Augusto Pinochet es un vampiro en la película «El conde», de Pablo Larraín

Hoy lkega al cine la nueva película del chileno Pablo Larraín, “El conde”, que además desembarcará en Netflix el 15 de este mes. Sátira escabrosa retrata no sólo al ex dictador sino también a su familia.

El dictador Augusto Pinochet sembró de terror las tierras chilenas durante su dictadura de 16 años y el director Pablo Larraín lo imaginó como un vampiro que vagó por la Tierra durante dos siglos y medio para vengar y restaurar a la monarquía en “El Conde”, una escabrosa sátira que, mediante un drama familiar, indaga en lo profundo de los males del alma humana y que ayer se estrenó en salas del país.


La película, que también se verá a partir del 15 de septiembre en Netflix, tuvo su estreno mundial en el Festival Internacional de Cine de Venecia, donde fue muy bien recibida por el público y la crítica.

Para armar la historia, el chileno Larraín contó con un elenco de primera línea: la eterna Gloria Münchmeyer (en el papel de la esposa Lucía Hiriart), Alfredo Castro (un torturador devenido en mayordomo), Paula Luchsinger (la monja que intentará exorcizar a Pinochet) y un fenomenal Jaime Vadell (en el rol del dictador).

La trama no es sencilla, pero se entiende desde el minuto uno: Un decrépito Pinochet se encuentra aislado en lo que pareciera haber sido una estancia, hoy tan derruida como el propio exmandatario, acompañado por su fiel mayordomo y su esposa, ambos preocupados porque el anciano se abandona a la muerte dejando de tomar sangre, presa del sinsabor por no ser reconocido como un prócer chileno.

Como si ya estuviera en su lecho de muerte, sus cinco hijos se acercan a la inhóspita morada para rescatar la millonaria herencia escondida en un sinfín de cuentas bancarias e inversiones en paraísos fiscales. En un principio, el padre acepta repartir las regalías de sus tropelías setentistas, pero todo va a cambiar cuando una joven y bella contadora se presenta para desenterrar los fastuosos secretos.

Como en “Neruda” (2016), Larraín apela a la voz en off y a imágenes que fluctúan entre lo simbólico, lo onírico y los escuetos diálogos, todos ellos provistos de un humor tan ácido como sinceros son los personajes, apoyados en una fotografía blanco y negro. Esa voz fuera de plano, en inglés, se develará sobre el final del filme con una sorpresa bastante esperada, pero no por ello menos efectiva.

El también director de filmes como “El Club” (2015) y “Jackie” (2016) -la primera sobre una casa de sacerdotes pederastas, la segunda sobre Jackie Kennedy- no intenta generar empatía con ninguno de los protagonistas; por el contrario, todos y cada uno de ellos justifican tanto los asesinatos y desapariciones, como el robo y el saqueo de las arcas públicas a mansalva. Y es aquí donde radica la genialidad de la película.

Sin apelar a moralinas o golpes bajos, la cinta muestra a la familia Pinochet como una pandilla de bribones, cuyos padres son, en su ancianidad, quienes portan la estirpe y dignidad filial, mientras que sus hijos, todos vividores, se presentan como vagabundos de grandes billeteras.
Quizá sea solo el mayordomo quien guarda en el fondo de su ser un halo de principios, aunque sean ellos todos entregados al mal.

A esta reunión familiar cae la monja/contadora, llamada por una de sus hijas para que quite al demonio del cuerpo de su padre y, si no lo consigue, que simplemente lo mate.

Así como en “El Club” encerró a un grupo de curas abusadores en una casa para que entre ellos justifiquen sus aberraciones, aquí encierra a esta familia de embusteros y truhanes.

En ambos casos, Larraín los deja hablar; no le interesa debatir con la historia, sino que considera más fructífero que se muestren como son y que nunca renieguen de su pasado, que se sientan orgullosos.
Es el mal en todas sus formas el que entreteje las relaciones, las escenas y a los personajes. No hay ninguno que no pueda sucumbir. Se trata de un mal que esconde su espanto detrás de la seducción sexual, retórica, económica y hasta de eternidad. Todos los deseos materiales se apoyan en ideales y principios que, aunque solo sean una mera excusa, no por ello son menos atractivos para las almas débiles y fluctuantes de los personajes.

Larraín se pasea por la comedia negra, el gore, el terror y hasta le tira un guiño a Batman. No se guarda nada y no por ello es pretenciosa. Pega en los momentos justos y aprovecha la oportunidad para meterse a debatir con la historia chilena dejando que sus protagonistas se muestren tal como son y como nunca se negarán.


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