Nuestro pobre individualismo
Dentro de 200 días se elegirán los candidatos que disputarán la Presidencia de la Nación. A fin de este año habrá asumido el nuevo gobierno. Comienza un año electoral y hay poco fervor popular en torno al tema. Es como si la inmensa mayoría del país hubiera asumido una pintada anarquista de los años 70 que decía: “gane quien gane, pierde el pueblo”. El drama es que para solucionar los problemas de cada uno de los argentinos es necesario un marco estatal que contenga la energía social. Nadie confía en que las propuestas hoy existentes (desde la extrema derecha a la izquierda) sintonicen con sus esperanzas.
Como aprendimos con la crisis de 2001, por más que mucha gente quiera que “se vayan todos” no se va nadie porque realmente no es posible vivir sin Estado (lo que es lo mismo que decir que no se puede vivir sin políticos, aunque no haya ninguno que nos entusiasme). Esta falta de encantamiento de la política, este divorcio entre la sociedad y los partidos políticos no es algo que nos sucede solo a los argentinos: es la forma que adopta hoy la vida política en todas las democracias de Occidente; en especial, después de la Pandemia.
No nos gustan los políticos que nos tocaron en suerte (los políticos que hemos venido sosteniendo desde hace años); sin embargo, no hay otros: estos que están en carrera son los que deberían construir el Estado que transforme positivamente nuestra vida. Pero no creemos que eso vaya a suceder. Ahí está la raíz de nuestro desánimo.
Casi todos los países están divididos entre dos bandos irreconciliables: sucedió en EEUU entre Joe Biden y Donald Trump y en Brasil entre Lula y Bolsonaro. También sucedió en Francia, donde Macron, a pesar de haber obtenido una victoria contundente en segunda vuelta, hoy cuenta con una aprobación social muy baja. Lo mismo pasó en Italia, donde una fuerza profascista obtuvo el primer lugar por primera vez desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Algo similar sucede en cada elección que se disputa. Pero lo más importante no es solo la división social entre bandos irreconciliables, sino que los triunfadores -esos que hasta hace unos 10 años gozaban de un largo período de apoyo y confianza- ahora son cuestionados a las pocas semanas de asumir y en cuestión de nada se quedan sin apoyo social.
Borges, en un ensayo de comienzos de 1946, sostenía que los argentinos nos caracterizamos por desconfiar del Estado. Ese escrito se titulaba: “Nuestro pobre individualismo”.
Borges decía allí: “El argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en este país, los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción; lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano. Aforismos como el de Hegel “El Estado es la realidad de la idea moral” le parecen bromas siniestras”.
Siete décadas más tarde, nuestro pobre individualismo nos hizo más anarquistas aun de lo que ya éramos según Borges en los 40 (o de lo que fuimos, según el Martín Fierro, en las décadas finales del siglo XIX). Nuestro pobre individualismo funda anarquismo, pero un anarquismo informe, sin militancia y sin teoría: una desconfianza extrema en los que tienen poder.
Si a la mayoría de los muchos que están desilusionados con los políticos les preguntáramos si realmente quisieran vivir sin Estado la inmensa mayoría creería que le estamos haciendo una broma. Hay ahí un drama: no nos gustan los políticos que tenemos, pero los necesitamos. No podemos vivir sin Banco Central ni sin Ministerio de Acción Social.
“El más urgente de los problemas de nuestra época (ya denunciado con profética lucidez por el casi olvidado Spencer) es la gradual intromisión del Estado en los actos del individuo; en la lucha con ese mal, cuyos nombres son comunismo y nazismo, el individualismo argentino, acaso inútil o perjudicial hasta ahora, encontrará justificación y deberes. Sin esperanza y con nostalgia, pienso en la abstracta posibilidad de un partido que tuviera alguna afinidad con los argentinos; un partido que nos prometiera (digamos) un severo mínimo de gobierno.”, agregaba Borges en ese ensayo.
Hace ocho décadas que los argentinos venimos haciendo lo contrario: agrandando el Estado e invalidando a los individuos. Quizá ya sea época de invertir la fórmula: no destruir el Estado (una utopía poco eficaz, dañina) sino intentar un mínimo de Estado que sea útil a la sociedad.
El debate que deberíamos darnos, entonces, es sobre qué tipo de Estado y cuánto Estado queremos. Y, sobre todo, preguntarnos quiénes queremos que lo gestionen.
Hay que empezar por ahí o seguiremos en lo mismo. Es decir, en la decadencia.
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