El 17 de octubre de Kristalina Georgieva
Georgieva expresó que la sociedad argentina espera que el Gobierno “se tome en serio el control de la inflación”. Demanda que podría oírse en cualquier rincón del país.
Hay una tensión central que caracteriza hoy a la política argentina: nadie puede asegurar hasta qué punto aquello que se define de modo genérico como el esquema de gobernabilidad democrática resistirá, sin daños estructurales, el embate del proceso inflacionario sin freno y sus efectos devastadores en la trama social.
Es como una nerviosa carrera contra el tiempo: la economía pide correcciones urgentes, pero la política está condicionada a la promesa de una renovación de expectativas de mediano plazo.
Para entender cómo interactúan esos dos planos convendría revisar el precario mapa de gestión desde que el Gobierno eligió no tener un plan económico para luego admitir que el FMI le diseñara una hoja de ruta.
Kristalina Georgieva retomó el habla tres meses después del golpe interno de Cristina Kirchner que volteó al exministro Martín Guzmán. Enunció un concepto casi en términos de representación política y una definición de índole económica.
Expresó que la sociedad argentina espera que el Gobierno “se tome en serio la necesidad de controlar la inflación”. Es curioso: la jefa del FMI le subrayó a gobierno una demanda que bien podría escucharse en cualquier rincón de este país, en boca del menos avisado de los ciudadanos. El colmo inesperado: el 17 de octubre de Kristalina Georgieva.
También la definición económica de Georgieva merece ser analizada. Ahora más lejos de las teorías multicausales, la jefa del FMI advirtió: cuando la política monetaria pisa el freno, la política fiscal no puede pisar el acelerador. No se puede aumentar el gasto, aunque la sociedad lo pida, si para financiarlo sólo se imprimen billetes sin reservas.
Esta nueva retórica aparece en el contexto de una discusión que atraviesa la relación del gobierno con el FMI. El kirchnerismo sostiene que el acuerdo está caído y Sergio Massa está renegociando sus términos. Es la tesis de Andrés Larroque para justificar la abstención de Cristina cuando el acuerdo se votó en el Parlamento y el giro pragmático que tuvo que dar cuando volteó a Guzmán sin plan de relevo.
Alberto Fernández parece desconfiar del éxito de su ministro. Sólo así se explica la contumacia con la cual insiste con la posibilidad de una reelección.
El FMI dice lo contrario: “Nunca pensamos que un programa debe sostenerse con rigidez si cambian las condiciones globales, pero por ahora estamos controlando que los argentinos cumplan lo que firmó”. Georgieva resaltó que Massa está comprometido con ese objetivo y por eso le aprobaron la última revisión.
Massa se imagina como el único candidato presidencial viable del oficialismo, sólo si logra contener la inflación, aunque sea a la mitad del índice mensual. Dice tener oculto un plan de estabilización. Por ahora sólo actuó como administrador de la corrida que disparó Cristina en julio. Con resultados más bien pobres, si se ve el proceso de devaluación que induce con el desdoblamiento al infinito del tipo de cambio.
Alberto parece desconfiar del éxito de su ministro. Sólo así se explica la contumacia con la cual insiste con la posibilidad de una reelección. Para Cristina el problema es más grave: ya fracasó con la delegación de poder en Alberto, no puede fracasar con Massa. Eso la convertiría en única candidata, pero de un oficialismo en colapso por la inflación.
Como en julio con Guzmán, otra vez el gobierno baja alegremente al sótano de sus enconos internos. Subidos a la agitación de las paritarias, también los sindicatos aprovechan para tomar posición preelectoral. Los gobernadores son más drásticos en su diagnóstico: sin candidato presidencial competitivo y con la inflación por las nubes, no sólo hay que despegar las elecciones locales; también eliminar las primarias para dividir a la oposición.
Ese desafío excede a Juntos por el Cambio. El regresivo sistema de voto universal y obligatorio para resolver las internas partidarias de pronto aparece como el último umbral de contención para evitar que el sistema se desbarranque en la fragmentación. Que sería el peor de los aportes de la política para una salida ordenada de una crisis económica y social sin solución a la vista.
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