Protocolo para la tribuna

El promocionado anuncio de la nueva ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, de un nuevo “protocolo antipiquete” que pretende evitar cualquier tipo de corte de calles y rutas durante las protestas, tendrá esta semana su prueba de fuego, con movilizaciones de organizaciones sindicales y sociales, que recuerdan las manifestaciones que el 20 de diciembre del año 2001 marcaron el principio del fin del gobierno de Fernando de la Rúa, del cual fue funcionaria.

El protocolo es una resolución administrativa, que en este caso establece un sistema de coordinación de cuatro fuerzas federales (Policía, Prefectura, Gendarmería y Seguridad Aeroportuaria) más el Servicio Penitenciario, para evitar cualquier interrupción del tránsito en manifestaciones. Permite la intervención incluso si los cortes son parciales o hay vías alternativas, sin necesidad de orden judicial, crea un registro de organizaciones y dirigentes que hagan cortes, prohibe y sanciona la presencia de niños y adolescentes, cobrará eventuales daños o “contaminación ambiental” y autoriza el uso de la “mínima fuerza necesaria y suficiente, graduada en proporción a la resistencia” opuesta.

La presentación pretende eliminar de un plumazo un debate que lleva décadas en nuestro país: cómo conciliar de derecho a la libre expresión (que incluye la protesta), básica en democracia y el derecho al libre tránsito, fundamental para el funcionamiento de cualquier ciudad y de la economía, ambos garantizados por la Constitución nacional.

La mediática puesta en escena de una política de “mano dura” de Bullrich busca apoyarse en el indudable hartazgo de importantes sectores sociales respecto de algunos abusos del mecanismo de bloqueo de calles, rutas y fábricas como forma de manifestarse. Los “cortes de ruta” nacieron en los 90 en el marco de las “puebladas” en Cutral Co y Tartagal, que sufrieron un colapso social tras la privatización de YPF y que encontraron en este sistema la única forma de hacer escuchar sus reclamos a los gobiernos. Tras la crisis del 2001, se hicieron corrientes los “piquetes” en calles y rutas de grupos de desocupados, que no tenían a su alcance la herramienta de la huelga, propia de los trabajadores formales. Pero la generalización de este tipo de protesta llevó a que en ocasiones conflictos laborales, municipales e incluso vecinales que afectaban a un puñado de personas terminaran en cortes de rutas nacionales por varios días que afectaron a miles, el bloqueo violento a empresas o la ocupación a la fuerza de edificios públicos.

Como señalan varios juristas, la protesta engloba derechos humanos fundamentales en democracia garantizados por la Constitución y el derecho internacional, como la libertad de expresión y los derechos de reunión, asociación, a peticionar y de huelga, entre otros. Y tiene una protección especial porque es el mecanismo que sostiene a los demás. Por ello su limitación debe ser la excepción y no la regla, adoptando mecanismos proporcionales y razonables. No se puede exigir autorización previa ni discriminar o penalizar a líderes y participantes si no cometen delitos.

Sobre los abusos, el constitucionalista Andrés Gil Domínguez recordó una obviedad: “la protesta violenta no es un derecho y está castigada por el Código Penal”, lo mismo que bloquear el normal funcionamiento del transporte. Su colega Roberto Gargarella añadió que “no podemos pasar de un modo irracional y casi idílico de pensar la protesta, que a veces llevó al desorden y al descontrol, al extremo opuesto represivo, que es tan irracional y antijurídico como el anterior”.

Sin dudas que este conflicto entre los derechos a la protesta y a circular libremente tiene vacíos jurídicos que deben ser subsanados. La aplicación del Código Penal sin más a menudo es engorrosa y problemática. Pero la salida no es una resolución administrativa lanzada más para la tribuna que para resolver el problema, sino una ley del Congreso que regule el derecho a la protesta pacífica, fije criterios razonables de intervención y sea una política pública consensuada entre la mayoría más amplia posible de las fuerzas del arco político.


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