Abrumados por la inflación


Lo que quieren los sindicalistas, militantes K e izquierdistas que rabian contra los “formadores de precios” es sacar provecho de la tragedia que ellos provocaron.


La inflación es un mal insidioso; a menos que lo traten a tiempo, no tarda en paralizar sociedades que antes habían sido vigorosas. Lo es porque en el corto plazo la cura parece peor que la enfermedad, razón por la cual muchos gobernantes la soportan con ecuanimidad hasta darse cuenta de la magnitud de los costos políticos que les supondrá. Ésta ha sido la actitud de la coalición nominalmente encabezada por Alberto Fernández; se demoró tanto en reaccionar frente al aumento del costo de la vida que, en un momento de pánico, tuvo que permitir que Sergio Massa, el que desde su punto de vista – y aquel de Cristina Kirchner – es un personaje muy peligroso, se transformara en el hombre fuerte del gobierno.

Massa no lo tiene fácil. Aunque virtualmente todos coinciden que es un desastre descomunal que, una vez más, la Argentina esté por sufrir una tasa de inflación superior al cien por ciento anual, quienes están protestando con mayor furia se oponen a cualquier esfuerzo serio por frenarla.

Voluntaristas puros – de ahí la sugerencia del camionero Pablo Moyano de que Alberto “ponga lo que hay que poner” -, se niegan a entender que, tal y como están las cosas, hay que elegir entre más inflación y un ajuste severísimo. Prefieren aferrarse a la ilusión de que sea posible solucionar el problema persiguiendo a los empresarios.

No es necesario ser un economista diplomado para comprender que en la Argentina la inflación galopante se debe a la emisión enloquecida de dinero por un gobierno que carece de recursos genuinos. Así y todo, los kirchneristas y muchos otros repudian todos los intentos de reducir el abultado gasto público. Por el contrario, presionan para que siga aumentando porque, dicen, sólo así será posible defender los ingresos de los más vulnerables que dependen de la benevolencia interesada de la clase política nacional.

Puede que algunos oficialistas sinceramente crean que, por ser la inflación un fenómeno “multicausal”, la mejor manera de eliminarla consistiría en someter la economía a un régimen implacable de controles. A juzgar por lo que ha ocurrido desde hace varios milenios en dicho ámbito, un programa de tal tipo sólo serviría para hundir en la miseria a una proporción aún mayor de la población. En tales circunstancias, sería una burla salvaje lo que los más vehementes llaman un “salario universal”, como si a su juicio meramente existir fuera un trabajo exigente que merece ser remunerado.

Lo que realmente quieren los sindicalistas, militantes kirchneristas e izquierdistas que rabian contra los “formadores de precios” es sacar provecho de la tragedia que ellos mismos han provocado. Tratan de brindar la impresión de ser los únicos que se preocupan por el impacto en la vida de decenas de millones de familias de la suba incesante de precios sin que les importe que sean contraproducentes sus esfuerzos por defenderlas.

Aunque es frecuente oír hablar de una carrera entre la inflación por un lado y los ingresos por el otro, la metáfora es inapropiada; sugiere que los ingresos podrían ganarla si fueran más generosos los funcionarios y los empresarios.

Por desgracia, el asunto dista de ser tan sencillo. No es una cuestión de los sentimientos, buenos o malos, de quienes ocupan puestos clave en el gobierno o el sector privado, sino de la eventual voluntad de los encargados de manejar la economía nacional de obrar con realismo.

Cuando Alberto inició su gestión, apostó, con la aprobación de Cristina y, es de suponer, Massa, a que llenar los bolsillos de todos y todas de dinero garantizaría el crecimiento; en opinión de los teóricos del kirchnerismo, bastaría con impulsar el consumo. Ya antes de irrumpir la pandemia, el esquema mostraba sus deficiencias, mientras que el choque asestado por la invasión de Ucrania por las huestes de Vladimir Putin haría todavía peor la situación económica del país aun cuando en principio debería haberla beneficiado.

Tanto aquí como en el resto del mundo, suelen terminar mal quienes caen en la tentación de privilegiar el crecimiento por encima de todo lo demás e inyectar cantidades enormes de dinero sin respaldo en el sistema con la esperanza de estimularlo.

Es por tal razón que, en los países desarrollados, las autoridades financieras están reaccionando frente a las presiones inflacionarias, que últimamente se han intensificado mucho de resultas de la pandemia y la guerra en Ucrania, con ajustes severos que, como pudo preverse, han motivado la indignación de quienes las acusan de ensañarse con los más pobres. Es que la experiencia universal les ha enseñado que no tienen más alternativa; cuánto más se postergue el ajuste, más brutal será.

Mal que nos pese, quienes piensan así tienen razón.


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