Lecturas: “Madres, padres y demás”, de Siri Hustvedt
Autora de novelas y ensayos sobre arte, literatura, neurociencia y psicoanálisis, y premio Princesa de Asturias, acaba de publicar un libro que recorre su historia familiar mientras evoca los silencios de la infancia que resuenan en la vida adulta. Aquí, un adelanto.
Siri Hustvedt
Mi abuela paterna era huraña, gruesa y formidable. Cuando se reía lo hacía a carcajadas, rumiaba por razones que solo ella conocía, aireaba a gritos sus opiniones a veces alarmantes y hablaba un dialecto noruego impenetrable para mí. Aunque nació en Estados Unidos, nunca llegó a dominar el sonido th del inglés y optó por pronunciarlo como una simple t, cambiando la sonoridad de las palabras. Cuando yo era niña, ella tenía el pelo blanco y abundante, y si se lo soltaba, le llegaba casi hasta la cintura. Antes de que yo la conociese, era de color caoba. Con los años empezó a clarear, pero recuerdo mi asombro cuando lo llevaba sin recoger. Eso solo sucedía por la noche, cuando se soltaba el moño frente al espejo brumoso del minúsculo dormitorio húmedo y mohoso de la casa de campo donde vivía con mi abuelo, quien tenía su propia habitación aún más pequeña bajo los aleros en lo alto de la estrecha escalera de madera, un lugar que casi nunca se nos permitía visitar. Una vez suelto el pelo y puesto el camisón, mi abuela se quitaba la dentadura y la dejaba en un vaso junto a la cama, un acto que a mi hermana Liv y a mí nos fascinaba, pues no teníamos ninguna parte del cuerpo que pudiéramos sacarnos por la noche y ponernos de nuevo por la mañana.
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De todos modos, la dentadura extraíble solo era una pieza de un ser absolutamente maravilloso aunque a veces intimidante. Nuestra abuela pelaba patatas con un cuchillo de cocina a lo que a mí me parecía la velocidad de la luz, transportaba troncos de la montaña de leña apilada cerca de la casa y abría la pesada puerta del sótano de un solo tirón tan poderoso como el de cualquier hombre para conducirnos al frío y húmedo dominio donde guardaba las conservas en tarros de cristal, en estantes alineados contra las paredes de tierra. Era un lugar que olía a tumba, un pensamiento que podría habérseme ocurrido o no en aquel entonces, pero la expedición siempre iba acompañada de un tufillo de amenaza, de la fantasía de que me dejarían allí abajo con los tarros, las serpientes y los fantasmas envuelta en la negrura.
Ella era la única persona adulta que conocíamos que se divertía contando chistes escatológicos. Se desternillaba, como si ella misma fuera una niña, y cuando estaba de buen humor, nos hablaba de los tiempos ya lejanos de su infancia, cómo había aprendido a dar volteretas, a hacer la rueda y a caminar sobre una cuerda, y cómo sus hermanos y ella izaban velas en sus trineos y, empujados por el viento, cruzaban a toda velocidad el lago congelado que había cerca de la granja donde creció. Antes de ir «de visita» —lo que significaba subirnos al viejo Ford para «pasar a saludar» a varios vecinos—, la abuela se ponía su sombrero de paja con flores que colgaba de un gancho detrás de la puerta principal, agarraba su bolso negro con el cierre dorado en el que llevaba su pequeño monedero, y nos íbamos.
Mi abuela murió a los noventa y ocho años. Durante un tiempo ha sido un fantasma en mi vida, pero últimamente ha vuelto a mí en forma de imagen mental. Veo a Matilda Underdahl Hustvedt acercarse a mí acarreando dos pesados cubos de agua. Detrás de ella está la oxidada bomba de mano que todavía se encuentra en la propiedad, y detrás de esta, las piedras de lo que fueron los cimientos del viejo granero, que se demolió mucho antes de que yo naciera. Es verano. Veo la bata de algodón de mi abuela, abotonada por delante. Veo sus pechos bajos, su cuerpo ancho, sus piernas gruesas. Veo cómo le tiemblan las carnes que le cuelgan de los brazos mientras camina con ellos rectos, acarreando los cubos de metal esmaltado, y veo los ojos hundidos, enrojecidos y feroces detrás de sus gafas. Siento el calor del sol y el viento ardiente que sopla a través de las llanuras onduladas de la Minnesota rural. Veo un cielo inmenso y el horizonte amplio y desierto solo interrumpido por bosquecillos. La imagen del recuerdo va acompañada de una mezcla de satisfacción y dolor.
Tillie, como la llamaban sus amigos, nació en 1887, hija de un inmigrante, Søren Hansen Underdahl, y de su segunda mujer, Øystina Monsdattar Stondal, quien probablemente también era inmigrante, aunque no puedo corroborarlo porque mi padre no lo menciona en la crónica familiar que escribió para nosotros. En todo caso, el padre de Øystina era rico y dejó a cada una de sus tres hijas una granja. Tillie creció en la propiedad que su madre tenía en el condado de Ottertail, Minnesota, cerca de la ciudad de Dalton. Tenía ocho años cuando esta se murió. Una historia de cuando Tillie tenía ocho años que nos contaba la hermana de mi padre, tante (tía) Erna, que nos contaba mi madre y que nos contaba la propia Tillie adquirió el estatus de leyenda familiar. Tras la muerte de Øystina, el pastor de la vecindad acudió a visitar a la familia y a hacer lo que fuera que hacían los pastores luteranos con los cuerpos de los difuntos. Poco antes de abandonar la casa, enunció piadosamente ante todos los presentes que la muerte prematura de la mujer había sido «la voluntad de Dios». Al oírlo mi abuela, mucho antes de ser mi abuela, estampó el pie contra el suelo con rabia y gritó: «¡No lo es! ¡No lo es!». Y se alegraba de haberlo hecho, y nosotros también.
Siri Hustvedt
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