era poder vivir la experiencia de la forma más genuina posible.
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Guías, amigos, baqueanos y compañeros completaron los equipos de exploración en cada nueva salida soñada, cuando la Ruta de los Siete Lagos aún era de tierra, por ejemplo, al igual que la Ruta N°40 en un tramo de más de mil kilómetros. Varios de los arroyos, ríos y lagunas que cruzaron no tenían puentes, por lo que tuvieron que vadearlos, buscando tramos donde hacer pie.
En Neuquén recorrieron Bajo Baguales – Barda González, Cerro Colo Huincul (cerca de Junín de los Andes), la Sierra del Portezuelo (entre Cutral Co y Zapala, unieron Plaza Huincul y Villa El Chocón en línea recta, entre tantos otros. Entre 1992 y 1994 hicieron nueve intentos por hacer cumbre en el Volcán Lanín hasta que lo lograron, sumaron ascensiones al cerro La Atravesada (cerca de Primeros Pinos), visitas al Bosque Petrificado – La Amarga, el cerro Ranquilco (cerca de Plaza Huincul) y hasta el Cerro Alto El Dedal – Lago Futalaufquen, en Chubut.
Hasta que llegó 1997 y la convocatoria del emblemático programa de televisión “La Aventura del Hombre”, los invitó a la Travesía “Hielos Continentales”, para hacer el primer cruce con trineos tirados por perros después de saber de su rol de guías en el documental “La Cordillera del Viento”, filmado en cavernas neuquinas. Lamentablemente el mal tiempo impidió que pudiera realizarse esa producción, que tomó como punto de partida el pueblo de El Chaltén, Santa Cruz, rumbo a los glaciares, pero eso no les impidió que valiera la pena el viaje hasta allá: conocieron nuevos sitios y como en la frustración que vivieron buscando ascender al Lanín, sacaron sabiduría y experiencia de cada obstáculo.
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Para la travesía a pie por el Norte Neuquino, en Enero de 2004, ya habían pasado 17 años después de ese primer relato de 1987. Viajes en bicicleta realizados antes y compartidos en el tercer capítulo del libro, les dejaron las ganas de seguir conociendo aquellos pagos y hacia allá partieron. Cada nueva salida implicaba meses de preparación, de revisar mapas topográficos para saber con qué se iban a encontrar, de entrenar para llegar en buen estado físico (en 2004 Susana tenía 54 años y Beto varios años más), de organizar la vida cotidiana en la ciudad, para zambullirse en el campo quizás por un mes, juntando recursos y todo lo necesario para no pasar frío y poder dormir sin un hotel cerca.
Y después, ya en terreno, la adrenalina de que un imprevisto los sacara de los planes, de la hora pautada de regreso, de las distancias convenientes antes de que se esconda el sol. Ahí es donde se doma la arrogancia, como opinaba Gregorio Álvarez, cuando no queda más alternativa que buscar una solución provisoria o bien tener la suficiente paciencia para aceptar que no se pueden manejar todas las variables: no es posible impedir que llueva, no siempre se puede prever que la resina de un árbol dejará pegajosas las bolsas de dormir, ni que los tábanos o jejenes serán tan insolentes como para correrlos de un acampe.
La magia les llegó de la mano de todo lo lindo que el interior del interior, la Patagonia profunda, puede dar si la saben leer, abordar, pidiendo permiso, sin atropellar, como dicen los paisanos. Así descubrieron lagunas escondidas sólo para valientes, fósiles gigantes de amonites, sitios repletos de la obsidiana que los pueblos originarios usaron para sus puntas de flecha, pircas y ranchos abandonados por crianceros de otro tiempo, cielos y atardeceres únicos y noches estrelladas que la ciudad jamás deja disfrutar con el acoso de las luces artificiales.
A falta de vehículos como las bicicletas y motos que usaron en otras oportunidades, Susana supo que 15 kilos es el peso promedio para cargar en su mochila y aún poder moverse, que no debía estrenar calzado nuevo en un viaje de estos, que en días calurosos consumía tres litros de agua y que resistía más sin intercalaba una hora de caminata con 10 minutos de descanso. Aprendieron a racionar el papel higiénico y la comida y a llevar lo que pudiera conservarse sin demasiadas condiciones como salame, pan, alguna fruta, lo necesario para el mate y el café, en la cordillera por ejemplo, así como lo fue la carne de chivo, con pan casero o tortas fritas, en el norte neuquino.
Por eso brillaron los ojos cuando los puesteros los esperaron con empanadas o cuando pudieron pasar a alguna localidad más urbanizada para comer una pizza o una milanesa con papas fritas. Pero mientras tanto, aprendieron camino a Barrancas, que el bulbo de la planta llamada “yerba del clavo” en agua hirviendo produce una infusión igual al café, aunque genera lo opuesto, sueño, mucho sueño. Y que con una ramita de sauce carbonizada, mezclada con kerosene, se puede curar un doloroso callo.
En medio de todo eso, pudieron cosechar cariño y amistades, las que los esperaron en algún pueblo en el regreso de una salida o las que el viaje les puso en el camino. También los pedidos de las familias que se cruzaron, como la nena de la zona del cerro la Atravesada, que a cambio de unas puntas de flecha le pidió que le lleve una muñeca por favor, porque no tenía ninguna. De más está decir, que el pedido se cumplió y que ese gesto, acompañado de ropa y más juguetes que pudieron recolectar, también fue recompensado y guardado en el corazón. Y en las libretas, que después siguieron juntando más anécdotas como ésta.
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