«¡Mirá dónde estamos Lola!»: la emoción de Jorge al llegar con su perra en bici al km 0 de la ruta 40
Así fue el día en que esta inseparable dupla viajera pisó por fin a Cabo Vírgenes, Santa Cruz, donde nace el camino que cruza el país de sur a norte. No te pierdas las fotos, el video y el relato de Jorge, ni los aplausos de quienes habían llegado en camioneta...
Ahí van Jorge y Lola rumbo al kilómetro cero de la ruta nacional 40. Llegar a ese punto extremo al sur de la Patagonia era lo que él soñaba cuando empezó a pedalear en La Quiaca, 5400 kms al norte. Pero ya no está solo: en un hermoso pueblito salteño, ella, una cachorra de 45 días, se sumó a la aventura. Por entonces pesaba 800 gramos y asomaba la cabeza desde un bolso apoyado en el manubrio. Y a medida que pasaban las provincias y crecía fue ganando espacio hasta llegar al carrito amarillo de una rueda que le construyó Jorge, con una tela naranja como cobertor para protegerla del sol. Ya pesaba 20 kilos. Así van juntos ahora en los confines de Santa Cruz esos dos inseparables compañeros de travesía. El viento patagónico, como casi siempre, sopla con furia. Esta vez, como pocas, juega a favor: baja de las montañas y los empuja de atrás mientras avanzan hacia al mar. Hoy no pega de costado ni de frente como ayer, cuando tuvieron que volver. Hoy acelera la marcha que arrancó tempranito, cuando salieron de Río Gallegos desde la casa de Walter, un seguidor que los albergó como tantas otras almas solidarias que aparecen en el camino. Ya llevan unos 130 km de traqueteo y en el horizonte se divisa el faro de Cabo Vírgenes, el punto de llegada. Faltan apenas unos cinco km y Jorge, por un segundo, no sabe si esa lágrima que asoma la produce el polvo o la emoción. Pasa el remolino, el corazón late fuerte, ya no tiene dudas: es de felicidad. Una enorme sonrisa se dibuja en ese rostro curtido por el sol.
La ruta, en ese último tramo, no ofrece los paisajes más lindos, pero qué importa. No hay montañas, ni lagos, ni árboles, apenas algunas ondulaciones en la traza que cruza esa estepa llana, sin pastizales. No hay choiques, ni vacas, ni esos teros a los que le ladraba Lola más arriba, apenas algún guanaco que se cruza apurado.
Jorge piensa en todo eso y sigue pedaleando, agradece en silencio la firmeza de esa ruta ancha sobre ripio consolidado que no daña sus cubiertas ya lisas. Aparecen unas nubes y reza para que no llueva: le dijeron que con agua se puede complicar mucho. A ese tramo podrá faltarle belleza, pero tiene la épica de ser el último, el que cumple el sueño. No hay con qué darle a eso. «Ya estamos, Lola, ya estamos», dice. Es el 15 de enero del 2022 y la aventura que comenzó el 2 de enero del 2021 está a punto de terminar.
Van más de 12.000 km desde que empezó a pedalear solo desde Buenos Aires. «Ya me voy Pachi», le dijo a su mujer, le dio un beso, un abrazo fuerte y partió. Le encaró hacia el norte, pasó por su Weisburd natal en Santiago del Estero y después enfiló hacia el oeste para bajar por la 40 desde La Quiaca.
Con 57 años, cuatro hijos y tres nietos, fue campeón argentino y medallista panamericano de Taekwondo y después como personal trainer entrenó entre otros a Mauro Viale y su hijo Jony. Sabe lo que se logra con el producto del esfuerzo.
A esa altura del camino, después de sorprenderse por los paisajes de Jujuy, ya en Salta faltaba poco para que llegara Lola a la vida de ese hombre acostumbrado a no rendirse. «Para hacer esto hay una sola condición, hermano, una sola: tenés que pedalear. Con sol, con lluvia, con viento, tenés que pedalear, no hay otra».
Nace una dupla inseparable
En la casa de su amigo Rafa en San Carlos, pueblo salteño a la vera de la ruta 40, conoció a esa cachorra que entre sus cuatro hermanitos dio el paso al frente y se le metió entre las piernas moviendo la cola.
Tenía 45 días y desde entonces están juntos. Pachi, que había viajado a visitarlo, tenía poder de veto porque nunca había convivido con perros. Jorge temía en secreto que dijera que no. Pero dijo sí: fue amor a primera vista.
Después de las vacunas y el ok del veterinario, la flamante dupla salió a la ruta. A Lola cada día se le abrió un mundo nuevo, con llamas y zorros a los que les ladraba asombrada desde la bici. Guardiana, gruñó desde la carpa cada vez que escuchaba un ruido extraño afuera y aprendió que si Jorge acercaba la mano al cierre significa salir.
Primero viajó en un bolso, después en cestos mientras crecía, hasta que en la Casa de los Ciclistas Pedalgónicos que los alojó en El Bolsón Jorge halló la respuesta definitiva. Preguntó si podía usar unas chapas y unos fierros en desuso apilados en el fondo del terreno. «Claro», le respondió su anfitrión, el tocayo Jorge, parte de la cofradía solidaria de las dos ruedas que siempre extiende la mano.
«¿Qué vas a hacer?», le preguntó mientas le buscaba la moladora y la soldadora. «Un carrito», respondió. Al otro día lo tenía listo. Salió a probarlo en una trepada: frenó, dobló y se la bancó perfecto también en descenso. Y Lola entendió enseguida que era su nuevo lugar. «Yo le digo Diva porque va por la vida como saludando tipo Susana o Mirta», se ríe Jorge.
Los últimos kilómetros rumbo a Cabo Vírgenes
A medida que se acercaba al faro de Cabo Vírgenes Jorge notó que había una construcción pequeña a la izquierda y que un grupo de personas tomaban fotos en el kilómetro cero. Habían llegado en camionetas. Los aplaudieron cuando hicieron su entrada triunfal.
«Llegué con los ojos como empañados y un nudo en la garganta. Y eso que estaba concentrado en filmar para después mostrarles a todos cómo había sido. Pero imposible no aflojarse, más si te aplaude la gente que había llegado antes en sus vehículos y les había costado. Imaginate a nosotros. ‘Mira dónde estamos, Lola’, dije.
«Ella me miraba fijo, atenta, esperaba salir del carrito y saludar a todos. Estaba contenta. Tremenda compañera de viaje es. Yo me imaginaba el mapa de la Argentina, todo el viaje que hicimos con ella desde el norte. Entonces empezás a moquear: cumpliste tu sueño y ahí estás, con Lola. La gente nos sacaba fotos, miraba la bici, el carrito, a ella y a mi como si no lo pudieran creer. Pero era verdad. Ahí estábamos: lo habíamos conseguido.«
Ahí van Jorge y Lola rumbo al kilómetro cero de la ruta nacional 40. Llegar a ese punto extremo al sur de la Patagonia era lo que él soñaba cuando empezó a pedalear en La Quiaca, 5400 kms al norte. Pero ya no está solo: en un hermoso pueblito salteño, ella, una cachorra de 45 días, se sumó a la aventura. Por entonces pesaba 800 gramos y asomaba la cabeza desde un bolso apoyado en el manubrio. Y a medida que pasaban las provincias y crecía fue ganando espacio hasta llegar al carrito amarillo de una rueda que le construyó Jorge, con una tela naranja como cobertor para protegerla del sol. Ya pesaba 20 kilos. Así van juntos ahora en los confines de Santa Cruz esos dos inseparables compañeros de travesía. El viento patagónico, como casi siempre, sopla con furia. Esta vez, como pocas, juega a favor: baja de las montañas y los empuja de atrás mientras avanzan hacia al mar. Hoy no pega de costado ni de frente como ayer, cuando tuvieron que volver. Hoy acelera la marcha que arrancó tempranito, cuando salieron de Río Gallegos desde la casa de Walter, un seguidor que los albergó como tantas otras almas solidarias que aparecen en el camino. Ya llevan unos 130 km de traqueteo y en el horizonte se divisa el faro de Cabo Vírgenes, el punto de llegada. Faltan apenas unos cinco km y Jorge, por un segundo, no sabe si esa lágrima que asoma la produce el polvo o la emoción. Pasa el remolino, el corazón late fuerte, ya no tiene dudas: es de felicidad. Una enorme sonrisa se dibuja en ese rostro curtido por el sol.
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