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Una grieta muy buena

James Nielson

Como muchos han señalado, el mundillo político peruano es un aquelarre interminable en que los golpes, autogolpes y contragolpes son rutinarios y el Palacio Presidencial suele ser antesala de la cárcel pero, a pesar de tanta confusión, la economía sigue funcionando muy bien conforme a las pautas de la región. La tasa de inflación es inferior a las de Estados Unidos y la Unión Europea, el producto bruto está creciendo a un ritmo modesto pero sostenido y el índice país, de 165 puntos, es una pequeña fracción de los 2,281 ostentados por la Argentina. Pocos creen que el drama protagonizado por el recién destituido presidente Pedro Castillo modifique mucho este panorama reconfortante.

Es que, en Perú, se ha abierto una grieta profunda entre lo político y lo económico. Mientras que los políticos hacen lo suyo, la economía está efectivamente en manos de un Banco Central autónomo que defiende con tenacidad el valor de la moneda nacional. Puede hacerlo porque, para los peruanos, la independencia auténtica de la institución se ha vuelto tan natural que escasean los resueltos a tratarla como una parte legítima del botín electoral.

Por tal motivo, el “marxista” Castillo avaló la continuación por cinco años más del titular Juan Velarde, un tecnócrata que aquí se vería denunciado por su ortodoxia, que comenzó su gestión en 2006, y sorprendería mucho que la nueva presidenta, la “centroizquierdista” Dina Boluarte, intentara desalojarlo.

Aunque los hay que atribuyen esta situación anómala al poder de la derecha vinculada con “el imperio” norteamericano y al temor a que los mercados castigarían a Perú con brutalidad si se desviara del neoliberalismo monetario, parecería que, lo mismo que el grueso de sus correligionarios europeos y norteamericanos, los progresistas peruanos han llegado a la conclusión, sin decirlo explícitamente, de que sería un error procurar aplicar sus ideas utópicas en el mundo real.

Antes de la implosión de la Unión Soviética, los intelectuales de tal tipo estaban obsesionados por cuestiones macroeconómicas, pero el colapso ignominioso del “socialismo real” enseñó a los más racionales que las decenas de miles de libros escritos para ensalzarlo valían tanto como los tomos teológicos que produjeron sus equivalentes de generaciones anteriores.

Así pues, en los países desarrollados, los izquierdistas han optado por concentrarse en embestir contra los flancos más vulnerables del, para ellos, odioso sistema capitalista apoyado por su enemigo ya ancestral, la burguesía: los prejuicios raciales, la “islamofobia”, el patriarcado, el desdén por minorías sexuales y otras manifestaciones del mal. Con tal que sus presuntos líderes, que dominan los ámbitos académicos y, hasta cierto punto, mediáticos, puedan seguir cosechando algunos beneficios, prefieren que tecnócratas manejen la economía.

Economía y política

En principio, se trata de un arreglo un tanto perverso, ya que significa tratar la economía como algo ajeno a la política, es decir, a la voluntad popular.

Con todo, a través de los años, los intentos de remodelar economías para que se asemejaran a modelos elucubrados por teóricos han fracasado, a veces de manera catastrófica, en tantas ocasiones que es comprensible que muchos que se oponen instintivamente al orden existente prefieran limitarse a criticar el desempeño de sus adversarios ideológicos sin sentirse obligados a defender los desastres provocados por quienes comparten sus propias opiniones,

Demás está decir que, en la Argentina, han sido tan calamitosos los resultados económicos conseguidos por los productos de la cultura política local que no carece de atractivo lo que podría llamarse una “solución peruana”.

Si bien hacer de un Banco Central comprometido con la estabilidad monetaria una fortaleza inexpugnable no sería una panacea, por lo menos serviría para disciplinar a gobiernos más interesados en comprar votos con “planes platita” que en cualquier otra cosa.

Irónicamente, el rebelde más locuaz contra el modelo imperante en la Argentina, el libertario Javier Milei, quisiera abolir el Banco Central para que la gente decida colectivamente el valor de los billetes coloridos y monedas metálicas que usa para el intercambio comercial, lo que a buen seguro llevaría a la dolarización instantánea de la economía nacional, pero sería poco probable que funcionara por más de un par de días el esquema anárquico que propone.

En cambio, aunque distaría de ser inmediato el impacto de un Banco Central independiente, el que por un rato acaso largo no tendría nada en las bóvedas, por lo menos privaría a los políticos un instrumento con el cual han hecho muchísimo daño a los habitantes del país.


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