Un antídoto contra el invierno de nuestros descontentos

Cuando afuera todo se ve desangelado, con los árboles desnudos y helados, la literatura puede obrar su magia, convertirse en un refugio contra la melancolía de los pagos chicos. “Canciones de amor a quemarropa” es una buena manera de pasar la estación más mustia.

El invierno no es la estación más linda en la Patagonia que queda lejos de los cerros y picos nevados. El paisaje, más acá, se vuelve gris, inhóspito, como un estado de ánimo desinflado.


Hace algo más de un año, leí “Canciones de amor a quemarropa”, una novela de Nickolas Butler , editado por Libros del Asteroide, en 2014. Y siempre vuelvo, como si fuera un talismán.
Para los que vivimos en un pueblo/ciudad, lejos de la capital, o para los que nacimos en el interior, este libro puede funcionar como antídoto para esos días en los que el invierno desangelado, las chacras secas o las calles vacías hacen que todo que se vea un poco mustio. Una manera de hacerle frente al invierno de nuestros descontentos.


La magia opera porque este no es sólo un libro sobre la amistad a través de los años y los cambios y las traiciones que ocurren en el medio del camino siempre ripioso de la vida. Funciona porque es también un libro sobre el pago chico y las raíces que inexorablemente nos atan a la tierra de cada uno. Porque es un libro que, sin que ese sea su principal cometido, contagia apego por los pequeños lugares.


El lugar de Butler se llama Little Wing, un pedacito de nada en el medio oeste estadounidense, una ciudad de la que difícilmente sepamos algo o figure como destino turístico. Pero lo que irradia en las páginas es un sentimiento que resulta conmovedor.


Para no engañar a nadie y decirlo con propiedad, “Canciones de amor a quemarropa” es por encima de todo un libro sobre la amistad.


La historia está magníficamente enlazada entre las voces de cuatro amigos y la mujer de uno de ellos, que aunque no forma parte del núcleo duro, a veces lo recubre y otras lo impacta. Ellos son Henry, Kip, Ronny, Lee y Beth. Henry es el marido de Beth, y es el que se quedó en Little Wing, el pueblito de Wisconsin en el que todos nacieron, al cuidado de una granja; Kip es el que se fue a Chicago y se convirtió en un infeliz pero exitoso corredor de bolsa; Ronny era la estrella de los rodeos hasta que un accidente lo dejó malherido y con pocas luces, y Lee se convirtió en una verdadera estrella de rock, en una de esas estrellas de las que los pueblos suelen enorgullecerse porque representa todo lo que casi nadie nunca será.


Pero lo que logra Butler, con las versiones de los cinco amigos que se encadenan y superponen para narrar lo que ocurre a partir del reencuentro del grupo en la boda de uno de ellos, es contagiar algo muy parecido a la reivindicación, una suerte de reconciliación para esos momentos en los que se puede maldecir la falta de algunas cosas, de algunas oportunidades, esa sensación de estar lejos de los lugares donde se supone que ocurren grandes cosas (aunque no siempre sea cierto).
Butler dice cosas como estas: “Cuando no tenía otro lugar adónde ir, siempre volvía a Little Wing. Cuando no tenía nada de nada, volvía a Little Wing. […] Aquí el mundo tiene un latido distinto”.


Y aunque después escriba cosas como éstas: “A nuestros pies, Little Wing, un pueblo, el nuestro, que se encogía sin cesar, donde no había gran cosa que ver y ni siquiera un semáforo parpadeaba en la noche; y nosotros, todos, lo menospreciábamos, hablábamos de salir de allí, de marcharnos a algún otro sitio, de irnos a donde fuera, cualquier lugar menos ese. La sensación de que quedarse en el pueblo era de fracasados”, aunque escriba eso pareciera hacerlo para nombrar ese inconfesable sentimiento que nos une a los que nos quedamos, para que el libro no suene todo el tiempo como una oda al pueblo chico, para hacerse esa pregunta que, todos nos hacemos, de alguna manera, y de muchas maneras: ¿podemos sentirnos alguna vez, en algún lugar que no sea el nuestro, realmente en casa?


“Canciones de amor a quemarropa” es un libro para releer cada tanto, para recuperar el ánimo cuando decae junto con la estación fría.
Si fuera un disco (que en el libro lo es), “Canciones de amor a quemarropa” sonaría melancólico, como una puesta de sol de domingo.
Pero sería una de esas puestas a la que le sacaríamos fotos, para no olvidarla, para mantener la sensación que nos provocó. Y también para iluminar el tono apagado de los inviernos en el interior.


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