LA SEMANA EN SAN MARTIN: Otro ladrillo

Ponerse del lado del más débil es una reacción natural. Por lo común, no implica más compromiso que la indignación o el aliento, y con límites precisos. A modo de ejemplo, uno podría ponerse del lado de esos adolescentes desencajados, que se meten en problemas a cada paso. Uno simpatiza con esa rebeldía solitaria y desorientada. Pero la adhesión acaba cuando el marginado se aventura más allá de lo tolerable.

Uno podría haber simpatizado con los chicos que Gus Van Sant retrata en «Elephant», hasta que terminaron a los tiros y matando a diestra y siniestra, en los pasillos de aquel colegio de perpleja clase media norteamericana.

Pero está claro que todos aquellos que se salen de las convenciones no llegan al extremo de empuñar armas y matar gente. El grueso vive y se desvive a diario, sin pena, sin gloria, y sin atención mediática. Haciendo inmensa abstracción de las complejidades de tales fenómenos, hay sin embargo un hilo conductor: la inadaptación, que aquí se menciona sin contenido valorativo: no es que la inadaptación sea buena o mala. Antes que todo, es…

En cambio, es patético que las instituciones se muestren faltas de plasticidad para reconocer a tiempo al inadaptado, ofrecerle y ofrecerse alternativas. Un alumno de un colegio secundario de San Martín de los Andes (los nombres no tienen importancia a los efectos de esta nota) fue expulsado semanas atrás luego de acumular una retahíla de amonestaciones por ocultar la repitencia a los padres fraguando documentación del colegio, y hostigar y pegar en varias ocasiones a sus compañeros, entre otras faltas. La expulsión se produjo no por la decisión solitaria de un director, sino por mayoría de un consejo de profesores y preceptores reunidos con ese fin, según manda la norma.

Enterados, los padres apelaron a la Supervisión Media, que luego de algunos intercambios epistolares resolvió, días atrás y «per se», avalar la reincorporación del alumno, dando al traste con la decisión institucional del colegio.

Bien. Un desavisado podría elegir un lado del conflicto: la Supervisión, el alumno, el colegio, los padres. Pero en estos espinosos asuntos, cuando se cruza cierto límite, ya «no hay lados». No hay débiles o fuertes, sólo perdidos y derrotados.

El alumno está perdido en su propia e incomprendida inadaptación; la institución está perdida en su implícita admisión de que hay casos que superan sus capacidades; la Supervisión está perdida en su pobre concepción del respeto a una decisión institucional, al desconocer la autoridad del colegio y obligarle a convivir con la anomia (¿para qué sirve un esquema disciplinario consensuado, si a la primera de cambio se lo desautoriza?); los padres han perdido porque -quizá- están más preocupados por las sanciones a su hijo que por la intimidad de las conductas de su vástago. Y todo el sistema ha perdido, porque su respuesta a semejante cuadro será el pronto olvido. Como dice la canción… «otro ladrillo en la pared».

 

FERNANDO BRAVO

rionegro@smandes.com.ar


Ponerse del lado del más débil es una reacción natural. Por lo común, no implica más compromiso que la indignación o el aliento, y con límites precisos. A modo de ejemplo, uno podría ponerse del lado de esos adolescentes desencajados, que se meten en problemas a cada paso. Uno simpatiza con esa rebeldía solitaria y desorientada. Pero la adhesión acaba cuando el marginado se aventura más allá de lo tolerable.

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