“Estado del malestar”, una sátira sobre el deseo de tener todo y ser felices, siempre
El libro de la noruega Nina Lykke puede leerse como una comedia inteligente y sarcástica, pero es más bien una crítica a este mundo que engendra ciudadanos siempre insatisfechos.
“Estado del malestar”, de la noruega Nina Lykke, que llegó a la Argetina de la mano de Gatopardo Ediciones en 2021, comienza como una comedia. Es probable que arranquemos el libro riéndonos, incluso riendo a carcajadas, de esa crítica directa y punzante al estado de bienestar, de esos seres neuróticos que van a la consulta del médico después de haber leído en Google un montón de síntomas que creen tener; incluso puede que nos riamos de esa clase media que habita ese barrio tan políticamente correcto y tan snob de Oslo, que mira con desdén a los ricos de enfrente suponiendo que jamás tendrán sus defectos para encontrarse pocos años después con esos mismos errores a cuestas, y llenos de culpas por no haber sido mejores. Empieza así, como una comedia. Pero cuidado, en algún momento, todo puede ser un espejo.
La protagonista del libro, Elin, es una médica de familia en plena crisis de los cincuenta que se plantea separarse de su marido tras una aventura con un ex. Justamente por esa razón, Elin se ha mudado y duerme en su consultorio por las noches. Un esqueleto de tamaño natural que tiene en su despacho, al que ha bautizado Tore, funciona como la voz de su conciencia, y con él mantiene unas conversaciones que le sirven para aclarar sus dudas y entender sus contradicciones, tanto personales como profesionales. Con él habla cuando se queda sola a la noche, o entre paciente y paciente. Él le marca todo aquello que Elin parece no querer ver.
La crisis de Elin tiene sus detonantes. La rutina de controles médicos a una población que “se está volviendo cada vez más frágil y sensible y al mismo tiempo más maleducada y exigente”, y las horas de series y Chablis frente al televisor, mientras su marido Aksel se va a esquiar cada vez que puede, se altera por lo que podría llamarse un “furcio tecnológico”. Es que Elin le manda una señal a su ex novio, Bjorn, lo que provoca el encuentro que a su vez provoca el reinicio de la relación.
En “Estado del malestar”, Facebook e Instagram juegan un papel importante: “Las redes sociales son como las tarjetas de Navidad que se mandaba la gente en los noventa. Ahora se envían durante todo el año”, piensa -y acierta- Elin.
La historia entre los amantes, Erin y Bjorn, ocurre obviamente a espaldas de dos matrimonios entre infelices y ya sin nada por decirse aunque, cada uno en su medida, sujetos a ciertos estándares de vida y apariencia. El de Elin y Aksel -también médico él- responde a las reglas implícitas del barrio en el que viven, donde se habla de igualdad y reparto de tareas aunque en los hechos se parezcan más a sus padres y a todo lo que critican. El de Bjorn y Linda, por su parte, es algo así como el del buen usuario de internet: esos seres empachados de positividad y dopamina que aportan los Me Gusta en las redes y son activos entusiastas de postear fotos de nietos, comida y vacaciones. “Es de las que suben fotos todos los días, aunque solo sea una de un jarrón de flores y una taza de café y ‘por fin un ratito para mí’” con una alta capacidad para “presentar su vida de una manera que te da ganas de vivirla”, piensa -y lanza un dardo- Elin.
Cualquiera de nosotros que haya visto una de las tantas series nórdicas disponibles en los servicios de streaming habrá advertido que eso del paraíso de la felicidad suele ser una reducción, que no todo funciona de maravilla por allá, ni todos son sanamente alegres todo el tiempo. Lo que hace Lykke en este libro es sacar de toda la basura escondida bajo las alfombras y exponerla sin pudor.
Ahí está la crítica al estado de bienestar. Lo hace, por ejemplo, cuando describe a un colega, al que apoda el Rebelde: “le gusta ser como Papá Noel y es generoso con los fondos públicos. El Rebelde opina que todo el mundo tiene que tenerlo todo siempre. “Es un derecho legítimo” es la frase preferida del Rebelde, y si alguien quiere algo, siempre y cuando se trate de prestaciones sociales, en ese mismo momento se lo ha ganado”, le hace decir Lykke a su personaje.
Ahí está también la crítica a los pacientes: “Nadie conoce las modas populares mejor que un médico de familia. He visto de todo: productos sin gluten, sin lactosa, sin azúcar, todas las recetas de los periódicos y de internet que convencen a personas sanas de que si dejan de comer pan o queso todo irá como es debido. Los pacientes de mediana edad no comprenden por qué están siempre tan cansados. Porque te haces mayor, les digo”.
Es difícil no reír después de eso. Y sin embargo ¿cuántas veces pusimos nuestras esperanzas en unos polvos mágicos que prometen dejarnos la piel de una joven de veinte años, o en una verdura exótica que renueva todas las células y devuelve la vitalidad de los 18? ¿cuántas veces pretendemos que eso de hacerse mayor es para los otros, pero no para nosotros, convencidos de que el cuerpo no tiene por qué fallar, ni menguar, ni deteriorarse un poco como todo lo que en definitiva es arrasado por el paso del tiempo?
Pero Lykke no se queda con el servicio de salud estatal noruego, ni con el falso axioma del Templo del Bienestar (Muchos derechos y pocos deberes). En tono hilarante, Lykke también hunde el dedo en la llaga de los bienintencionados vecinos de un barrio “progre” de Oslo, Grenda, donde vive la protagonista del libro. Grenda podría ser cualquier barrio de los nuestros, con habitantes que se dicen inclusivos, abiertos a la diversidad, tolerantes, que jamás dirían nada contra los inmigrantes o las minorías. “Si alguno de los reunidos alrededor de la mesa se mostraba escéptico hacia los homosexuales o los inmigrantes o los travestis u otras minorías, como grupo o como individuos, por muy leves que fueran las formas y el contenido, sería como borrarse de la comunidad hasta el fin de los tiempos. El único grupo con el que uno podía meterse sin problemas en Grenda eran las personas heterosexuales de etnia noruega que vivían en ciudades grandes. Nosotros mismos, en otras palabras. Y sin embargo, en Grenda no vivían inmigrantes ni homosexuales”, escribe Lykke.
Y no lo escribe para ponerse del lado de aquellos que sí tienen opiniones contra las minorías. Lo escribe como una simple y brutal muestra de las contradicciones humanas y de lo poco sólidas que son algunas buenas intenciones que todos querríamos tener. Algo que queda perfectamente graficado cuando por un escaso tiempo, una pareja homosexual se muda al barrio, hace algo -una nimiedad, pero que aparentemente va contra las reglas de Grenda- y nadie sabe cómo decirles porque temen que marcar un error pueda tomarse como una muestra de rechazo u homofobia. La corrección política suele causar ese tipo de contradicciones que nadie está dispuesto a advertir en público, pero que Lykke deja perfectamente expuestas en muchas páginas del libro.
Con esos temas como marco, la idea que subyace a lo largo del libro es por qué personas que lo tienen todo no son tan felices y se quejan sin parar. Por qué, una sociedad que aparenta brindarlo todo, genera tantos individuos insatisfechos y egoístas, permisivos con los defectos propios, pero tiránicos con los del prójimo.
Lo interesante del personaje creado por Lykke, es que no lo convierte en un ejemplo de lo mejor de su especie. Elin es fallida, como todos. Comete cientos de errores, con su marido, con su amante, con sus pacientes, como cuando se harta por completo de las exigencias que le plantean y les contesta desde una honestidad brutal, despiadada, que nadie quiere oír. Los casos que cuenta Lykke, aunque extremos, no parecen exagerados: está el caso de la mujer de 39 años que lleva meses intentado quedar embarazada y cuando llega a la consulta pide que le hagan un aborto porque la fecha de parto justo coincide con un viaje largamente planeado. El asunto pone sobre la mesa los nudos centrales del libro: los deseos, la insatisfacción, la imposibilidad de tenerlo todo, todo el tiempo, y esa incapacidad de elegir, de renunciar a algo y ser feliz.
Por eso, el libro y su sátira dosificada, puede funcionar como una comedia que nos haga reír. Pero la historia es incómoda en ese punto en el que nos refleja a todos, a la sociedad, y a este mundo de deseos inabarcables que parecen dispuestos por ahi para satisfacernos siempre. Ya. Ahora. Todo el tiempo.
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