“Como bestias” un libro para preguntarse quiénes son los verdaderos salvajes

A medio camino entre la fábula y la novela negra, “Como Bestias”, el libro de la francesa Violaine Bérot, editado por Las Afueras, habla de prejuicios, y sobre todo, de la vulnerabilidad.

La aldea Les Jousses queda en los Pirineos franceses. Parece un pueblo tan tranquilo como olvidado, de esos en los que vecinos viven más bien desperdigados entre el valle y las laderas de las montañas. Se conocen, a veces se ayudan, no siempre se hablan. En esa geografía, en lo más alto, viven Mariette y su hijo, “El Oso”. Así llaman a ese muchacho que tiene alguna deficiencia mental, que es grande y fuerte. El Oso no molesta a nadie, pero muchos le temen. No habla, gruñe, pero tiene un don especial para relacionarse con los animales y sobre todo, para curarlos. El problema -el problema- empieza cuando la policía descubre que junto al Oso, en una gruta que queda en medio de la montaña, hay una niña, de unos seis o siete años. ¿Cómo puede ser? ¿De dónde salió? ¿quién es la madre? ¿Le hizo algo el Oso?, ¿es su padre?, ¿cómo puede cuidar a una criatura alguien que no habla, alguien que parece una bestia?


A medio camino entre la fábula y la novela negra, “Como Bestias”, el libro de la francesa Violaine Bérot, editado por Las Afueras y elegido mejor del libro del año 2023 por los libreros de Madrid, es un espiral que crece, magnético y potente, para exponer los prejuicios, la necesidad de juzgar siempre, la mirada acusatoria y malintencionada, todo en medio de un lugar en el que la naturaleza y los mitos aún tienen un lugar y un papel fundamental.


Estructurado en breves capítulos, el libro está contado por muchas voces. Voces que, en seguida se nota, responden a un interrogatorio policial. En ese fuera de campo está la autoridad, pero también el lector, que oye -lee- las respuestas como si le hablaran de frente.


El Oso está preso, sospechado por haberle hecho algo a esa criatura, y un comisario que no aparece pero evidentemente pregunta, entrevista a la maestra, al cartero, a la farmacéutica, a una corredora de trail, a ex compañeros de la escuela, a cazadores, a vecinos. Lo que se lee son las respuestas a ese oficial que insiste en interpretar los hechos a su manera, incluso en torcerlos para ajustarlos al cristal por el que él mira.

Y en el medio, a modo de separación entre los pequeños capítulos, aparece el canto de las hadas. Un canto que, como un coro griego, se va volviendo cada vez más largo, más profundo, más conmovedor e inquietante a la vez.
“Nosotras/ las hadas/ no robamos a los bebés/pero aliviamos a sus madres”, dicen por ejemplo, muy al principio, marcando ese otro componente de este libro tan singular: lo fantástico, arraigado en las tradiciones orales que aún se mantienen -al menos entre los habitantes más longevos- en la aldea .

Efectivamente, en ese pueblo, donde está la gruta en la que apareció la niña, hay una vieja creencia. ”Siempre se ha contado que las hadas vivían en la gruta porque resulta inaccesible. Y que robaban a los bebés de los pueblos para llevárselos allí arriba. Que no podían resistirse a robar niños porque eran mujeres, pero incapaces de tener hijos”, intenta explicarle uno de los vecinos al comisario.
Muchos de los interrogados cuentan la leyenda de las hadas como al pasar, otros le temen a ese mito que rodea las montañas, todos conocen el cuento. Para muchos, es la explicación más sensata a la aparición de la niña en la gruta: la robaron las hadas. “Aquí estamos / nosotras / las hadas / para liberar a las madres / de los niños impuestos / incrustados / insertados”, cantan más adelante, instalando un tema del que nadie habla en el pueblo.


No todos los que responden frente al comisario tienen algo malo para decir sobre el Oso y su madre, Mariette. Al contrario, en esa aldea también hay solidaridad y pocas preguntas, respeto aunque no haya comprensión. Hay vecinos que entienden que esa mujer haya elegido vivir casi al margen de todo para criar a su hijo en contacto con la naturaleza, el único lugar en el que se siente feliz. Hay vecinos que los defienden: “Ahora, con lo que ha pasado, no me queda otra que hablar. Mariette y su hijo no son unos salvajes, todo lo contrario, son unas personas estupendas. Lo sé porque voy a su casa”, le dice al comisario el vecino que vio con sus propios ojos cómo, a los 12 años, el Oso ya curaba a las vacas y animales enfermos. “Le dije que su niño tenía un don. Que un chico así era una joya. Que había que hacer algo. Creo que entendió que mis intenciones eran sinceras, que no había ido allí a dorarle la píldora, que lo que me interesaba era su hijo, no ella. No debía estar acostumbrada a que le hablaran bien de él”, agrega el hombre que elogia y admira al Oso, ahora encerrado y preso, temido por los policías que llegaron en helicóptero hasta las alturas de la montaña para apresarlo con una red, como si fuera un animal salvaje.


La francesa Violaine Bérot, filósofa e Ingeniera Informática de formación, conoce bien ese terreno. Ella misma es una emigrante de la ciudad a la montaña. Ella misma vive en los Pirineos donde aplicó la informática a la cría de cabras. Y aquí, en unas pocas páginas (menos de ciento cincuenta) indaga no sólo en el rol de la subjetividad para construir una narración, si no también sobre un mundo a punto de desaparecer, sobre la vulnerabilidad de aquellos que viven “al margen” de las convenciones y que son “diferentes”.


La polifonía de voces actúa como un prisma que refleja todas las miradas, y que a la vez se convierte en un lugar donde reconocerse, muchas veces de forma incómoda. La mirada de los otros frente a lo que no comprenden, la mirada de los que pese a no comprender respetan, la mirada acusatoria, la mirada paternalista, la mirada condescendiente, la mirada interesada.
Todos tienen algo para decir, para opinar, para señalar: “En un centro especializado habrían podido ayudarlo. Atenderlo mejor. En fin, eso creo (…) ¿De verdad cree que él ha podido criarla, cuidarla, protegerla? ¿Él solito? (…) Nunca he pensado que pudiese apañárselas por su cuenta“. ¿Por qué Mariette no le ha pedido a su hijo que llevara la niña a casa?”, “Pondría la mano en el fuego por que esa niña es hija suya”, “Conservo de él esta doble imagen: una fuerza aterradora y una ternura excepcional. Tal vez le resulte extraño contradictorio, pero no me cuesta nada imaginarlo cuidando de un niño”, “Que si hay niños que nacen en la montaña sin que nadie los inscriba en el registro? No le diré que algo así sea imposible”, “Que si sería capaz de matar a alguien? Desde luego. Si se siente amenazado, desde luego”. “Pues verá, lo que más nos intriga, a mi mujer y a mí, es que Mariette no haya criado a la niña. Que la haya dejado en manos de su hijo (…) ¿Cómo es posible que haya permitido algo así?”.


Bérot no necesita más que transcribir las respuestas del interrogatorio policial para que el lector se haga una idea de ese ambiente rural que se resquebraja, para que vea cómo se infiltran el miedo, los prejuicios, la incomprensión ante lo que aparta de la “normalidad”, y cómo los más vulnerables quedan a merced de todo aquello.


“Como Bestias” es un espiral que crece para terminar reflejando ese título no en los protagonistas mudos de esta historia (El Oso y la niña, que nunca hablan), sino en muchos de los que opinan, acusan, señalan, agazapados y disfrazados de buenos ciudadanos.


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