¡Por favor, ámame!

– «¡Te amo! ¡Haré lo que sea por ti! ¡Me iré a vivir a Africa! ¡Por favor enamórate de mí!», le grita y le suplica Jason Kinski a Shandurai, esa mujer de piel negra brillante y rostro delicado que se ha transformado en el objeto de su obsesión.

– «¿Africa? ¿Pero qué sabes tú de Africa?», le responde ella con furia, harta de que vuelvan a sangrar sus heridas, de que un inconsciente resucite el oscuro dolor que la hunde y la hizo escapar de su país. Y entonces, sin premeditación, le escupe la frase a su adorador: «¡Saca a mi marido de la cárcel!»

A partir de ese momento, Kinski (David Thewlis) deja de enviarle cartitas de amor a través del conducto de ventilación. Cesan las miradas ingenuas. En algún sentido el hombre logra congelar su deseo. Con los días, Shandurai comprenderá que entre ambos ha habido un corte. Ella continuará en su papel de mujer de la limpieza y estudiante de medicina, que ocupa la planta baja de la casona de su jefe, pero sin tener demasiadas novedades suyas. Es la hora del silencio.

Kinski asegura no necesitar nada. Que está bien, gracias. Ella podría prepararle un té, pero no, gracias. Así estoy bien, dice. Por las tardes saca fotos de las obras de arte que cubren las paredes y sin demasiadas explicaciones van desapareciendo una a una. La casona italiana terminará por ser un lujoso y destartalado recuerdo de épocas pasadas. Ella estudia. El suspira y compone canciones en su piano Steinwood. En la superficie no ocurre nada, pero en el fondo se mueven las aguas.

Lo que menos abunda en el último filme de Bernardo Bertolucci son los diálogos. Los que aparecen dicen lo justo y necesario para que el resto de la historia se active. Bertolucci expone en «Cautivos del amor» el poder de las palabras y lo inconmensurable de los sentimientos, tal como lo hizo en «El último tango en París». Una persona enamorada es capaz de cualquier cosa. Así de simple y naif son las cosas entre nosotros.

La idea resulta un poco desubicada en este mundo tan «pos todo» que cree estar de vuelta también de la pasión. Pero en esa materia nadie puede considerarse un viejo lobo de mar. El amor te roba, te tienta y te aleja de la cotidianidad. El enamorado es la quinta esencia del espíritu humano. El paraíso terrenal. Lo que Adán y Eva perdieron en aquel jardín no fueron las supuestas delicias que trae aparejada la vida eterna, sino la capacidad de permanecer en un estado de fluidez.

Porque todo pasa, porque mañana seremos polvo, porque la vida es tremendamente frágil, es que la pasión, el amor o el estar enamorado (no hagamos ahora apuntes y diferencias de cada uno) tienen más sentido que nunca.

Bertolucci habla de eso. O mejor aún, no dice nada. Se limita a mostrar cuadros de una relación, entre dos personas, que crece hasta hacerse insostenible y termina en la cama. Donde suelen dirimirse estas cosas.

El final es estremecedor y divertido. El esfuerzo de Kinski significa también su trampa. Justo en la mañana de la revelación de los cuerpos, un dedo negro toca el timbre de su casa. Un hombre liberado reclama atención. ¿Abrirá?

Claudio Andrade


- "¡Te amo! ¡Haré lo que sea por ti! ¡Me iré a vivir a Africa! ¡Por favor enamórate de mí!", le grita y le suplica Jason Kinski a Shandurai, esa mujer de piel negra brillante y rostro delicado que se ha transformado en el objeto de su obsesión.

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